Blumfeld, un solterón y otros cuentos. Franz Kafka

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Blumfeld, un solterón y otros cuentos - Franz Kafka Clásicos

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ha hecho un descubrimiento, pero no es superior a otros y, por tanto, la injusticia que se le hace no es lo más importante. Desconozco los estatutos de la sociedad de ciencias, pero no creo que, ni aun en el mejor de los casos, se le hubiera preparado un recibimiento siquiera parecido a aquél que tal vez usted le haya descrito a su pobre mujer. Yo mismo esperaba que el escrito tendría alguna repercusión, pensé que tal vez algún profesor podría interesarse en nuestro asunto y encargar a algún estudiante ocuparse de él, que ese estudiante se dirigiría a usted con seriedad y volvería a examinar de nuevo las investigaciones suyas y las mías, y, finalmente, en el caso de que el resultado le pareciera digno de mención, —es necesario subrayar que todos los estudiantes jóvenes están llenos de dudas—, publicaría su propio escrito en el que justificaría científicamente el de usted. Ahora bien, suponiendo, incluso, que eso sucediera, todavía no se habría logrado mucho. Posiblemente, el escrito del estudiante, que hubiera analizado un caso tan extraño, habría sido ridiculizado. Ya ve usted, en el ejemplo de la revista agrícola, con qué facilidad esto ocurre, y en este sentido las revistas científicas son aún más desconsideradas. Es comprensible. Los profesores tienen mucha responsabilidad ante ellos mismos, la ciencia y la posteridad, y no pueden aceptar cualquier nuevo descubrimiento. En cambio, nosotros llevamos ventaja frente a ellos. Sin embargo, prescindiré de esto y consideraré que el escrito del estudiante fue aceptado. ¿Qué sucedería? Usted sería honrado y es probable que en su profesión se beneficiase. Dirían: "Nuestros maestros de pueblo están alertas", y esta revista debería, en el caso de que las revistas tuvieran memoria conciencia, pedirle perdón públicamente. Asimismo, aparecería algún profesor bien intencionado que le gestionaría una beca. Cabe, dentro de lo posible, que intentaran llevarlo a la ciudad, allí proporcionarle un puesto en una escuela primaria y darle así la oportunidad de aprovechar los medios científicos que brinda la ciudad para continuar la investigación. Pero, con toda sinceridad, le diré que tan sólo se habría intentado. Le hubieran llamado y usted habría venido como uno más, solicitando un empleo al igual que cientos, sin ningún recibimiento triunfal; hubiesen hablado con usted, habrían reconocido su esfuerzo, pero, al mismo tiempo, habrían comprobado que es un hombre mayor, que, a su edad, iniciar un estudio científico resulta inútil y sobre todo, que el descubrimiento fue obra más de la casualidad que del trabajo de investigación y, que usted, después de este caso aislado, no piensa seguir trabajando. Entonces, por esas razones, le habrían dejado en el pueblo. No obstante, ellos continuarían trabajando en el descubrimiento, pues no es tan pequeño como para que, una vez reconocido, sea olvidado. Pero usted ya no estaría al tanto, y si recibiese algunas noticias éstas le resultarían casi incomprensibles. Cualquier descubrimiento se introduce, de inmediato, en el conjunto de la ciencia, y, en cierto sentido, deja de ser descubrimiento; se disuelve en el todo y desaparece. Enseguida se entrelaza a principios de los cuales ni siquiera teníamos noción, y en posteriores discusiones científicas se lleva hasta las nubes. ¿Cómo poder comprenderlo nosotros? Entonces habría que poseer una visión científicamente muy preparada como para reconocerlo. Por ejemplo, si escucháramos una discusión especializada creeríamos, que se habla del descubrimiento, pero ya son otros temas completamente distintos. Sin embargo, la próxima vez pensaremos que se trata de otra cosa, no del descubrimiento, pero sí, se trata de él. ¿Lo comprende? Usted hubiese permanecido en el pueblo. Con el dinero recibido podría haber alimentado y vestido un poco mejor a su familia, pero le habrían arrebatado el descubrimiento sin que pudiera oponerse, alegando algún derecho, pues sólo fue en la ciudad donde obtuvo su verdadero valor. Quizá no fuesen ingratos con usted, a lo mejor hubiesen construido, en el lugar donde se hizo el descubrimiento, un pequeño museo, que se transformaría en la atracción más interesante del pueblo. Usted sería el portero y, para que no faltaran distinciones, le darían una medallita a colgar en el pecho, como acostumbran a llevar los empleados de los museos científicos. Todo eso es posible, pero ¿es eso lo que usted deseaba?

      Sin responder a mi pregunta, el maestro dijo atinadamente: —¿Era eso lo que usted buscaba para mí?

      —Tal vez —dije—, entonces no reflexioné mucho, como para poder contestarle ahora con seguridad. Intenté ayudarle, pero fracasé y quizá es lo peor que jamás haya hecho. Por eso quiero retirarme, en la medida de mis posibilidades como si nada hubiera pasado.

      —Está bien —dijo él.

      Sacó su pipa y empezó a rellenarla con el tabaco que llevaba suelto en todos los bolsillos

      —Se ha ocupado voluntariamente del desgraciado asunto y ahora se retira también voluntariamente. ¡Todo está muy bien! —No soy obstinado —dije—. ¿Encuentra algo qué objetar a mi propuesta?

      —No, absolutamente nada —respondió y su pipa ya humeaba. No soportaba el olor de su tabaco, y levantándome comencé a pasear por la habitación. Por anteriores conversaciones, me había acostumbrado a que el maestro se mantuviera en silencio y que ya instalado no quisiera moverse de mi habitación. En más de una ocasión, aquello me había molestado. Quiere algo más de mí, pensaba entonces, y le ofrecía dinero, que él siempre aceptaba. Pero sólo se iba cuando le apetecía. Por lo general, ya se había fumado la pipa, se movía alrededor del sillón que acercaba, respetuosa y ordenadamente, a la mesa, tomaba de un rincón su bastón de nudos, me estrechaba fervientemente la mano y se iba. Pero hoy no se levantaba y su permanencia se me hizo molesta. Cuando uno se despide de alguien definitivamente, como yo lo había hecho, y el otro lo encuentra bien, entonces se debe despachar con rapidez las cuestiones pendientes y no importunar con la muda presencia. Al ver al pequeño y tenaz viejo, sentado a mi mesa, se podría pensar que ya nunca más sería posible sacarlo de la habitación.

      Un viejo manuscrito

      Pudiera decirse que el sistema defensivo de nuestra patria sufre de graves defectos. Hasta ahora no nos hemos ocupado de ellos, sino de nuestros deberes cotidianos, pero algunos acontecimientos recientes nos intranquilizan.

      Soy zapatero remendón y mi negocio da a la plaza del palacio imperial. Al amanecer, en cuanto abro mis ventanas, veo soldados armados, situados en todas las bocacalles que dan a la plaza. Pero no son nuestros soldados, sino, evidentemente, nómadas del Norte. De alguna manera que no comprendo, han arribado a la capital, la cual, sin embargo, se encuentra bastante lejos de las fronteras. Sea como fuere, allí están y cada día su número parece aumentar.

      Siguiendo su costumbre, acampan al aire libre y rechazan las casas. Se entretienen en afilar las espadas, aguzar las flechas y ejecutar maniobras ecuestres. Así, esta plaza tranquila y siempre pulcra la han convertido en una verdadera pocilga. Muchas veces intentamos salir de nuestros negocios y hacer una limpieza para, al menos, recoger la basura más gruesa. Tales limpiezas se han espaciado cada vez más, porque es trabajo inútil y, además, corremos el riesgo de que nos aplasten sus caballos salvajes o que nos golpeen con sus látigos.

      Resulta imposible hablar con los nómadas. No conocen nuestro idioma y apenas si tienen uno propio. Entre ellos se entienden igual que los grajos. Permanentemente estamos escuchando ese graznar de grajos. Nuestras costumbres e instituciones les son tan extrañas como faltas de interés y, por tanto, no se interesan, en lo más mínimo, por comprendernos cuando intentamos comunicarnos con ellos por señas. Podemos dislocarnos la mandíbula y las muñecas con los muchos ademanes que les hacemos, pero ellos no entienden nada y nunca entenderán. Con frecuencia hacen muecas; entonces ponen los ojos en blanco y la espuma les corre por la boca, pero con eso nada quieren decir ni tampoco causar temor. Simplemente es una costumbre en ellos. Si tienen necesidad de algo lo roban, sin emplear la violencia. Sencillamente se apoderan de las cosas; uno se aparta y se las cede.

      De mi tienda también han tomado excelentes mercancías, pero no puedo quejarme si comparo, por ejemplo, con lo que le sucede al carnicero. En cuanto llega su mercadería, ellos se la llevan y enseguida se la comen. Asimismo, sus caballos devoran carne. Con frecuencia, se ve a un jinete al lado de su caballo, comiendo los dos del mismo trozo de carne, cada cual de una punta. Como hombre cobarde, el carnicero es incapaz de suspender los pedidos de carne.

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