Le perdonaron la mitad a petición propia, pero tuvo que abonar el resto antes de poder dar sepultura a la niña. Como es natural, no tardó mucho en decretarse la expulsión de todos los teólogos protestantes que aún permanecían en la región y se amenazó a quien los acogiera con penas físicas y materiales. Quedó prohibida la asistencia a escuelas que no fueran jesuíticas y se solicitó un sacerdote católico para ocupar la iglesia de la escuela evangélica. Quien cantara himnos en la ciudad, quien leyera devocionarios o la Biblia de Lutero, se exponía al destierro. Los libros heréticos debían ser erradicados y destruidos, los toneles y arcones que guardaban libros fueron abiertos y examinados en presencia del arcipreste. En los pasos fronterizos y en las puertas de la ciudad se cuidaba de que no entrara ningún libro proscrito. Todas estas medidas y otras similares provocaron la irritación más enérgica, pero las protestas fueron desestimadas apelando a la conversión forzosa que se había llevado a cabo con anterioridad en Sajonia, Württemberg y el Palatinado. Entonces se produjeron graves disturbios en la ciudad y en el campo, y las intimidaciones se propagaron como el viento. Los rumores que corrían de boca en boca hacían temer que muy pronto no quedaría ningún rincón en la ciudad para un luterano y que quien quisiera emigrar no tendría libertad para llevarse, cambiar o vender sus pertenencias. En breve se demostraría que aquellos rumores no eran infundados.
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