Las parábolas del Evangelio. San Gregorio Magno

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Las parábolas del Evangelio - San Gregorio Magno Neblí

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a nosotros, que hemos soportado todo el peso del día y del calor». Han soportado todo el peso del día y del calor todos aquellos que, al principio del mundo, por cuanto se vivía más, soportaron más prolongadas tentaciones de la carne. El sufrir cada uno el peso del día y del calor, es lo mismo que fatigarse por todo el tiempo de su vida con el calor de su carne.

      Mas puede preguntarse: ¿Cómo se dice que murmuraron los que, si bien tarde, fueron llamados al reino? Ninguno que murmure puede recibir el reino de los cielos; ninguno que reciba este reino puede murmurar. Mas como los padres antiguos, que existieron antes de la venida de Jesucristo, no fueran llevados al reino, aun cuando vivieran santamente, si no hubiera bajado el que había de abrir las puertas del paraíso por medio de su muerte; su murmuración consistiría en que habían vivido santamente por recibir el reino y, sin embargo, se les dilataba el tiempo de recibirle. Los que después de haber practicado la justicia fueron al limbo de los justos, estos trabajaron verdaderamente en la viña y murmuraron. Puede decirse que reciben el mismo denario después de la murmuración, los que han llegado al reino después de haber pasado largo tiempo en el limbo. Nosotros, los que venimos a trabajar en la viña a la hora undécima, no murmuramos después del trabajo y recibimos el denario; porque, después de la venida de nuestro Mediador, los que nacemos en este mundo somos llevados al reino inmediatamente que quedamos libres de este cuerpo, y le recibimos sin tardanza alguna, siendo preferidos a los antiguos padres, los cuales no le recibieron hasta después de haber transcurrido mucho tiempo. De aquí que el Padre de familia diga: «Quiero dar a este último lo mismo que a ti». Como la participación de su reino es efecto de la bondad de su voluntad, con mucha razón continúa: «¿No me es lícito hacer lo que quiero?». Murmuración necia es la del hombre contra la benignidad de Dios. No hay que quejarse si no da lo que no debe, sino cuando no diera lo que debe. De aquí que continúe el Señor con mucha oportunidad: «¿Acaso es tu ojo malo porque yo sea bueno?». Ninguno se engría por sus obras buenas, ni por el tiempo que ha empleado en practicarlas, pronunciando la Verdad esta sentencia: «De esta manera los últimos serán los primeros y los primeros, los últimos». Ved pues que, aunque sabemos cuántas cosas buenas hemos practicado, ignoramos todavía la escrupulosidad con que las examinará el justo juez. Del modo que sea, debemos gozarnos sobremanera de ser aún los últimos en el reino de Dios.

      Muchos tales estáis viendo en la Iglesia, cuya vida no debéis imitar, ni tampoco desesperar de ellos. Hoy vemos lo que son, pero ignoramos lo que será cada uno en el día de mañana. A veces el que vemos que viene detrás de nosotros, llega por su industria y agilidad a adelantarnos en las buenas obras, y apenas podemos seguir mañana al que nos parecía aventajar ayer. Cuando san Esteban moría por la fe, Saulo guardaba los vestidos de los que le apedreaban. Por consiguiente, Saulo le apedreó por mano de todos, porque dejó completamente desembarazados a los demás para que tirasen piedras; y sin embargo, precedió en los trabajos de la Iglesia al mismo san Esteban, a quien hizo mártir con su persecución. Dos cosas hay sobre todo en las que debemos pensar con muchísimo cuidado. La primera es que, como son muchos los llamados y pocos los escogidos, ninguno presuma de sí, porque, aunque ha sido llamado a la fe, ignora si es digno del reino eterno. La segunda es que nadie se atreva a desesperar del prójimo, al que ve tal vez sumido en los vicios, porque sabe cuáles son las riquezas de Dios.

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