Betty. Tiffany McDaniel

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Betty - Tiffany McDaniel Sensibles a las Letras

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      La niña se dio la vuelta hacia ellas.

      Me arrodillé y le dije a la hierba:

      —De todas formas, no quiero ser su amiga. Prefiero ser amiga tuya.

      Pasé las manos sobre las altas briznas.

      Me disponía a decirle a la hierba lo bonita que era cuando vi un ojo recién tallado en un árbol al lado de donde papá había aparcado antes.

      —El Ojo Fantástico de Antaño.

      Corrí hasta él.

      La talla me recordaba los ojos que papá ponía a sus creaciones de madera, pero quise creer que ese ojo en concreto no era obra de su navaja. Cuando me incliné para mirar cada una de las cinco pupilas del ojo, me empujaron por detrás. Estiré los brazos mientras caía, pero no encontré a nadie que me ayudase. El pecho me rebotó contra el suelo. Antes de poder levantar la cabeza, alguien me subió la falda mientras dos niños me sujetaban los brazos.

      —Basta —grité cuando me bajaron las bragas hasta las rodillas.

      —No tiene —oí decir a una voz.

      Los dos que me sujetaban me soltaron. Me subí rápido las bragas y cuando me di la vuelta vi que quien me las había bajado había sido Ruthis.

      —No tiene ninguna —terció otra voz detrás de ella.

      —¿Que no tengo qué?

      Me levanté deprisa. Las lágrimas me ardían como fuego en las mejillas.

      —Cola. —Ruthis apartó la vista—. Ellos me lo han mandado.

      —¿Por qué pensabais que tenía cola? —pregunté, agarrándome la falda por si se repetía la escena—. No soy un perro ni un gato.

      —La gente como tú tiene cola —dijo un chico.

      —Todo el mundo lo dice —añadió otro.

      —Idiotas —les espeté—. No tengo cola.

      La profesora del recreo tocó el silbato y empezó a llamar a todos los alumnos a las clases. El grupo se disolvió. Ruthis fue la última en marcharse y me dejó sola. Me volví para mirar el ojo tallado.

      —¿Ves lo que me han hecho? —le grité, pues tenía que gritarle a algo—. No has hecho nada.

      Cogí una piedra, se la tiré y le di en las cinco pupilas. Como no podía hacer nada más, volví al colegio sin despegar las manos de la falda durante todo el recorrido por miedo a correr la misma suerte que antes.

      Aunque ninguno de mis compañeros de clase había visto que yo tuviese cola, cuando volvimos a los pupitres todo el mundo murmuraba sobre su aspecto.

      —Está llena de pelo negro y es como mi pulgar de larga —dijo una niña.

      Apoyé la cabeza sobre el pupitre el resto de la jornada. Cuando sonó el timbre que avisaba del final de las clases, pasé corriendo por delante de los autobuses escolares. Vi a Flossie hablando con un grupo de niñas que parecían sus mejores amigas. Fraya andaba entre el grupo de alumnos de primero. Yo sabía que me estaba buscando.

      Me metí en el bosque lo más rápido que pude para volver a casa. Cuando llegué, papá estaba poniendo una estantería contra la pared del fondo.

      —Me has obligado a ir a un sitio horrible —le recriminé.

      Salí corriendo, pero él me alcanzó en el jardín y me dijo que me calmase.

      —Te odio.

      Le golpeé con mis pequeños puños.

      —Tranquila —dijo atrayéndome hacia él.

      Sepulté la cara contra su hombro y lloré.

      —Han dicho que tengo cola, pero no es verdad. No tengo.

      —Pues claro que no tienes, Pequeña India.

      Me convenció de que levantase la cara de su hombro. Me quitó las lágrimas de la mejilla con los dedos como si quitase garrapatas de ciervo.

      —Iba a ir al bosque a por ginseng —dijo—. ¿Quieres venir?

      Me sequé la nariz en la manga de su camisa antes de asentir con la cabeza.

      —Espera, voy a buscar el bolso.

      Entró en el garaje para coger su bolso con cordón lleno de bolitas que había confeccionado con ramas.

      —¿Lista? —preguntó.

      Me ofreció la mano y nos adentramos en el bosque los dos juntos. Él iba señalando los árboles a medida que pasábamos por delante.

      —Ese de ahí es un viburno negro, Betty. Es originario de Ohio. Los pájaros se comen sus frutos en verano. Y ese es un cedro rojo de Virginia. Fíjate en que tiene la corteza raspada. Eso quiere decir que un ciervo ha estado aquí restregando los cuernos. Cuando vayas a recoger corteza (venga, haz memoria, Betty), ¿por dónde tienes que quitarla?

      —Por el lado que le da el sol —contesté.

      —Exacto. ¿Y qué raíces tienes que coger siempre?

      —Las que apuntan al este.

      —Muy bien.

      —¿Lo ves? Lo sé todo. No hace falta que vuelva al colegio. Di que no tengo que volver, papá. —Le tiré de la mano—. Por favor.

      —Ah, ya hemos llegado.

      Se separó de mí y echó a andar hacia los chirimoyos de Florida, donde al ginseng le gustaba crecer.

      Dejando atrás las plantas jóvenes del pie de la colina, papá subió por la escarpada ladera hasta las plantas más maduras, que ya estaban listas para su recogida.

      —Ayúdame a encontrar un ginseng que tenga tres puntas —me dijo—. Así sabremos que no es su primer año.

      Busqué entre las plantas hasta que encontré tres puntas. Tuve cuidado de contarlas en voz alta.

      —Eso es —dijo papá—. Eres una buscadora de ginseng como la copa de un pino.

      A pesar del dolor de su pierna derecha, se arrodilló porque consideraba que eso era lo que tenía que hacer. Formaba parte de un ritual consistente en pedir permiso al ginseng antes de poder arrancarlo. Me puse de rodillas a su lado mientras él cerraba los ojos y empezaba a mover los labios en silencio. Observé cómo lo hacía. Tenía las cejas muy fruncidas; su concentración se apreciaba en la forma en que inclinaba la cabeza hacia la tierra y no hacia el cielo. Me preguntaba si algún día yo podría hablar con la naturaleza tan íntimamente como él.

      Lo imité cerrando los ojos y apoyando las manos en el suelo. Al principio no sabía qué decir, de modo que me limité a sentir. La tierra blanda que se deslizaba entre mis dedos. La luz cálida del sol en mis hombros.

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