El Ranchero Se Casa Por Conveniencia. Shanae Johnson

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El Ranchero Se Casa Por Conveniencia - Shanae Johnson

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deberías casarte —dijo Walter.

      Brenda dejó caer los cubiertos en el plato. Su hermano no había evolucionado en lo referente a este tema. Ella no quería casarse. Los hombres la ralentizaban. Un buen ejemplo era cómo sus ayudantes hacían que su actividad fuera más lenta.

      —Tienes un rancho repleto de soldados ahí al lado —dijo Walter— y algunos de ellos quieren casarse en noventa días, para cumplir con las normas de las tierras del rancho.

      Justo el motivo por el que Brenda se mantenía alejada de sus vecinos del rancho Purple Heart. Y de la línea fronteriza, que les obligaba a casarse para poder seguir en el rancho. Estaba segura de que era una solución ilegal, pero nadie lo había denunciado.

      —¿No fue uno de esos soldados quien se escapó con tu prometida? —dijo ella.

      Beth Cartwright, la hija del pastor, había estado prometida con Walter. Pero su amor de la infancia, desaparecido en combate por un tiempo, regresó, haciéndola caer a sus pies con una petición de mano y un anillo de compromiso.

      —Reese es un buen hombre —dijo Walter. Parecía que lo decía de verdad, a pesar de lo dura que había sido la ruptura—. Todos los soldados lo son.

      Walter era demasiado indulgente, pero formaba parte de su trabajo. El trabajo de Brenda consistía en ser ranchera. No tenía tiempo para ser la esposa de nadie. Estaba demasiado ocupada con el ganado, más proyectos de reparación de los que cabían en un folio a espaciado sencillo, y unos ayudantes que no valían para nada y a los que observaba dirigiéndose a sus camionetas antes del atardecer sin haber hecho su trabajo.

      No. Estaba mejor sola. Dudaba mucho que algún día fuera a dar su mano a un hombre.

      CAPÍTULO TRES

      Keaton observaba a su paso el paisaje del corazón de América. Las majestuosas montañas de color marrón salpicadas de diferentes colores, los ondulados y verdes pastos que parecían prolongarse hasta la eternidad. Le sorprendió cuánto se parecían estas hermosas tierras a las de Afganistán, Irak y Siria. La única diferencia con respecto a aquellas era que en el aire fresco de estas montañas se respiraban esperanza y oportunidades. Las zonas de guerra estaban plagadas de conflictos, agitación y desesperación.

      Durante su servicio en cada uno de esos países, Keaton había visto morir a hombres jóvenes. Había sido testigo del sufrimiento diario de mujeres y niños, y observado cómo la tierra era devastada y arrasada por la política y los proyectiles.

      Conduciendo por la avenida principal de esta pequeña ciudad de Montaña, la perspectiva no podía ser más diferente. Por la ventanilla del Jeep rojo de alquiler, Keaton observaba a los niños correteando por las calles, a las madres que seguían de cerca a sus pequeños con pantalones de yoga y botas cowboy, a un grupo de ancianos sentados en los porches de sus casas fumando en pipa y escupiendo tabaco. El aire impregnado de olor a pan recién hecho en lugar del regusto metálico de la pólvora de los explosivos.

      Comprendió por qué los soldados del rancho Purple Heart venían aquí y decidían quedarse tras su rehabilitación. El paisaje les recordaría a aquel donde habían estado, pero la gente representaba el futuro por el que luchaban: una comunidad de la que formar parte.

      Durante los últimos seis años, Keaton había regresado a su lugar de origen después de cada misión. El ajetreo de la ciudad lo ponía nervioso. Los rascacielos y el frío hormigón lo inquietaban. Las miradas perdidas de la gente en la calle, sus bocas tensas, e incluso los gestos de exasperación de extraños que se evitan en las aceras, le producían preocupación.

      Los soldados se miraban a los ojos. Hablaban claro, sin rodeos.

      Así que no, Keaton no interactuaba bien con la vida civil. Tampoco los otros cuando habían regresado a sus vidas en la ciudad. Ninguno deseaba volver al combate activo, pero todavía querían un poco de acción. En este sitio que parecía una zona de guerra envuelta en paz, Keaton sabía que todos ellos podrían establecerse.

      Media hora después, llegaba a las puertas del rancho Bellflower. Sabía que estaba en el sitio correcto al ver la insignia de la flor púrpura en las barras de hierro. Esa flor en forma de lirio era el símbolo de los guerreros heridos. Había más campanillas púrpura en las zonas de hierba que bordeaban el camino pavimentado. Era una planta propia de aquí y parecía que en estas tierras crecía de forma natural. No era de extrañar que los veteranos heridos se sintieran como en casa en este rancho.

      Según iba circulando por el camino de gravilla, Keaton comprobó que el rancho estaba lleno de soldados en distintas fases de curación. Hombres con prótesis en las piernas que montaban a caballo con determinación. Bajando por el camino en curva, pudo ver un jardín donde araban la tierra hombres a los que les faltaban dedos y brazos. Saliendo de un establo, otros con quemaduras en la cara, brazos y piernas. Los soldados se ocupaban de una variedad de animales de granja. Ovejas y cabras se frotaban contra las cicatrices sus miembros como si no se dieran cuenta de las lesiones.

      Keaton y su equipo tenían la suerte de haber regresado con todos sus miembros y facultades intactos. De haber sufrido alguno de ellos heridas graves, sabía que este era el mejor lugar para venir a curarse. Además de eso, esperaba que cualquier soldado que quisiera mejorar sus destrezas viniera al otro lado del rancho, donde planeaba construir su campamento de entrenamiento de élite.

      Keaton aparcó el Jeep junto a la gran casa que había al final del camino. Ninguna de las casas tenía número. Según las indicaciones que le habían facilitado, debía seguir el camino hasta el final. Al bajar del coche vio al hombre al que había venido a visitar.

      Dylan Banks salió por la puerta de doble hoja y empezó a andar. Llevaba una camisa vaquera y pantalones chinos. Una de sus piernas estaba morena; la otra era de acero.

      —Keaton, has llegado.

      —Me alegro de volver a verte, Banks.

      Se dieron un apretón de manos; juntaron sus palmas llenas de cicatrices, agarraron los dedos ásperos y tiraron hacia dentro. Se abrazaron dándose numerosas palmadas en la espalda. Keaton había servido con el sargento Dylan Banks en más de una misión. Era un hombre sagaz y capaz de improvisar en situaciones difíciles con los mejores.

      —Menudas instalaciones tienes —dijo Keaton—. Sólo he escuchado cosas positivas acerca de este rancho.

      —Los aceptamos a todos —respondió Banks—. «A los rendidos, los pobres, las masas hacinadas».

      —¿Eso no está escrito en la estatua de la Libertad? —se rio Keaton.

      —Bueno, ahora acogemos a miserables desechos como los rangers del Ejército.

      Banks extendió un brazo con la intención de dar un puñetazo a Keaton, quien vio el movimiento y se mantuvo en el sitio para recibirlo. Todo de buen rollo.

      —Ah, ¿Banksy-wanksy todavía sigue molesto por no haber pasado la prueba de aptitud física de los rangers?

      —Cierra el pico —dijo Banks, con un ladrido poco mordedor—. Solo me faltaron un par de puntos. Me hundió la parte de supervivencia en el agua.

      —Eres de una isla.

      —Soy de Nueva York.

      Keaton se encogió de hombros. Las pruebas para entrar

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