El Ranchero Se Casa Por Conveniencia. Shanae Johnson

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El Ranchero Se Casa Por Conveniencia - Shanae Johnson

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su objetivo. El cincuenta y uno por ciento regresaba a casa con sus esperanzas frustradas. La única razón por la que Keaton sobrevivió al adiestramiento era porque se había preparado para las pruebas físicas como un loco.

      Eso era lo que tenía en mente para el campo de entrenamiento: adiestrar a otros del mismo modo en que lo había hecho él para las pruebas. El campo de entrenamiento de élite Boots On The Ground era un sueño del que Keaton no fue consciente hasta que comprobó lo dura que era la escuela de los rangers del Ejército de los Estados Unidos. Sabía que nunca podría preparar a ningún soldado del todo para enfrentarse a esa experiencia, pero cualquiera que pasase por su régimen de entrenamiento tendría más posibilidades de estar entre el cuarenta y nueve por ciento.

      —El año que viene lo tendrás en marcha —dijo Banks.

      —¿El año que viene? —Keaton se rio—. El plan es abrir dentro de noventa días.

      Banks se rascó la incipiente barba al tiempo que miraba a Keaton. Su mirada de incredulidad lo decía todo.

      —Es ambicioso, ya lo sé —dijo Keaton—, pero he elaborado un buen plan que funcionará si se lleva a cabo correctamente.

      —No me cabe duda —Banks sonrió, volviendo a palmear a Keaton en la espalda —. Creo que puedes hacerlo. En noventa días pueden suceder cosas increíbles, sobre todo en este rancho.

      Ahora era Keaton quien se rascaba la barba. Sabía a qué se refería. Muchos de los hombres que habían venido a curarse acabaron casándose en ese período de tiempo. Según algunos rumores, no solo las leyes de gestión del suelo urbano regían la ocupación en el rancho; muchos creían que algo pasaba con la tierra en sí.

      Keaton no era supersticioso. Aún así, no tenía planeado vivir en las tierras, sino trabajar en ellas. Así que, las reglas y mitos no le afectarían ni a él ni a su trabajo.

      —Vamos a echar un vistazo al terreno que arriendas —dijo Banks.

      Se subieron a un carro de golf y arrancaron. Si a Keaton el terreno le había parecido hermoso desde lejos, al acercarse le pareció impresionante. Las tonalidades iban cambiando de los verdes pastos a las tierras marrón y un tumulto de flores multicolor. Se intercalaban caballos de color marrón, blanco y negro, ovejas peludas y el mayor surtido de chuchos que había visto nunca.

      Cinco perros ladraron cuando pasaron junto a ellos. Algunos llevaban prótesis. Uno tenía incluso una silla de ruedas acoplada a sus patas traseras.

      —Esos son míos —dijo Dylan—. Bueno, de mi esposa. Pero formaban parte del matrimonio, así que…

      Keaton no se molestó en volver a poner en duda lo extraño del lugar. Fijó la mirada en la tierra, haciendo notas mentales de cómo sus clientes accederían a las instalaciones de adiestramiento. En el límite del rancho su sueño cobró vida. Justo allí, en la tierra sin trabajar, era donde haría una zona árida a partir de un área embarrada donde sus aprendices conocerían el placer de caminar como los cangrejos, hacer flexiones y abdominales.

      En lugar de comprar madera, podían talar un par de esos árboles de la derecha y hacer un muro de escalada. Lo más importante a construir era la instalación cubierta para adiestramiento y las literas. Eso y el área de entrenamiento especializado, que aprovecharía la mezcla de terrenos, desde tierra seca a verdes pastos, colinas rocosas y el arroyo. Ahí sería donde pondrían las instalaciones para entrenar a las fuerzas especiales para las misiones encubiertas.

      —¿Puedes parar más cerca del arroyo? —preguntó Keaton.

      En lugar de parar, Banks redujo la velocidad.

      —El arroyo no está dentro de nuestros límites.

      Keaton tardó un poco en entender el significado de esas palabras. Cuando lo comprendió, el corazón le dio un vuelco. Necesitaba ese arroyo para el área de las fuerzas especiales. Qué diablos, lo necesitaba como parte del adiestramiento para la prueba de aptitud física de los rangers. Seguro que Banks lo sabía.

      —Es propiedad del rancho colindante —dijo Banks.

      —¿Y crees que podría estar dispuesto a venderlo o arrendarlo para lo que necesitamos? —preguntó Keaton.

      Dylan frunció los labios.

      —No estoy seguro de que esté dispuesta. Pero puedes acercarte y preguntarle. Es razonable. Casi siempre.

      CAPÍTULO CUATRO

      Brenda no tenía despertador en su habitación. La despertaba el olor del café recién hecho. Se había comprado una de esas cafeteras sofisticadas que se pueden programar y que, como por arte de magia, le preparaba una taza cada mañana antes de que saliera el sol. La mejor compra que había hecho nunca.

      Se dejó guiar por el aroma escaleras abajo como si hubiera dedos en su nariz que la arrastraban. Se sorprendió de que sus pies no se levantaran del suelo cuando se dirigía a la cocina y la cafetera automática. Sacó dos tazones de la alacena y se sirvió los dos. Como hacía cada día desde que era adulta, bebía el primero dejando que el agua hirviendo le escaldara la lengua y despertara todas las células de su cerebro. Para cuando hubiera acabado el primero, el segundo ya estaría a temperatura ambiente y listo para ser saboreado.

      Fue a por leche a la nevera, pero volvió a poner la jarra en su sitio. Había cogido la leche que venía directa de la vaca en lugar de la desnatada.

      Finalmente, con la doble dosis de cafeína corriendo por sus venas, Brenda se cepilló el pelo. Había perdido la batalla con los nudos, así que lo recogió en una cola de caballo. Se puso una camisa limpia y unos vaqueros, se calzó las botas y salió por la puerta antes de que los primeros rayos del nuevo día asomaran por el horizonte.

      Sacó el bloc de notas del fondo del bolsillo, lo abrió y examinó la lista. Muchas de las tareas eran las mismas todos los días. Siempre había que apilar pacas, moverlas, triturar forraje, acarrear estiércol, pagar facturas, y arreglar una valla.

      La única valla que le preocupaba hoy era la que contenía al nuevo toro de campeonato. Sabía que la bestia estaba ansiosa por hacer su trabajo, pero eso tendría que esperar. Había que destetar a los terneros de sus madres y poner a las bestias ya independientes en sus propios pastos.

      El gallo estiró sus plumas cuando Brenda pasó junto al gallinero. Era un holgazán, como todos sus ayudantes. Todavía no había llegado ninguno.

      En lugar de refunfuñar, Brenda se puso manos a la obra. Ya había tachado la mitad de la lista de tareas antes de que un rayo de sol asomara por el horizonte.

      Se subió al tractor. Era un modelo antiguo, más viejo que ella, pero seguía funcionando. Introdujo con fuerza la llave especial, también conocida como destornillador; la de verdad se había perdido hacía meses en algún punto de la enorme extensión. El motor arrancó al instante y se puso a trabajar.

      Cuando acabó de trabajar la tierra y volvió con el tractor, sus ayudantes habían llegado por fin. Tarde. Otra vez.

      Creían que podían aprovecharse de ella solo porque era una mujer. También porque era el final de la temporada y ya habían sido contratados la mayoría de los ayudantes; ella había tenido que quedarse con los restos. Manuel era un vestigio de la época de su abuelo. Su sobrino era buen trabajador cuando no estaba bajo el retorcido

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