Márcame, amo. Roberta Garza
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Prólogo Los monstruos entre nosotros
Emiliano Salinas y Alex Betancourt
Benjamín LeBarón y Mark Vicente
“Parece el sueño americano, pero si algo hemos aprendido de este juicio es que las apariencias son engañosas… Vimos a (Keith Raniere) como lo que realmente es: un depredador, un criminal y un estafador.”
Moira Penza (Fiscal que llevó el caso.)
Prólogo
Los monstruos entre nosotros
Acudí a twitter para regurgitar el juicio de Keith Raniere ante la imposibilidad de encontrar en México un medio formal para publicarlo. No podía saber el interés que eso iba a despertar entre el respetable, pero mis razones iban más allá: la única manera de neutralizar a los monstruos que viven entre nosotros, de resguardar quizá a alguna futura víctima advirtiéndole lo que le puede esperar, es encendiendo la linterna y apuntándoles la luz. Los peores recuerdos de mi juventud en Monterrey se deben a ese ominoso silencio. No se hablaba de las perversiones de Maciel o de sus esbirros, aunque ya el mundo entero, fuera del ombligo regiomontano, las comentaba y conocía.
El 20 de mayo de 2005 la Legión publicó un cable enviado, como pago de favores, por la secretaría de Estado vaticana del cardenal Angelo Sodano. No traía firma ni sello, pero aseguraba que no había proceso alguno contra Maciel. Eso era, como tantas otras cosas, falso: un año menos un día después el papa Benedicto XVI publicaría un comunicado, resultado de las pesquisas de Monseñor Scicluna, conminando al pederasta michoacano a retirarse a una vida de “oración y penitencia”, aunque sin especificar el porqué, permitiéndole así a los líderes de la Legión de Cristo seguir impunes hasta que, ante las pruebas de DNA con que amenazaban los hijos carnales de su fundador, se vieron obligados a confesar apenas una pequeña parte de las atrocidades que, con una década de retraso, se conocerían después.
Con el silencio la gente quería evitarse las represalias de la red de poder tejida por los Legionarios de Cristo entre políticos y empresarios mexicanos. Por eso los abusos siguieron, por años, protegidos por esa omertá cómplice. Hablar salía caro: arriesgarse a ser vilipendiado públicamente, a perder un buen empleo u oportunidades de negocios, a recibir una demanda, a ser rechazado por la propia familia o a someterse al ostracismo social eran posibilidades muy reales.
Con ese silencio culpable, complaciente o avergonzado, uno que yo guardé demasiado tiempo, cuentan los depredadores de cuerpos y almas de este mundo. Por eso debemos hablar de ellos. En este caso, de Raniere, y de sus facilitadores en México.
Los inicios
“La veré muerta o en la cárcel”, le dijo Keith Raniere a la madre de Toni Natalie, su pareja de años, cuando ésta le anunció que lo dejaba. Lo que siguió fue más de una década de acoso físico y legal: telefoneándole a todas horas preguntando si sabía el paradero de su hijo de un matrimonio anterior; su casa y la de su madre fueron allanadas, desordenando sus muebles y pertenencias, robando ropa de su clóset. La declaración de bancarrota por el pago de las deudas de la empresa que había formado con él, todas a nombre de ella, se eternizaron en demanda tras demanda, y hubo un intento de atraerla a México con engaños para que, mediante una orden de aprehensión encubierta obtenida a punta de sobornos, desapareciera en las entrañas del sistema penitenciario mexicano. En buena parte, eso explica la expresión de apenas contenido júbilo cuando Natalie escuchó los siete contundentes “culpable” espetados por el jurado.
La transformación de Raniere de un estafador de alcances locales en el dueño de un harem de más de cien mujeres comienza luego del fracaso de su primer negocio, Consumers Buyline Incorporated (CBI). Éste no cumplía ni dos años cuando ya era investigado en veinte estados de la Unión, cerrando en 1993 por órdenes de Robert Abrahams, fiscal general del estado de Nueva York, acusado de ser un “multimillonario esquema piramidal”. La fiscalía fincó el caso en que la compañía estaba más interesada en reclutar gente que pagara los 270 dólares que costaba enrolarse en Purchase Power, un club de compradores con base en Texas, que en proveerles algún servicio; sobre todo porque sólo catorce de esos dólares iban al club de compras, mientras que el resto permanecía en manos de CBI en forma de comisiones por reclutamiento. En un video promocional de la compañía se ve a Raniere pidiéndole a los vendedores de membresías que imaginaran un cerro de billetes, uno de diez millones de dólares: “Es grande. Es enorme. Sientan cómo el aroma del dinero hace que sus narices tiemblen como conejitos…”
El flujo desde los últimos reclutados hasta los fundadores era constante: al cierre de la empresa, Pamela Cafritz, Karen Unterreiter y Raniere habrían recibido alrededor de medio millón de dólares a cambio de aire. Raniere corrió con suerte: fue multado en 1996 con cuarenta mil dólares a nivel federal, más un par de multas estatales, sin ser declarado culpable de nada, apenas con el compromiso de nunca más participar en esquemas “promoviendo, ofreciendo o brindando participación en un esquema de distribución en cadena”. Los inculpados tardaron más de cuatro años en pagar esa multa.
Keith explicaría su derrota, como era su costumbre, culpando a otros: en este caso, acusando que la debacle de CBI se había debido a las maquinaciones de Wall Mart que, por temor a la competencia, habría pedido a las autoridades “colapsar a ese tipo”. Lo cierto es que, después de CBI, Raniere evitaría tener posesiones a su nombre, negándose a recibir un salario y omitiendo el uso de tarjetas de crédito o cuentas de banco: todo le pertenecería, oficialmente, a sus siempre incondicionales mujeres, con el consiguiente ahorro de problemas legales y fiscales; año con año Raniere ha declarado vivir por debajo de la línea de la pobreza. Es cierto que nunca fue proclive a la ostentación; estéticamente, su comunidad era un reducto de mediocridad pequeñoburguesa, donde los pants y las sudaderas de baja calidad eran la etiqueta cotidiana. Con todo, Raniere ejercía un control férreo sobre sus acólitos y sobre su empresa disponiendo sin restricción alguna de cientos de