Betty. Tiffany McDaniel
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Sacó la mazorca de maíz de la carretilla y la lanzó encima del cuerpo de Corncob.
—¿Crees que el perro pensó que yo lo envenené? —preguntó Flossie mientras llenábamos la tumba.
—Le hiciste una cama y le diste de comer panecillos con salsa. No pensaría que una niña que hace eso sería capaz de envenenarlo —dije.
Me miró a los ojos.
—¿Crees que le dolió cuando murió, Betty?
Me acordé del charco de saliva espumosa que habíamos encontrado debajo de la boca del perro. Negué rápido con la cabeza. Ella pareció quedar satisfecha.
—Deberíamos marcharnos —dije antes de que pudiese preguntarme algo más.
Cuando regresamos al granero, papá estaba dentro buscando más clavos para terminar los viveros que estaba construyendo con ventanas viejas.
—¿Qué andáis haciendo, pareja? —preguntó cuando se detuvo a mirar la pala situada en medio de las dos.
—Han atropellado a un pavo salvaje en Shady Lane —contesté—. Lo hemos llevado al bosque para enterrarlo como tú siempre haces cuando ves un animal muerto.
—No es de recibo dejarlos donde pueden seguir arrollándolos —dijo—. ¿Cómo habéis conseguido levantar un animal tan pesado las dos solas?
—Lo hemos hecho entre las dos —respondió Flossie antes de que yo pudiese hablar.
—Pues habéis hecho lo correcto con el pavo. La tierra se acordará.
Papá cogió una lata de clavos y se volvió para marcharse.
—¿Y si hay una maldición? —pregunté, y mi padre se paró en seco—. ¿Y si el perro…?
Flossie me dio un codazo.
—O sea, el pavo. —Evité la mirada de papá—. ¿Y si el pavo muerto es el primero?
—¿El primer qué? —inquirió él.
—El primero de nosotros que desaparece. Como los Peacock.
—A los bichos los atropellan todos los días en la carretera, Betty. No es magia.
Mientras papá daba martillazos, Flossie y yo nos fuimos al Quinto Pino, donde ella tenía el caparazón de tortuga roto. Nos tumbamos las dos juntas mirando al cielo. No dijimos nada. Nos limitamos a pasarnos el caparazón de la una a la otra, deslizando los dedos por la grieta hasta que cerramos los ojos.
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