Yo no soy un Quijote. Matías Rivas Aylwin

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Yo no soy un Quijote - Matías Rivas Aylwin страница 5

Yo no soy un Quijote - Matías Rivas Aylwin

Скачать книгу

valores espirituales— pero jamás privilegios17.

      Al final de ese premonitorio artículo, Andrés se refirió a aquellos que decían estar dispuestos a entregar sus vidas por uno u otro bando, y les advirtió, casi con desesperación que no “es hora de muerte, sino de vida. No es hora de aferrarse al pasado, sino de entender por qué hemos llegado a lo que estamos llegando. No es hora de imitar procedimientos deleznables, sino de hacerle saber al pueblo, especialmente sobre la base del testimonio, que hay otros valores, otras verdades”.

      Poco después, en un foro organizado por la Universidad de Chile, el senador del Partido Nacional Patricio Phillips se acercó a conversar con él. Quería advertirlo de las consecuencias de sus palabras.

      —Tú hablas con demasiada vehemencia contra el Golpe —le dijo, en presencia de su esposa, Mónica—. Cuidado, el Golpe viene con todo. Te pueden hasta matar.

      El rescate

      El jueves 13 de septiembre de 1973, el mismo día en que se firma la carta en la cual trece democratacristianos condenan categóricamente el derrocamiento del Presidente constitucional, se levanta el toque de queda desde las doce del día hasta las seis y media de la tarde. La comandancia de Santiago había expresado la noche anterior que el objetivo era iniciar la actividad laboral y productiva de la provincia y se recomendaba a la ciudadanía, a modo de evitar situaciones “desagradables”, no distraerse en el camino desde el lugar de trabajo a sus casas para facilitar, así, el mantenimiento del orden y la integridad de las personas. La jefatura de plaza para Santiago también comunica una serie de instrucciones para quienes salgan de sus casas: “Está estrictamente prohibido todo tipo de manifestaciones públicas”, “queda prohibido dirigirse hacia el centro de Santiago”, “se reitera la conveniencia de la población de mantenerse en sus hogares”. Pero lo más apremiante es la información expresada a través del Bando número 10, en que la jefatura militar ordena a noventa y cinco personas de la Unidad Popular a entregarse voluntariamente en el ministerio de Defensa Nacional. En el puesto quince se encuentra Jacques Chonchol Chaid.

      Andrés y María Edy están de acuerdo en que de “intentar algo” tienen que intentarlo hoy. Al borde del mediodía, Andrés se acerca a su hijo mayor, de quince años, y le pide que encienda el auto y los acompañe, convencido de que su presencia aminorará sospechas. ¿Se le cruza por la cabeza el riesgo de involucrarlo en una operación tan arriesgada? ¿O es que todavía no pondera lo que significa, realmente, una dictadura?

      A las doce en punto, con el motor operativo, salen los tres a la casa del diputado democratacristiano Mariano Ruiz-Esquide. Andrés lo había llamado cinco minutos antes de partir y frente al temor de que su llamada fuera interceptada se limitó a decirle “ahí te explico de qué se trata”. Ruiz-Esquide, en tanto, está en su casa con una profunda sensación de derrota y lo último que piensa, antes de partir, es que poco importa lo que su amigo proponga; por muy arriesgado que sea, sabe que ese día se juntarán a firmar una declaración contra el Golpe, por lo que en cierto modo ya se siente muerto.

      Con él a bordo, enfilan hacia el poniente por Providencia y luego por cualquier calle que se los permita, pues minutos antes de las doce horas un alto oficial del Ejército había advertido por televisión que estaba tajantemente prohibido el tránsito vehicular en todo el sector del centro, entre Vicuña Mackenna y Ejército, y desde Alameda hasta Mapocho. Al ser la primera vez en dos días que se le permite a la población salir de sus casas, muchos se apresuran a comprar los diarios, a buscar a sus familiares de los que no han tenido noticias, se forman filas en farmacias, en almacenes e incluso varios intentan acercarse a La Moneda para ver con sus propios ojos los grandes orificios de sus muros.

      Comienzan, también, las consecuencias del golpe militar: detenciones arbitrarias y el traslado de miles de prisioneros al principal estadio de la ciudad; represión en las zonas rurales, ejercidas con extrema violencia; expulsión de los campesinos de sus predios, a veces con la obligación de abandonar sus tierras en tan solo diez días; asesinatos políticos, cuyas víctimas son fundamentalmente militantes de partidos de izquierda, y el terror esparcido entre cualquiera que resulte sospechoso o discrepe del nuevo régimen18.

      Miren por donde miren hay efectivos de Carabineros, Ejército y Fuerza Aérea vigilando a los pocos vehículos que circulan por el centro. Después de casi una hora, llegan a la población La Victoria. Andrés detiene el auto, mira su reloj y le dice a su hijo que se baje y camine hacia la cuadra del frente porque pronto va a llegar Jacques, quien ya ha sido informado de la operación. Ruiz-Esquide mira atento por la ventana para ver si ocurre algo; María Edy hace lo mismo. Andrés hijo se para en la esquina por un instante que se le hace muy largo, al constatar el amplio contingente de militares que minuciosamente recorre la zona. A pesar del miedo, decide seguir las órdenes de su padre y se mantiene de pie, en espera, consciente de la importancia de la tarea que le encomendaron. Al poco rato siente un golpe en su espalda y escucha su nombre. Se da vuelta y ve a un hombre andrajoso y con el pelo teñido de colorín. Se demora en reconocerlo, pero es Jacques, su padrino. Rápidamente lo lleva al auto y Andrés acelera en la misma dirección por la que habían venido. Ruiz-Esquide, en tanto, usa su fonendoscopio para revisar a su amigo y concluye, después de un breve examen, que se ve peor de lo que en realidad está.

      En los asientos traseros hay un fuerte ajetreo, pero Andrés solo tiene una cosa en mente: aprovechar el estrecho margen de tiempo para llegar a la embajada de Venezuela, donde ha acordado, con el embajador, el ingreso de su amigo. El avance, sin embargo, se trunca cuando una patrulla comienza a detener a todos los autos que circulan por la avenida. Es imposible escapar. María Edy es la segunda en percatarse del problema y se larga a llorar tan desesperadamente que Ruiz-Esquide y Andrés empiezan a susurrar posibles soluciones, si es que las hay. Ruiz-Esquide observa que los militares obligan a bajar las ventanas, abrir las puertas en algunos casos y mostrar, sin excepción, la cédula de identidad. María Edy mira a Andrés buscando una respuesta, una palabra, una señal, pero nadie sabe qué hacer. En los próximos minutos estarán frente a la patrulla y tendrán que obedecerlos… Andrés, tragando saliva, mira a su amigo y le dice:

      —Jacques, pareciera ser que nos van a detener. Vamos a decir que somos parlamentarios y si te identifican vamos a decir que nosotros te vamos a entregar.

      Su amigo lo mira resignadamente a los ojos y luego de un prolongado silencio le responde:

      —Estoy en manos de ustedes.

      El tiempo corre y Andrés acelera con lentitud, asomándose por la ventana para ver cuán cerca están del control. Después de tanto tiempo de espera se ha formado un taco de al menos treinta autos en cada fila. El proceso de revisión es lento y entre más tiempo pasa más autos llegan. De pronto, Ruiz-Esquide se da cuenta de que los autos avanzan más rápido. Jacques y María Edy miran hacia adelante, pero no alcanzan a ver qué ocurre; luego, logran ver tanquetas de grueso calibre y decenas de uniformados armados con fusiles. A Jacques se le aprieta la garganta. Andrés trata de ensayar en su cabeza las palabras exactas que dirá. Por un instante, piensa en su hijo, injustamente involucrado en el rescate. La tensión es extrema. A Ruiz-Esquide se le ocurre usar nuevamente su fonendoscopio con la esperanza de distraer con su traje de médico a los uniformados, al hacerles creer que están llevando a un amigo al hospital. Bruscamente acerca la cabeza de Jacques al hombro y revisa sus latidos; afuera, mientras tanto, dos conscriptos se acercan al auto.

      Silencio.

      Se paran al costado de las ventanas, inclinan sus cabezas ligeramente y miran fugazmente hacia dentro. La fila que se les ha armado es tan larga que posiblemente no pueden darse el tiempo para revisar exhaustivamente cada vehículo.

      —Avancen.

      Andrés mira su reloj y confirma que todavía hay tiempo para llegar a la embajada. Sube por la Alameda

Скачать книгу