Betty. Tiffany McDaniel

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Betty - Tiffany McDaniel Sensibles a las Letras

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Estaba preguntándole a la tierra de dónde venía y diciéndole de dónde venía yo. Todo ello me hizo volver al ginseng, cuya bendición solicité justo antes de abrir los ojos.

      Vi a papá mirándome con una sonrisa en los labios.

      —Vamos a empezar, Betty —dijo.

      Primero cogió los frutos rojos de la planta y los echó en mi mano. Empleando el destornillador que llevaba en el bolsillo, cavó en torno a las raíces hasta que se desprendieron y se aseguró de mantener todos los pelillos intactos al sacar el ginseng. Eligió una bolita de su bolso. La estrujó antes de echarla al agujero.

      —Bueno, Pequeña India. —Se volvió hacia mí—. Ahora pon la semilla.

      Aplasté con cuidado los frutos de ginseng antes de echarlos al agujero de la misma manera que él había estrujado la bolita. Los frutos contribuirían a la estabilidad de la población de ginseng. La bolita era la aportación de papá por la bendición de la Madre Naturaleza.

      —Hemos dado gracias a la tierra —dijo, llenando el agujero.

      En el trayecto de vuelta a casa con la cosecha, papá arrancó una pequeña tira de la corteza de un tulípero. Volvimos al garaje, que él había estado transformando en su taller botánico. Ya había construido una encimera y una estantería nueva en la pared del fondo. En el rincón había una pequeña cocina de leña que había instalado y en la que preparaba infusiones o decocciones que luego guardaba en los frascos alineados en la encimera.

      —Necesito el diente.

      Alcanzó la lata situada hacia el fondo de la encimera. Dentro estaba el diente de la serpiente de cascabel que le había mordido al sacarla de mi cuna cuando yo era un bebé.

      —El espíritu de la serpiente de cascabel está en este diente —dijo papá—. Un espíritu que estuvo a punto de matarme cuando el colmillo de la serpiente se clavó en mi carne. Es un espíritu que tiene mucho poder. Sss, sss —silbó, imitando a la serpiente de cascabel.

      Sacudí su sonajero de calabaza mientras él llenaba una cazuela de agua del cubo del suelo.

      —Siempre agua del río —puntualizó—. Acuérdate, Betty.

      Se puso a dar vueltas al diente de serpiente en su boca y lo asomó por encima del labio hasta que yo rompí a reír. A continuación, llevó la cazuela de agua a la cocina.

      —Tiene que estar caliente como el sol —especificó.

      Mientras él metía más troncos en la cocina para encender lumbre, yo dejé el sonajero de calabaza para coger una rama de pino. La sumergí en el agua y me espolvoreé las gotitas en la frente.

      —Siempre agua del río —repitió él mientras molía la raíz de ginseng con el martillo.

      Puso la raíz y las hojas, acompañadas de un trozo de corteza de tulípero, a hervir en el agua y les añadió unas hojas de ginseng partidas para que flotasen por encima.

      Sacó dos vainas secas de acacia de tres espinas de una lata y las echó al agua hirviendo. Las vainas endulzarían el líquido. Supuse que la bebida estaba destinada a alguien que no toleraba el sabor amargo. Mientras removía la mezcla, siguió con la lección.

      —Para el resfriado, la Prunus virginiana.

      —Perú… ñus… —traté de repetir el nombre lo mejor que pude.

      —El nombre común es cerezo de Virginia.

      —Bueno para el resfriado —dije, y él asintió con la cabeza.

      —Para la fiebre —añadió—, Castanea pumila.

      —Casca…

      —Castanea pumila. Nombre común, castaño enano.

      Hizo una pausa para mirar la telaraña del rincón.

      —¿Sabes que puedes utilizar una telaraña para que una herida deje de sangrar? —me preguntó—. Acuérdate de todo esto, Betty.

      Se apartó del agua hirviendo para coger una lata de puntas de flecha. Eligió una del color de la arenisca y la echó en la cazuela.

      —Así la fuerza de la punta de flecha pasará al líquido —explicó.

      Escuché cómo la punta de flecha repiqueteaba sin parar contra el fondo de la olla en el agua hirviendo.

      —Aprendo más contigo, papá —dije—, que en un colegio inútil.

      Con la ayuda de un cazo, sirvió la mezcla hirviendo en una taza de madera y la dejó en la encimera para que se enfriase.

      —Si no vas al colegio, ellos ganan, Betty —dijo—. Ganan porque para ganar la guerra solo han tenido que hacerte caer.

      Se sacó el diente de la serpiente de la boca y lo sujetó entre nosotros.

      —Es como cuando me mordió la serpiente de cascabel —continuó—. Pensé que me había vencido, pero lo que me mordió me hizo más fuerte. Ahora te están mordiendo a ti.

      Me cogió la mano en la suya y me pinchó en la palma con el colmillo.

      —Ay.

      Me aparté bruscamente.

      —Tienes que sobrevivir a ello, Betty.

      —No puedo. —Me froté la palma—. No soy fuerte como tú.

      —Eres fuerte. Tienes que recordártelo. —Cogió la taza de madera—. Por eso te he preparado esto.

      —Solo es ginseng.

      —Y una punta de flecha —me corrigió él—. Que la convierte en la bebida de un guerrero.

      Me dio la taza, todavía caliente por los lados. Miré el líquido marrón y entorné los ojos para evitar el vapor.

      —Me quemará la boca —protesté.

      —Ya se ha enfriado.

      Clavando los ojos en el líquido, observé cómo daba vueltas antes de llevarme la taza a los labios y sorber despacio el brebaje caliente. Bebí hasta que solo quedaron la punta de flecha y el trozo de corteza.

      —¿Notas el espíritu dentro de ti? —preguntó papá.

      —Noto tierra en los dientes.

      Me los lamí y dejé la taza.

      —Pero ¿notas el espíritu, Pequeña India?

      —No sé. —Lo miré fijamente a los ojos—. ¿Cómo puedo saberlo?

      —Te lo enseñaré. —Me cogió de la mano y, teniendo cuidado con la pierna mala, se puso a saltar. Rompió a reír como si nunca se lo hubiese pasado tan bien—. Si te quedas quieta, Betty, te perderás algo extraordinario.

      Al principio salté solo un poco,

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