Betty. Tiffany McDaniel
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—Además, ¿qué es una maldición más para una familia llena de maldiciones? —había dicho mamá.
Flossie pasó dando vueltas grácilmente mientras señalaba dónde podíamos poner la tele.
—Para ver American Bandstand. Compremos una tele, por favor.
Tiró a papá de la camisa.
—Ya veremos —dijo él.
Lint pasó a mi lado y se acercó a un tigre esculpido situado contra la pared. El tigre era de tamaño real, pero le faltaba la pata izquierda trasera y le habían quitado los ojos de cristal.
Lint deslizó sus finos dedos por las rayas del tigre. El suave pelo castaño le cayó sobre los ojos marrón intenso al apoyar la cabeza en el costado del tigre, como si quisiese escuchar los latidos de su corazón. Trustin se dirigió sigilosamente al otro lado y se escondió junto a la boca del tigre, donde se puso a gruñir. Asustado por los sonidos, Lint cayó hacia atrás contra la pared, gimoteando y tratando de encogerse. Papá le oyó, entró en la habitación y cogió en brazos a Lint a la vez que regañaba a Trustin.
—Vale, solo era una broma.
Trustin se levantó.
Cuando me vio, se llevó la mano a la pistolera y sacó su pistola de juguete.
—Voy a pillar a una india.
Empezó a perseguirme.
—Déjame en paz.
Intenté dejarlo atrás.
—No puedo. —Disparó la pistola al aire—. Tengo órdenes de echar a todos los salvajes de esta tierra.
Me escondí detrás de Fraya.
—No dejes que me pille.
Le tiré de la falda.
Leland irrumpió en la estancia y arrebató la pistola a Trustin.
—No deberías perseguir a tu hermana —dijo Leland echando un vistazo a la pistola antes de alinearla con el agujero de bala de la pared.
—Bang.
Su sonoro grito sobresaltó a Fraya.
—¿En el Ejército te dan una pistola para disparar, Leland? —preguntó Trustin.
—Claro.
Leland devolvió la pistola a Trustin.
—Seguro que no es tan buena como la mía —dijo Trustin antes de disparar contra un escarabajo de color esmeralda que subía por la pared.
Fraya me cogió rápido la mano y entramos juntas en la cocina. En la encimera había cuencos rotos y no menos de una docena de rodillos de amasar de madera amontonados como si fuesen leña. En la parte de abajo del gran fregadero fijado a la pared, había un libro de cocina. Estaba abierto como si una mujer hubiese estado allí hacía poco hojeándolo.
—Betty. —Fraya señaló a Flossie, que recorría el pasillo—. ¿Vamos a ver adónde va? A lo mejor hay tesoros escondidos.
Seguimos juntas a Flossie hasta la escalera. En el séptimo escalón había un corazón toscamente grabado. La idea azarosa de una navaja.
—En nuestra casa han estado parejas —dijo Flossie pisando el corazón mientras subía la escalera.
Los cuatro dormitorios estaban en el segundo piso. Le di a Fraya la caja del pijama para poder echar una carrera a Flossie por las distintas estancias. El primer cuarto era tan largo que tenía vistas al jardín de la parte de delante y al de la parte de detrás. Aunque faltaba la puerta, sabíamos que la espaciosa habitación sería para mamá y papá.
Al otro lado del pasillo estaba el único cuarto de baño de la planta. Todavía tenía la bañera de hierro forjado, demasiado pesada para ser objeto de robo. El váter también seguía allí, pero tenía la tapa de la cisterna rota y habían arrancado el asiento de las bisagras.
Flossie asomó la cabeza en el dormitorio más pequeño que daba al jardín trasero y le dijo a Fraya que podía ser su habitación.
—Como puedes tener un cuarto para ti sola, no necesitas uno grande —dijo Flossie, apartándose el pelo.
—Tiene un cuarto para ella sola porque es la mayor —le recordé yo a Flossie.
—Solo tiene diecisiete años. No es mayor para hacer nada importante —repuso Flossie antes de decidir que Lint y Trustin se instalarían en la habitación de al lado de Fraya.
Cuando Flossie entró en el dormitorio de la parte delantera, se puso a dar palmadas y dijo:
—Nuestro cuarto será este, Betty.
La habitación olía a humedad. Las manchas de agua del techo parecían moratones recientes, con los bordes amarillos, pálidos y verdes. Había telarañas, tanto nuevas como viejas, y una comba deshilachada enroscada en un cuenco como una serpiente. Esparcidas en el suelo se hallaban las piedras que la gente había tirado a las ventanas para romperlas.
—Caray, parece que en este pueblo no hay nada mejor que hacer que romper ventanas —comentó Fraya al entrar, y se puso a dar puntapiés a las piedras—. A Lint le encantarán cuando las vea.
Las piedras estaban envueltas en trozos de papel atados con gomas elásticas que se estaban pudriendo. En los papeles había nombres escritos, como si la casa fuese un pozo de los deseos que visitaban quienes querían imponer la maldición a otros.
En medio de la habitación había una caja rota por un lado. Metí la mano y saqué un ejemplar maltrecho de la novela Herbs and Apples, de Helen Hooven Santmyer, junto con un frasco vacío de perfume Blue Waltz. Flossie me arrebató el frasco con forma de corazón.
—Es como si te besase un príncipe.
Chasqueó la lengua mientras se pasaba el frasco por el cuello hasta llegar a los labios.
—¿Qué más hay dentro? —preguntó Fraya señalando la caja.
Levanté la caja y la volqué. Salió un pañuelo azul claro acompañado de unas láminas de pan de oro con forma de hojas de roble y de arce. Había un artículo de 1937 sobre la desaparición de Amelia Earhart y varias chapas electorales, incluida una de la campaña de Alfred Landon de 1936. Bajo la fotografía de Landon figuraba su eslogan: VIDA, LIBERTAD Y LANDON.
—Se apellida como papá.
Cogí la chapa y se la mostré a mis hermanas.
—Mmm —fue cuanto dijo Flossie mientras dejaba el frasco de perfume en el alféizar de la ventana—. Hala, mirad.
Vio el par de agujeros de bala que había entre las dos ventanas.
—Si