Betty. Tiffany McDaniel
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—Es la acacia de tres espinas y el arbusto de la pimienta —le indicó papá—. Le vendrá bien para la tos.
—¿A qué sabe? —quiso saber la mujer.
—No importa a qué le sabe a usted —dijo papá—. Lo que importa es a qué le sabe a la serpiente. Por eso tose. Tiene una serpiente aquí mismo —añadió, tocándole la garganta—. Y a la serpiente, esa bebida le sabrá muy bien. Tanto, en realidad, que querrá salir de dentro de usted. Si nota que le ocurre eso, vaya al río y deje que le venga el vómito. El agua apaciguará la furia de la tos y refrescará el ardor de la serpiente.
—Ya me habían avisado de que usted podía decir cosas raras como esas —declaró.
—Me parece que una dosis de historias favorece el efecto del remedio —contestó él.
Cuando la mujer se marchó, me metí a hurtadillas en el granero y subí al pajar. Saqué el bloc y el lápiz del bolsillo de la falda y empecé a escribir. Segundos más tarde, oí que Lint preguntaba a papá por qué se movían las huellas del granero.
—No se mueven, hijo —dijo papá mientras sus voces llegaban al granero.
—Sí se m-m-mueven —repuso Lint sacando una piedra del bolsillo.
La lanzó y le dio al granero antes de volver corriendo a casa, donde Trustin estaba dibujando en el porche.
—¿Betty? —me llamó papá—. Sé que estás aquí. Te he visto cruzar el jardín.
—No, no me has visto —dije, echándome hacia atrás—. No estoy aquí.
La escalera de mano del pajar se movió bajo el peso de mi padre cuando empezó a subir.
—¿Por qué no estás en el colegio? —preguntó.
—No quiero ir. —Siseé como una serpiente arrinconada—. ¿Y si me hacen respirar el último aliento de un hombre moribundo?
—No te harán eso, Betty.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque yo no se lo permitiré.
Para entonces había llegado a lo alto de la escalera y me ofrecía la mano.
—Venga, vamos —dijo—. No puedes esconderte en los pajares, Pequeña India. Así nunca tendrás una educación. Y si no tienes educación, la gente podrá decirte que eres más tonta que una piedra. ¿Quieres que te digan que eres más tonta que una piedra?
Negué con la cabeza.
—Pues venga —dijo—. Te llevo.
Mientras yo bajaba por la escalera, me explicó lo mucho que iba a divertirme en el colegio.
—Si tan divertido es, ¿por qué no vas tú? —le pregunté, saltando del último peldaño al suelo.
—Fui cuando era niño, pero tuve que dejarlo en tercero para trabajar en el campo y ganarme el pan. ¿Sabes la suerte que tienes de poder ir al colegio? En nuestra familia nadie ha terminado la secundaria. Fraya será la primera. Flossie será la siguiente. Y luego tú y los chicos. No desaproveches la oportunidad, Pequeña India. —Me rodeó con el brazo cuando salimos del granero—. Y harás muchos amigos.
—No es verdad. Me preguntarán por qué soy distinta. Siempre me lo preguntan.
—Pues diles lo que siempre les dices. Que eres…
—Cheroqui, ya. —Agaché la vista mientras nos dirigíamos al coche—. No quiero ir y punto.
—Si no vas —dijo él—, no podrás encontrar el Ojo Fantástico de Antaño.
—¿Qué Ojo Fantástico de Antaño? —pregunté.
—El que un anciano cheroqui talló hace mucho para los niños que tenían que ir al colegio. Ese anciano quería hacer un ojo que no hubiese sido creado antes. Uno con cinco pupilas y un iris como el río. Siempre en movimiento, siempre sorprendente bajo la superficie. Pero solo los niños como tú pueden verlo.
—¿Los niños como yo? —inquirí.
—Los cheroquis —dijo él.
—¿Y qué tiene de especial ese ojo?
—Cuando lo mires, verás todo lo que añoras de casa.
—¿Todo? —Lo miré—. ¿A ti también?
—Todo. A mí también.
Imaginándome el ojo, me adelanté a él dando brincos y subí a la Rambler. Papá diría más adelante que durante todo el trayecto en coche tuve una sonrisa en la cara, pero a medida que nos acercábamos al colegio, me iba poniendo cada vez más nerviosa.
Cuando mi padre aparcó junto a una hilera de árboles, bajé del vehículo esperando a que se fuese. En cambio, se bajó conmigo.
—Puedo ir sola —dije.
—Sí, ya sé lo que harás —contestó él—. Encontrarás otro pajar o una cueva en las montañas para esconderte.
—Una cueva —murmuré—. ¿Por qué no se me habrá ocurrido?
Papá abrió la puerta y entramos en el colegio. A diferencia del exterior de ladrillo beis, por dentro era todo de madera oscura, un detalle que resaltaba las lámparas de porcelana blancas. El pasillo estaba vacío. En la parte exterior de cada puerta había un letrero sujeto con cinta adhesiva que identificaba al profesor y el curso de cada clase.
—Ah, aquí es —dijo papá cuando encontró el letrero del primer curso.
Llamó suavemente a la puerta, pero no dio la oportunidad a que la abriesen desde dentro antes que él. La puerta estaba al fondo de la clase. Todos se volvieron para mirarnos. Algunos niños se echaron a reír mirando a mi padre. Yo los observé tratando de entender qué podía resultarles tan gracioso.
—¿Puedo ayudarle? —preguntó la maestra.
—Mi hija aquí presente está lista para asistir a su primer día de clase. —Papá me dio un empujoncito para que avanzase—. Le hace mucha ilusión, aunque no quiere reconocerlo. Se ha cepillado el pelo y todo.
Los niños empezaron a susurrar entre ellos.
—Pero mira cuántos niños —dijo papá dirigiéndose a la clase mientras metía la mano en el bolsillo y sacaba un caramelo de menta.
Lo rompió golpeándolo con el puño contra un pupitre; cada golpe nos daba un susto.
—Un trocito para cada uno —les dijo, dividiendo el caramelo en suficientes pedazos que hizo circular a continuación. Algunos trozos eran diminutos.
—Niños. —La maestra dio unas palmadas—. No comáis ese caramelo.
—Solo es un caramelo —le aseguró papá.