Blumfeld, un solterón y otros cuentos. Franz Kafka
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Sin responder a mi pregunta, el maestro dijo atinadamente: —¿Era eso lo que usted buscaba para mí?
—Tal vez —dije—, entonces no reflexioné mucho, como para poder contestarle ahora con seguridad. Intenté ayudarle, pero fracasé y quizá es lo peor que jamás haya hecho. Por eso quiero retirarme, en la medida de mis posibilidades como si nada hubiera pasado.
—Está bien —dijo él.
Sacó su pipa y empezó a rellenarla con el tabaco que llevaba suelto en todos los bolsillos
—Se ha ocupado voluntariamente del desgraciado asunto y ahora se retira también voluntariamente. ¡Todo está muy bien! —No soy obstinado —dije—. ¿Encuentra algo qué objetar a mi propuesta?
—No, absolutamente nada —respondió y su pipa ya humeaba. No soportaba el olor de su tabaco, y levantándome comencé a pasear por la habitación. Por anteriores conversaciones, me había acostumbrado a que el maestro se mantuviera en silencio y que ya instalado no quisiera moverse de mi habitación. En más de una ocasión, aquello me había molestado. Quiere algo más de mí, pensaba entonces, y le ofrecía dinero, que él siempre aceptaba. Pero sólo se iba cuando le apetecía. Por lo general, ya se había fumado la pipa, se movía alrededor del sillón que acercaba, respetuosa y ordenadamente, a la mesa, tomaba de un rincón su bastón de nudos, me estrechaba fervientemente la mano y se iba. Pero hoy no se levantaba y su permanencia se me hizo molesta. Cuando uno se despide de alguien definitivamente, como yo lo había hecho, y el otro lo encuentra bien, entonces se debe despachar con rapidez las cuestiones pendientes y no importunar con la muda presencia. Al ver al pequeño y tenaz viejo, sentado a mi mesa, se podría pensar que ya nunca más sería posible sacarlo de la habitación.
Un viejo manuscrito
Pudiera decirse que el sistema defensivo de nuestra patria sufre de graves defectos. Hasta ahora no nos hemos ocupado de ellos, sino de nuestros deberes cotidianos, pero algunos acontecimientos recientes nos intranquilizan.
Soy zapatero remendón y mi negocio da a la plaza del palacio imperial. Al amanecer, en cuanto abro mis ventanas, veo soldados armados, situados en todas las bocacalles que dan a la plaza. Pero no son nuestros soldados, sino, evidentemente, nómadas del Norte. De alguna manera que no comprendo, han arribado a la capital, la cual, sin embargo, se encuentra bastante lejos de las fronteras. Sea como fuere, allí están y cada día su número parece aumentar.
Siguiendo su costumbre, acampan al aire libre y rechazan las casas. Se entretienen en afilar las espadas, aguzar las flechas y ejecutar maniobras ecuestres. Así, esta plaza tranquila y siempre pulcra la han convertido en una verdadera pocilga. Muchas veces intentamos salir de nuestros negocios y hacer una limpieza para, al menos, recoger la basura más gruesa. Tales limpiezas se han espaciado cada vez más, porque es trabajo inútil y, además, corremos el riesgo de que nos aplasten sus caballos salvajes o que nos golpeen con sus látigos.
Resulta imposible hablar con los nómadas. No conocen nuestro idioma y apenas si tienen uno propio. Entre ellos se entienden igual que los grajos. Permanentemente estamos escuchando ese graznar de grajos. Nuestras costumbres e instituciones les son tan extrañas como faltas de interés y, por tanto, no se interesan, en lo más mínimo, por comprendernos cuando intentamos comunicarnos con ellos por señas. Podemos dislocarnos la mandíbula y las muñecas con los muchos ademanes que les hacemos, pero ellos no entienden nada y nunca entenderán. Con frecuencia hacen muecas; entonces ponen los ojos en blanco y la espuma les corre por la boca, pero con eso nada quieren decir ni tampoco causar temor. Simplemente es una costumbre en ellos. Si tienen necesidad de algo lo roban, sin emplear la violencia. Sencillamente se apoderan de las cosas; uno se aparta y se las cede.
De mi tienda también han tomado excelentes mercancías, pero no puedo quejarme si comparo, por ejemplo, con lo que le sucede al carnicero. En cuanto llega su mercadería, ellos se la llevan y enseguida se la comen. Asimismo, sus caballos devoran carne. Con frecuencia, se ve a un jinete al lado de su caballo, comiendo los dos del mismo trozo de carne, cada cual de una punta. Como hombre cobarde, el carnicero es incapaz de suspender los pedidos de carne.