Betty. Tiffany McDaniel
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—¿Se te olvidó el cuento? —preguntó él.
—No. —Negué con la cabeza—. Se me olvidó la servilleta. Pero me acuerdo del cuento. Es el mejor cuento marciano que he escrito.
—Siempre escribes sobre Marte. Debes de tener sangre marciana.
—Hala, el cuento trata precisamente de la sangre marciana.
—Eso tengo que oírlo.
Estiró las piernas y las cruzó a la altura de los tobillos.
—El caso es que los marcianos quieren invadir la tierra —empecé a relatar.
—Parece que los marcianos siempre quieren invadir lo que es nuestro —observó él.
—Supongo que no lo pueden evitar. Para invadirnos, mandan pájaros —dije, tratando de formar una figura de pájaro con las manos—. Son de una especie que solo se encuentra en Marte. Los pájaros tienen unas alas igualitas a los menús a cuadros de la cafetería. Sus cuerpos son como los frascos de kétchup de la cafetería, y sus cabezas, tazas al revés.
—¿Como las tazas en las que mamá y yo bebimos el café? —quiso saber él, llevándose una taza imaginaria a los labios y sorbiendo.
—Sí. Y las patas de los pájaros son cucharillas largas de postre, como la que Trustin utilizó para comer su helado con zumo de naranja. Las puntas de las cucharas están torcidas y llevan sangre marciana. Cuando los pájaros vuelan a la tierra, la sangre se cae. Cada gota de sangre se cuela en la tierra como una semilla. Antes de que se den cuenta, todo el mundo tiene marcianos creciendo en sus jardines.
—¿Cómo son esos marcianos?
—En lugar de la piel que tú y yo tenemos, la piel de un marciano está hecha de manteles azules a cuadros.
—En la cafetería también había de esos, ¿verdad? —dijo él con una amplia sonrisa.
—Claro. —Asentí con la cabeza—. En vez de dedos, los marcianos tienen pajitas torcidas. —Torcí los dedos hacia su cara—. Como la pajita blanca con rayas rojas por la que yo me bebí el batido de fresa. ¿Te acuerdas de la bandera roja que había fuera de la cafetería? ¿La de la X azul grande con estrellas rojas?
—Me acuerdo.
La sonrisa de él se desvaneció.
—Ese es el pelo que tienen los marcianos, solo que cortado en tiras para cepillarlo más fácilmente. Todos tienen pepinillos en las cejas como el broche que llevaba la camarera, y sus ojos son como las tartas de mora Ola… Ola…
—Olallie… —me ayudó a pronunciar la palabra.
—Olallie —dije—, con el jugo de las moras chorreando. Grrr, grrr.
Me manoseé las mejillas hasta que papá rio tanto que se puso a toser.
—Tienen antenas con forma de salero y pimentero —continué—, y unos tenedores pequeñitos en lugar de dientes. Y nos matarán con esos tenedorcitos porque cuando los marcianos terminen de crecer, se separarán de las raíces y nos sonreirán. El brillo de sus dientes metálicos volverá loco a todo el mundo, y nos mataremos unos a otros hasta que solo queden los marcianos.
Papá meneó los hombros y dijo:
—Me has puesto tan nervioso que voy a acabar buscando pájaros con forma de frascos de kétchup en el cielo. ¿Cómo has titulado esa joya?
—Los marcianos sonrientes —voceé, sacando la lengua por el agujero del diente de leche que había perdido la semana anterior.
—Es posible que Los marcianos sonrientes sea mi cuento favorito hasta ahora —declaró papá.
Los dos nos volvimos en dirección a un ruido sordo que venía de la oscuridad del bosque.
—¿Qué es eso?
Me levanté su sombrero en la frente para ver mejor.
—A lo mejor es uno de tus marcianos —dijo papá—. Será mejor que vayamos a la Rambler antes de que el extraterrestre nos encuentre y nos sonría.
Me bajó del árbol y me puso los pies en el suelo con cuidado.
—¿No vas a coger tu frasco de licor? —pregunté.
—No —contestó él—. Que se lo quede el marciano. Así se dormirá y no nos molestará el resto de la noche.
Le cogí la mano y atravesábamos el bosque. Él cojeaba a cada paso que daba. Habían transcurrido dos años desde el incidente de la mina, pero yo todavía lo tenía fresco en la memoria. El color de la sangre de papá. La carbonilla depositada en las arrugas de dolor de su cara. Me acordaba de que había dicho que le habían roto la rodilla como si fuese de cristal. Me preguntaba si, como el cristal, le cortaban los bordes afilados. Desde luego lo parecía por la forma en que caminaba. Decidí cojear también para que no estuviese solo. Él me miró y procuró no cojear tanto.
—¿Puedo dormir contigo en el capó, papá? —volví a preguntarle—. La Rambler está muy llena. Mamá sola abulta como un millón de personas. O sea, están Fraya, Flossie, Trustin, Lint, mamá y un millón de personas más. No puedes tener un cesto lleno de tarros sin que los cristales se peleen y hagan ruido. Tú lo dijiste una vez. ¿Te acuerdas?
—¿Ah, sí?
—Ajá. Sí que lo dijiste, papá. Entonces, ¿puedo dormir contigo en el capó?
—Tienes que prometerme que no cogerás frío, Betty.
—Lo prometo, lo prometo, lo prometo, lo prometo, lo prometo —repetí hasta que él levantó la mano y rio.
—Creo que hay sitio en el capó para un indio grande y una india pequeña —dijo.
Le apreté la mano mientras seguíamos cojeando uno al lado del otro. Cuando pasamos por delante de la Rambler, Flossie me sacó la lengua. Yo le devolví el gesto. A continuación, me dio las buenas noches, de modo que yo se las di a ella. Flossie y yo le deseamos buenas noches a Fraya a la vez.
—Buenas noches —dijo Fraya.
Papá me levantó y me puso sobre el capó con los pies por delante. Me entretuve jugando con la cola de mapache atada a la antena antes de ponerle encima el sombrero de papá mientras él subía al capó. Saludó con la mano a mamá, pero ella ya se había dormido dentro del coche, estirada en el asiento delantero con una pierna apoyada encima del volante. Sus ronquidos sonaban como animales buscando comida con el hocico en la tierra.
—Bueno, Betty. Aquí tienes tu camastro.
Papá dio unos golpecitos en el capó al tiempo que apoyaba la parte superior del cuerpo contra el parabrisas.
—¿Papá? —pregunté sentándome a su lado—. ¿Te ha gustado el cuento de los marcianos? La verdad.
—Mucho.
Antes