Betty. Tiffany McDaniel

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Betty - Tiffany McDaniel Sensibles a las Letras

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del aula—. Puedes marcharte.

      —Voy a buscarte un buen sitio —dijo él, formando un telescopio con las manos y enfocando al otro lado del aula.

      La clase era pequeña, pero él hizo como si inspeccionase cuarenta hectáreas.

      —Papá. —Le tiré del brazo—. Allí hay uno.

      Señalé el pupitre vacío situado junto a las ventanas abiertas. Él me levantó como cogía a Lint y me llevó en brazos al asiento. Miré fijamente a la maestra durante todo el recorrido. Era más joven de lo que me había figurado. Me la había imaginado con un moño canoso, unos mocasines con los tacones destrozados y un broche en el cuello de la blusa como Flossie siempre me describía a sus maestras. Sin embargo, la mía no parecía mucho mayor que Fraya. Llevaba tacones y, en lugar de un broche, tenía el cuello del vestido de lunares abierto.

      —Puedo ir yo sola, papá. —Me escapé de sus brazos y me senté enseguida, tratando de esconderme detrás del pupitre—. Bueno, papá. Ya puedes volver a casa.

      Él le dijo a la maestra que le gustaría hablar con ella. La joven se tocó el rizo de pelo rubio rojizo a la altura de la sien antes de reunirse con mi padre en el pasillo.

      El niño del asiento de delante se dio la vuelta para mirarme a mí. Tenía el cabello castaño tieso y unos ojos muy juntos.

      —¿Cómo te llamas? —me preguntó.

      —Betty.

      Hizo una mueca.

      —Hablas raro —dijo.

      —Tú hablas más raro —le repliqué.

      —También tienes cara rara —dijo—. Como tu viejo.

      —Tú eres el que tienes cara rara. —Fruncí el entrecejo—. Y mi papá no es viejo. Es mi papá.

      El niño se relamió mientras me estudiaba.

      —Nunca había visto a una como tú, sin contar en el cine —dijo.

      —Hay muchas niñas en clase. —Las señalé—. Ahí. Ahí. Ahí…

      Mi dedo se posó en Ruthis. Me miraba fijamente.

      —Anda, ya sé que hay niñas en clase. —El niño se dio la vuelta por completo para apoyar los brazos en mi pupitre y ponerse de cara a mí—. Me refiero a que nunca había visto a una de color.

      —Y yo no había visto nunca a alguien con el culo donde debería tener la cara, pero como no te des la vuelta ahora mismo, voy a sacar la navaja de mi papá y a cortarte en trocitos para mandarte en una caja con forma de corazón a la fea de tu mamá. Entonces tendrá que escribir cartas a toda la familia para decirles en qué te has convertido y llorará y llorará hasta que tengan que sacrificarla como a un perro rabioso.

      —Niña.

      La voz de la profesora me sobresaltó.

      El niño rio por lo bajo y se dio la vuelta.

      —Niña —repitió—, aquí no hablamos de esa forma.

      Alcé la vista y vi el ceño fruncido en su cara menuda.

      —¿Qué le ha dicho mi papá? —le pregunté.

      —Cuando te dirijas a mí, me llamarás señora.

      —Bueno, ¿qué le ha dicho mi papá, señora?

      —Que eres Betty Carpenter y que eres una tunanta.

      —Él no diría eso.

      —Pues lo ha dicho. —Cogió la regla de su escritorio y golpeó con ella contra la palma de su mano—. Ha dicho que eres una tunanta y que tengo que vigilarte porque si no te escaparás. —Movió dos dedos por el aire remedando unas piernas—. Pero vosotros tenéis tendencia a ser embusteros, ¿verdad?

      Se acercó y me pasó un dedo por el brazo descubierto. Se miró el dedo como si esperase que se le hubiera manchado.

      —¿Por qué tiene la piel tan oscura, señora? —preguntó una niña en el otro extremo de la clase.

      —Porque se la engrasa —contestó la maestra.

      —No es verdad —dije.

      —Sí que lo es. —La profesora se plantó por encima de mí—. Te la engrasas y te pasas todo el día haraganeando al sol sin hacer nada y volviéndote más haragana y más morena.

      —Yo no me engraso la piel.

      —Mientes.

      Me golpeó el dorso de las manos con la regla. Se me llenaron los ojos de lágrimas, pero no quería que me viese llorar.

      —Le contaré a mi padre que me ha pegado —le dije.

      —Si lo haces, mandaré que traigan a tu padre a rastras y él también se llevará una zurra.

      —No es verdad.

      —¿Ah, no? Ponme a prueba, niña, y verás lo que pasa.

      Se dio un golpecito en la palma de la mano con la regla y empezó a explicar la diferencia entre los jejenes que picaban y los genes de la herencia.

      —¿Sabes lo que es el mestizaje?

      Pronunció la palabra como si fuese un pecado.

      Negué con la cabeza.

      —Significa que la unión de los genes de tu padre y los de tu madre es antinatural —dijo—. Es como mezclar virutas de madera con leche y vendérselas al público. ¿Te gustaría beber una taza de leche que tuviera virutas, Betty?

      No, señora Flecha.

      —Sería muy desagradable. ¿No estás de acuerdo, Betty?

      Sí, señora Espada.

      —¿Y también estarás de acuerdo, mi pequeña piel roja, en que tú y tus hermanos sois las virutas de nuestra leche fresca, cremosa y deliciosamente nutritiva?

      Sí, señora Navaja en mi Barriga.

      Me tapé la cara con las manos. Cuando llegó el recreo, fue un alivio salir y estar lejos de mis compañeros de clase. Mientras ellos jugaban en los columpios y daban vueltas en el carrusel, yo me adentré en la alta hierba que crecía al lado del edificio. Era el único sitio del colegio que me recordaba mi casa.

      —Qué rara es.

      Me volví hacia la voz y vi a un grupo de niños junto a las barras para trepar. Todos me miraban. Ruthis estaba entre ellos.

      —¿No vas a jugar en las barras? —me preguntó uno de los niños—. A los monos os gustan mucho. Mona, mona, mona.

      Miré a Ruthis dudando de si se acordaba de la pelota roja que nos habíamos pasado. Estaba a punto de

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