Anatomía de un imperio. AAVV
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Su sucesor republicano William McKinley (1897-1901) le dio, en un primer momento, continuidad a la política de Cleveland en Cuba. Pero si las demandas del Congreso por el reconocimiento de la beligerancia cubana resultaron insuficientes, fueron las presiones de ciertos grupos económicos estadounidenses, con resonantes ecos en la prensa, las que torcieron la política exterior de McKinley. Armadores, compañías comerciales, banqueros, fabricantes y propietarios de barcos, todo ellos afectados por la destrucción del comercio del azúcar con la isla, peticionaron por una intervención militar en Cuba para terminar el conflicto. McKinley insistió con un plan de autonomía, negándose como su predecesor a aceptar la independencia de Cuba. Un plan que no descartaba la posibilidad de anexar la isla a cambio de una compensación económica.
Esta última opción fue fuertemente rechazada por España, y en octubre de 1897 se firmó un acuerdo diplomático entre Estados Unidos y España que ponía en vigor el plan de autonomía para Cuba. El plan era una reforma que implicaba nada menos que una soberanía simbólica para los cubanos, mientras España mantenía su control económico y militar. El acuerdo fue, naturalmente, rechazado por los rebeldes cubanos, que insistían y seguían luchando por su independencia. Lo curioso es que el plan fue rechazado también por los “integristas”, criollos que apoyaban la causa colonial e incluso los métodos atroces para mantenerla, como los practicados por el jefe del ejército español, Valeriano Weyler.
Weyler, más conocido como “el carnicero”, había impuesto, desde su asunción como capitán general en febrero de 1896, la política de “reconcentración” de la población campesina en poblados militarizados, junto con sus caballos y recursos, con el objetivo de impedir su colaboración con los rebeldes. Se trató de verdaderos campos de concentración que diezmaron a la población local, por hambre y enfermedades, a la vez que causaron el deterioro de la agricultura. Un estudio de caso –la reconcentración en Güira de Melena, a unos cuarenta kilómetros al sureste de La Habana– demuestra un aumento de enfermedades digestivas y respiratorias, producto del hacinamiento las primeras y de la deficiente nutrición las segundas. La fiebre amarilla y la malaria se dispararon, debido a que los fosos defensivos construidos por los españoles se convirtieron en letales criaderos de mosquitos (Pérez Guzmán, 1998: 284).20
El plan de autonomía entró en vigor el 1 de enero de 1898. España destituyó a Weyler e implementó un plan de ayuda a las poblaciones reconcentradas –que incluyó el envío de alimentos desde Estados Unidos–, pero los efectos fueron irrelevantes. La tasa de mortalidad se volvió a elevar cuando Estados Unidos declaró la guerra a España y ejecutó el bloqueo naval, el 22 de abril de 1898. La escasez de alimentos que produjo el bloqueo “suprimió las diferencias de condiciones de vida entre reconcentrados y gran parte del resto de la población”, y predominó la deficiencia nutricional como causante de muerte (Ibíd.: 287).21
Volviendo a la cuestión de la autonomía, resulta curioso que fuese la oposición de los “integristas”, y no la lucha independentista de los cubanos, lo que terminó por decidir una participación directa de los Estados Unidos en Cuba. El cónsul estadounidense en Cuba, Fitzhugh Lee, reportó a McKinley las pocas posibilidades de éxito que tenía el plan de reforma, no solo porque no resolvía la crisis de hambre entre los reconcentrados, sino también porque la resistencia ya sumaba a oficiales del ejército y a burócratas de esta nueva modalidad de gobierno español. Ello convenció a McKinley para que enviase a La Habana el buque de guerra Maine con el objetivo de proteger “las vidas y propiedades estadounidenses”,22 mientras el Departamento de Marina reclutaba hombres. El 12 de enero, un motín antiautonomista en La Habana, por el que se atacaron las sedes de tres periódicos autonomistas al grito de “Viva Weyler”, fue rápidamente sofocado.
El episodio sirvió de justificación para el arribo del Maine, el cual fondeó en La Habana unos pocos días después. El 15 de febrero de 1898 el Maine explotó, causando la muerte de doscientos sesenta y seis oficiales y otros heridos, sobre un total de trescientos cincuenta y cuatro a bordo (Trask, 1981: XII). La explosión del Maine aceleró la decisión de McKinley de intervenir en Cuba, a pesar de que no se había comprobado (y nunca se hizo) que se hubiera debido a una mina submarina instalada por los españoles.23 Primero se logró la aprobación de un presupuesto de cincuenta millones para gastos de defensa a principios de marzo. Pese a que España, muy debilitada por el costo de la guerra que libraba en dos frentes, Cuba y Filipinas, anunció por vía diplomática una posible rendición, no se hizo nada por frenar la guerra dado que toda su maquinaria intelectual, política y militar ya estaba en pleno funcionamiento. McKinley envió su mensaje de guerra al Congreso el 11 de abril. El 22 anunció el bloqueo a Cuba, lo cual es considerado un acto de guerra según el derecho internacional, provocando la declaración de guerra por parte de España el 24 de abril. Al día siguiente hizo lo propio el Congreso estadounidense, pero con fecha retroactiva al 21 de abril de 1898 (Tindall y Shi, 1989: 579). La declaración de guerra fue posible tras conceder a los antimperialistas (demócratas) del Congreso la promulgación de la Enmienda Teller, del 19 de abril.
La Enmienda Teller fue un conjunto de cuatro resoluciones por las que Estados Unidos declaraba: 1) el reconocimiento de la libertad e independencia del pueblo de Cuba; 2) la exigencia a España de que renunciase a toda autoridad en la isla y retirase sus fuerzas; 3) la autorización para desplegar las fuerzas militares estadounidenses con el propósito de llevar adelante estas resoluciones. La última resolución de la Enmienda Teller comprometía expresamente a Estados Unidos a no anexionarse Cuba: 4) “Estados Unidos declaran en esta que no tienen ninguna disposición ni intención de ejercer soberanía, jurisdicción o fiscalización sobre dicha isla, excepto para la pacificación de la misma; y afirman su determinación, cuando ella se haya realizado, de entregar el gobierno y el dominio de la isla a su pueblo” (Brockway, 1958: 61).
La prensa estadounidense fue un medio de presión para lograr el ingreso de Estados Unidos en la guerra. Se destacaron el New York Journal, de William Randolph Hearst (inmortalizado como el ciudadano Kane en la película de Orson Welles de 1941), y su rival, el New York World, de Joseph Pullitzer. Ambos coincidían en sus editoriales “amarillas”, dedicadas a denunciar las atrocidades de los españoles en Cuba. Como ya se ha visto, la aparente “neutralidad” que atacaban los periódicos era en la práctica falaz, porque Estados Unidos hizo intervenciones diplomáticas, administrativas (las requisas para prevenir abastecimiento a los insurrectos) e incluso militares, con el envío del Maine, mucho antes de declarar la guerra. La importancia de la prensa fue más bien exagerada por historiadores que negaron las razones imperialistas de la guerra y propusieron, en cambio, verla como el resultado de una histeria de masas producida por la propaganda de la prensa amarilla.24
La “espléndida guerrita” en Cuba tuvo un bajo saldo de víctimas estadounidenses25 y duró menos de cuatro meses desde la declaración de guerra, a fines de abril, hasta la firma del armisticio, el 12 de agosto. El desembarco de las fuerzas estadounidenses (compuestas por diecisiete mil hombres al mando de William R. Shafter)26 en el suroeste de Santiago de Cuba, el 22 de junio, dio inicio a unos enfrentamientos que se concentrarían en esta región oriental de la isla y que dieron como resultado avances rápidos sobre posiciones españolas en Las Guásimas (24 de junio), El Caney y el cerro de San Juan (ambas el 1 de julio). Con estas victorias y un golpe efectivo a la armada española el 3 de julio, se logró la rendición de Santiago de Cuba el 16 de julio. Diez días más tarde, Estados Unidos invadía Puerto Rico a un costo imperceptible.