El libro de Shaiya. Sergi Bel

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El libro de Shaiya - Sergi Bel

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      De pronto me observé a mí mismo con cinco años. Estaba de espaldas ante mí, inmóvil, en extraña actitud de espera, como si observara algo. Justo cuando mi atención se centraba en ese hecho, don Pedro llegó y se puso enfrente moviendo la pluma verticalmente de arriba abajo. Su cántico me alentaba a recuperar mi niño interior y la importancia de sentirlo a diario para dar corazón a la vida. Fue un hermoso cántico que me emocionó y, al apartarse, observé cómo mi yo pequeño se levantaba del suelo para posicionarse poco a poco sobre mi cabeza. Sentí cómo la ayahuasca dejaba de bailar en mi interior para recogerse de una forma parecida a la de una serpiente, enroscándose en mi zona púbica para quedarse completamente quieta. Mi ser empezó a abrirse de arriba abajo o, mejor dicho, mi campo áurico, ya que no era algo físico, sino mucho más sutil. Tuve la sensación de que tenía que estirarme mientras me veía a mí mismo de espaldas encima. De forma inexplicable, mi yo descendió para encajar en mi interior como si fuera su traje o envoltura. A pesar de lo anormal de la situación sentí júbilo cuando eso sucedió, mi corazón se agitó arrítmico durante el encaje, mis manos, sin yo desearlo, inconscientemente se posicionaron una sobre otra en la base del ombligo.

      Al hacerlo, empecé a sentir un enorme calor por la entrepierna, región lumbar y abdomen. Era un calor muy agradable y reconfortante, parecía alimentarme y sanar, ya que todo el dolor en esas zonas, del tipo que fuera, poco a poco se difuminó hasta desaparecer. Eran mis manos ardiendo las que transmitían esa dulce quemazón que ahora corría piernas abajo. No sé cuánto rato estuve así hasta que, sin más, mis manos ascendieron a la zona del pecho. Corazón, pulmones y omóplatos se calentaron de igual forma. Entendí que don Pedro había abierto el aura con la pluma para que recuperara esa parte de mí que había perdido en algún momento de mi vida y, lo que yo hacía ahora, era sellarla y armonizarla con el calor de mis manos.

      Las lágrimas rodaron por mi rostro de tantas emociones que sentía a medida que el cuerpo se calentaba. Surgían esporádicamente recuerdos perdidos de la infancia, así como olores y sabores olvidados en el tiempo, reviviendo situaciones concretas de cuando era niño. Mi corazón empezó a latir más fuerte, distribuyendo ese calor por brazos y manos. En cada latido sentía el fluir de la sangre distribuirse por el cuerpo entero, revitalizándome y llenándome de energía. Finalmente, mis manos se pusieron sobre el tercer ojo; al calentarse la frente, pómulos, cabeza y cuello, noté cómo había un bloqueo en el chacra de la garganta que no me permitía respirar adecuadamente.

      Al centrar mi atención esa zona se fue abriendo y tuve la sensación de respirar algo muy fresco, mentolado, que curiosamente solo sentía en esa zona, como si mi respiración se produjera única y exclusivamente desde la garganta y no desde la boca o nariz. Al liberar esa tensión noté cómo se liberaba la que mantenía en pecho, hombros y parte posterior del cuello, como si todo el conjunto estuviera unido entre sí. Mis vértebras sonaron como unas castañuelas tras cada inhalación y exhalación, recolocándose en su sitio.

      Relajado ante aquellas sensaciones, de mi cabeza brotó un zumbido cuya vibración aumentó hasta que en mis oídos escuché un agudísimo pitido, tuve entonces la sensación de que mi cuerpo áurico se había sellado completamente. En medio de esa vibración surgieron unos sonidos que captaron por entero mi atención, eran los que aparecían de la mano de don Pedro al tocar su guitarra. La ayahuasca nuevamente se desplegaba en toda su amplitud danzando al son de la mágica guitarra. Se produjo un profundo silencio interior y mi atención se centró exclusivamente en la belleza de las notas. Yo, con cinco años, contemplaba extasiado la hermosura del sonido y cómo las manos maestras de don Pedro acariciaban las cuerdas. Me podía ver a mí mismo de pequeño, de espaldas, justo delante de don Pedro; podía sentir lo que yo sentía a esa edad. Era una visión tan sencilla y plena que entendí por qué los niños se quedan extasiados con cualquier cosa. Ahora yo era ese niño y mi plenitud no tenía fin. No existía nada más en el mundo ni en mí mismo que el sonido de aquellas notas. Las contemplaba desde un estado tan inocente y lleno de ilusión que parecían darme la vida y el sentido completo de mi existencia.

      El silencio absoluto acompañaba aquella contemplación, un silencio tan profundo y pacífico que la mente pensante y racional parecía no haber existido nunca. Hacía tanto que no era capaz de sentir de aquella forma que perdí la noción del tiempo embriagado en el sentir del hermoso niño que un día fui.

      No sé el tiempo que transcurrió cuando don Pedro dejó la guitarra para volver a sus silbidos rítmicos. De la profundidad de ese silencio que observaba y sentía, emergieron letras que se ordenaron en líneas para constituir páginas. Las letras, mecanografiadas en negro sobre fondo blanco, empezaron a unirse con las de otras páginas, creando un conjunto extraño e indivisible. No construían algo convencional, sino algo más complejo y profundo, algo que se podría interpretar con lo que debe de ser un libro en cuarta dimensión.

      Una voz de mi interior dijo: «Así debe ser». Entendí de pronto que todo ese saber que se me ofreció debía expresarse por escrito en un libro, uno que debería intentar plasmar esa peculiaridad, esa conexión entre todas sus partes no de una forma puramente lineal, sino esférica. Aunque la imagen era muy hermosa, en el fondo yo no tenía nada claro ser capaz de hacerlo.

      De mi interior surgió la necesidad de poner mis manos sobre la barriga, apareciendo una sincera y honesta súplica, un ruego a la abuelita ayahuasca para que por favor me acompañara y ayudara en la creación de aquella labor que tanto respeto me causaba. Inseguro ante su respuesta, noté cómo poco a poco volvía a replegarse dentro de mí para mantener una posición de quietud. No sabía bien qué significaba aquello, aunque sí me di cuenta de que no había vomitado aún, con lo que su esencia seguía dentro. Sentí cómo algo se desintegraba en mi interior en una especie de calor agradable pero muy distinto al anterior, extendiéndose por el cuerpo al tiempo que un grato escalofrío.

      A pesar de ello era consciente del enorme poder que tenía la ayahuasca y solo el tiempo diría si accedería a mi súplica. Supongo que por entonces solo decidió permanecer dentro de mí para, con posterioridad, según mis actos y actitud, acabar ayudándome o no.

      Me sentí profundamente honrado de que su sabiduría continuara conmigo más allá de la espesura de la selva, si ese fuera el caso. Sin duda, sería un gran regalo, pensé a medida que me invadía un profundo sueño.

      Como un niño conocedor de su futuro me dejé caer en los brazos del destino para dormirme con los cánticos de las estrellas.

      Capítulo 16

      Fin de trabajo

      Por los tonos rojizos y anaranjados del sol entre los árboles, deduje que hacía poco que amaneció. Un agradable olor me había despertado. Lo reconocí inmediatamente, el inconfundible aroma de palomitas de maíz recién hechas. Inés nos entregaba un plato hondo lleno de blancas y apetitosas palomitas recién sacadas de la sartén. Mis pupilas se dilataron al tiempo que mi boca salivó abruptamente. Don Pedro, al observar que todos estábamos despiertos, dijo:

      —Hemos finalizado el ayuno y para romperlo lo haremos con la sal que aportan estas palomitas. Tomar este alimento preparará el organismo para el regreso a la cotidianidad. Fueron trece días muy duros y ahora el retorno debe ser gradual. Os recuerdo que para ello tenéis que manteneros sin tomar estimulantes, carne roja, cerdo, ni comidas muy especiadas o fuertes durante otros diez días. Esto permitirá que todo lo vivenciado en estos trabajos quede bien sellado e integrado en cada uno. De no ser así, todo podría quedar en una bruma parecida a la de un sueño, perdiendo su sentido y trascendencia. Podéis empezar cuando queráis, que aprovechéis.

      Por fin llegó ante de mí el maravilloso manjar. Cogí una palomita y la miré como si fuera algo único, increíble, inimaginable. Hacía unas horas una imagen como esa hubiera parecido tan distante y lejana como una estrella del firmamento y ahora la tenía

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