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style="font-size:15px;">       III De saberes. O cómo delegamos lo que somos

       El útero de peluche

       Fueron titulares

       Los enanitos

       La Oficina de Adivinación

       Por la cara

       Alicia versus Vera

       Cuando ellos descubren la humanidad

       Unbekanntes Land

       WGSN (Worth Global Style Network)

       El fracaso

       ¿Sueñan las máquinas con Airbnb?

       Commodity Report

       Democracias neutras

       El proyecto Wilson

       Faustina

       IV De memorias. Los pasados que no serán

       Cesare Ripa: los catálogos

       Son gatos, no perros

       Morelli y la ausencia de subjetividad

       Taxonomías

       El mapa del tesoro

       El ojo-máquina

       Las placas

       El canon

       Laocoonte y sus hijos

       Mr. Motorhead

       El arte de la tendencia

       Indemnización (Un texto de Arturo Fito Rodríguez)

       Hulk y las hormigas

       Epílogo

       Los incalculados

       Un reloj en rebeldía

       Bibliografía

       Agradecimientos

       A Ignacio Petit

      Y algún día habrá un aparato más completo. Lo pensado y lo sentido en la vida –o en los ratos de exposición– será como un alfabeto, con el cual la imagen seguirá comprendiendo todo (como nosotros, con las letras de un alfabeto podemos entender y componer todas las palabras). La vida será, pues, un depósito de la muerte. Pero aun entonces la imagen no estará viva; objetos esencialmente nuevos no existirán para ella. Conocerá todo lo que ha sentido o pensado, o las combinaciones ulteriores de lo que ha sentido o pensado.

      ADOLFO BIOY CASARES,

      La invención de Morel, 1940.

      INTRODUCCIÓN

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      Los hermanos Marzo a mediados de los años setenta.

      LAS GAFAS DE NADAR

      Cuando era chico, uno de los pasatiempos con los que más disfrutaba junto a mi hermano consistía en sentarnos en un banco de la calle y jugar a adivinar a qué se dedicaba la gente que pasaba por delante. Procedíamos de la siguiente manera: primero, nos poníamos de acuerdo en escoger a alguien. Nunca elegíamos a personas muy mayores o a chavales como nosotros. Tampoco a personas cuyas ocupaciones eran obvias, como transportistas, barrenderos o carteros. A menudo, uno u otro descartaba el objetivo propuesto por razones un tanto borrosas: acaso porque no nos inspiraban nada. Cuando habíamos acordado el personaje a escudriñar, nos quedábamos callados mientras lo seguíamos con nuestra atenta mirada. Al rato, comenzaban nuestros pronósticos. Discutíamos sobre la manera de vestir, sobre las prisas en el caminar, sobre el modo en que fumaba o se peinaba, sobre la calidad del maletín o el bolso, sobre la actitud que expresaba la mirada, cosas así. Nos sentíamos como detectives. A menudo, el uno felicitaba al otro por la sorpresa de algún argumento inesperado, pero también había veces que nos burlábamos de ideas que nos parecían una solemne tontería.

      Este es oficinista del Banesto, tiene tres hijas y veranea en Salou. Esta es profesora, está divorciada y hace mucho deporte. Este es tonto y le duele la espalda. Esta es muy guapa y debe de ser importante. Este era el tipo de dictámenes. Nos parecía que un andar lento era síntoma de desidia o desdén; que sostener el bolso en el interior

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