Betty. Tiffany McDaniel
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Читать онлайн книгу Betty - Tiffany McDaniel страница 16
—Podrían ser de una persona a la que dispararon dos veces —propuso Fraya—. Y a lo mejor los disparos no le dieron a nadie. No hay cadáveres.
—Fueron asesinados —terció Flossie—. Probablemente no con una pistola. El asesino debió de usar un hacha.
Flossie chilló y se abalanzó sobre mí con los brazos en alto. La empujé hacia atrás justo cuando Leland asomaba la cabeza en la habitación.
—¿Vas a quedarte? —le preguntó mamá.
—Quiero ir a un par de sitios antes de volver con el Tío Sam.
Se apoyó en el marco de la puerta hincando los talones de las botas e inclinando la barbilla sobre el pecho.
—Bueno, no me extraña que no quieras quedarte —dijo mamá—. Esto no es precisamente una casa, considerando que puedes ver la tierra a través del suelo y el cielo a través del techo. —Inspiró bruscamente antes de añadir—: Por lo menos sabemos dónde han estado jugando los demonios todo este tiempo.
Sacudió la cabeza al salir.
Leland aprovechó la oportunidad para entrar en la habitación y dar puntapiés a las chapas mientras Fraya se recostaba contra los agujeros de bala.
—¿Te gusta el joyero, Fray? —inquirió Leland—. Lo has dejado en el porche.
Al ver que Fraya no le contestaba, bajó la voz para preguntarle:
—¿Preferirías que te hubiese comprado un pijama?
Ella abrazó la caja de mi pijama contra el pecho.
—Solo se lo estoy sujetando a Betty —dijo.
Él se volvió hacia mí y Flossie.
—Vosotras dos, largaos —nos mandó.
—Pero es nuestro cuarto —protesté.
Él estuvo a punto de arrancarme el brazo al sacarme al pasillo y empujó a Flossie detrás de mí. Cerró la puerta de un portazo antes de que pudiésemos volver a entrar. Tiré del pomo, pero él tenía la mano al otro lado, de modo que empecé a aporrear la puerta con mis pequeños puños.
—No vale la pena, Betty. —Flossie entrelazó su brazo con el mío—. Vamos a ver el resto de la casa.
Atravesamos el pasillo. En lugar de contar los escarabajos muertos que crujían bajo nuestros pies como hacía Flossie, yo pensé en la última vez que habíamos visto a Leland. Papá había plantado un huerto en la casa de alquiler en la que vivíamos. En el huerto había varias hileras de maíz. Papá siempre nos decía que cuando una mazorca de maíz estaba madura, la barba se secaba y la hoja se oscurecía.
—Hay gente que abre las hojas para ver los granos —decía papá—. No lo hagáis nunca porque si no está maduro, tendréis que dejar la mazorca en el tallo. Pero como ya habéis abierto las hojas, los bichos podrán entrar y estropear los granos.
A pesar del consejo, Leland abrió unas mazorcas de maíz que sabía que no estaban maduras.
—Estás estropeando el maíz, hijo —le dijo papá.
Al ver que Leland no se detenía, él y papá empezaron a discutir. No sé si el primer puñetazo lo dio papá o si fue Leland. Solo sé que cuando todo acabó los tallos de maíz estaban aplastados y papá tenía un ojo morado. Poco después, Leland se alistó en el Ejército.
—Noventa y ocho, noventa y nueve, cien, mil escarabajos.
Flossie seguía contando los bichos muertos.
El ruido al fondo del pasillo la hizo detenerse. Era papá, que estaba metiendo un colchón en el cuarto de mamá y de él. Lint y Trustin marchaban detrás de él como si estuviesen desfilando.
—¿No te parece que nuestros hermanos deben de ser los niños más tontos sobre la faz de la tierra, Betty? —me preguntó Flossie.
Cuando Trustin la oyó, dejó de desfilar. Se llevó la mano a la pistolera y dijo que era ilegal que dos niñas anduviesen descalzas por casa.
—Agente de policía. Agente de policía.
Vino corriendo adonde estábamos Flossie y yo, disparándonos a la cara con su pistola de juguete.
—Tú también estás descalzo, idiota.
La voz de Flossie y la mía se solaparon mientras le hacíamos retroceder.
—Eh, eh. Nada de peleas en la casa nueva —dijo papá saliendo al pasillo seguido de Lint.
Papá se frotó las manos y miró a su alrededor sonriendo.
—Esta casa me gusta tanto que tengo la sensación de que podría devorarla entera —comentó.
Miró hacia la puerta cerrada al final del pasillo. En otro tiempo había estado pintada de tono lavanda. Algunos restos de color seguían pegados como un pasado insistente. Los vidrios se habían roto, pero en el suelo había cristales de colores como piedras preciosas. Papá, que llevaba puestas las botas de trabajo, barrió los cristales cortantes y los apartó al rincón para que sus hijos descalzos pudiesen andar detrás de él sin peligro.
—Seguro que esta puerta da al cielo —dijo mientras la abría.
Nos encontramos con hilos entrecruzados de telarañas y una escalera estrecha que subía por la oscuridad.
—C-c-cierra puerta. —Lint retrocedió—. Y-y-ya.
—Tranquilo, hijo —dijo papá—. No hay nada que temer. Solo es una vieja escalera y un viejo desván. Nada más que madera y clavos.
Lint, que no quería arriesgarse, corrió al otro extremo del pasillo, desde donde nos miró asomado a la esquina.
—Primero miraremos nosotros —le anunció papá antes de volverse otra vez hacia la escalera—. El resto, tened cuidado dónde pisáis —añadió mientras empezaba a ascender.
Los escalones crujían bajo nuestros pies. Me sorprendí buscando un pasamanos al que agarrarme. Me pareció oír algo que rascaba. Una corriente fría me puso la piel de gallina, y el corazón me empezó a latir tan rápido que lo noté en las puntas de los dedos. Flossie se me acercó mientras Trustin mantenía la mano en la pistola como si estuviese a punto de disparar.
Cuanto más subíamos por la escalera, más saturado estaba el aire de un extraño aroma. El olor me recordaba la peste de una pluma de pájaro blanca que había encontrado una vez tirada a la luz de la luna.
—Seguro que los cadáveres de los Peacock están aquí —dijo Flossie justo antes de que llegásemos a lo alto.
Sin embargo, como el resto de la casa, el desván estaba bastante vacío. Solo quedaban una caja de peines usados y un bote de tierra con una etiqueta en la que ponía IMPORTANTE.
—Aquí apesta.
Flossie