Yo no soy un Quijote. Matías Rivas Aylwin
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En los años noventa, al cumplirse 25 años de la tragedia, Andrés escribirá que esos arrestos se llevaron a cabo con “especial violencia y crueldad por parte de las patrullas de uniformados. Sin embargo, las autoridades de la época negaron que los arrestos hubiesen tenido lugar y, por lo mismo, durante muchos años se desconoció el destino de las víctimas”. Y luego continúa: “Sin embargo, con el tiempo se supo la verdad: varios de ellos fueron fusilados y los restantes pasaron a integrar la lista de los detenidos desaparecidos”27.
En San Bernardo, mientras tanto, en pleno día, penetra a la Maestranza de Ferrocarriles —la principal empresa de la zona— una patrulla militar que procede a arrestar a once dirigentes sindicales y trabajadores pertenecientes al Partido Comunista. Andrés conoce a la mayoría de los arrestados y los considera hombres dispuestos a luchar por la justicia social, pero ajenos a cualquier expresión de violencia. A los pocos días, empero, todos son ejecutados a sangre fría en el campo de prisioneros del cerro Chena, sin forma alguna de juicio, mientras él se encuentra en la casa de sus padres, en San Bernardo, junto a sus hermanos.
La balacera llega al oído de todos. Casi instantáneamente el cuerpo de Andrés comienza a tiritar y a sufrir un incontrolable ataque de nervios. Percibe la muerte, ahí, en el mismo lugar donde había hecho sus ejercicios de conscripto durante el servicio militar en 1947 y 1948, y donde se había acercado por primera vez a la doctrina de los derechos humamos, al aprender el trato respetuoso que se les debía dar a los prisioneros, algo que incluso estaba ligado con el honor militar.
Posteriormente, algunos cadáveres son enterrados como N.N. en el Patio 29 del Cementerio General de Santiago y otros son entregados a las familias de las víctimas masacrados y desfigurados. “Ojalá hubiese sido solo eso —recordaría el ex preso político Ricardo Klapp, testigo de los horrores del cerro Chena—. Ojalá hubieran sido solo fusilados, pero no solo les tiraron los balazos, es cosa de consultarles a los familiares cuando los fueron a ver: no tenían ojos, la cara destruida, quebrada, estaban en una situación final”. Y agregaría: “Los once dirigentes pensaron que don Andrés los podía salvar. En el cerro se hablaba mucho de él, ahí lo escuché, pensaban que era la única persona que podía ayudarlos. No se pensaba en otra persona”28.
A partir de este momento, Andrés ve cómo el terror se expande en la ciudad, en los campos, en las fábricas, en las universidades y especialmente entre los partidos —ahora disueltos— de la Unidad Popular. Y él, consciente de que el Congreso ha sido clausurado y de que ya no es más un diputado, se da cuenta de que eso no lo exime de la responsabilidad moral de defender principios y valores y de ir en ayuda de las personas que, ante el silencio, la pasividad y la tolerancia de los sectores que apoyaron, justificaron y ejecutaron el Golpe, han comenzado a sufrir los horrores, las violaciones y las injusticias de sus servicios de inteligencia.
Así, mientras la patria se cubre de silencio, su familia y él pasan a ser, nuevamente, opositores.
Décadas después, Andrés escribirá lo que significó la instalación de la tiranía:
La historia es así. Desgraciadamente las dictaduras, sustentadas siempre por falsos ideólogos que siembran el odio y el fanatismo, solo traen dolor a la vida de los pueblos. Dolor en el ser humano ultrajado o asesinado; dolor en la madre o el hijo impotentes ante la crueldad; dolor en cualquier hombre, civil o uniformado, a quien el sistema perverso lo puede llevar a cometer los peores crímenes; dolor, también, para el juez que hace abandono de sus funciones y para el comunicador que calla. Dolor, en síntesis, para las víctimas y los victimarios, y, especialmente, para los hijos, las madres y las esposas de unos y otros29.
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