El libro de Shaiya. Sergi Bel
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу El libro de Shaiya - Sergi Bel страница 24
María empezó a traer a cada uno una botella de agua para acompañar la experiencia. Todos comimos felizmente tal que niños al alegre crujir de las sabrosas palomitas. Ante mi sorpresa, no tardé en sentirme saciado. Si tenía presente lo poco ingerido durante aquellos días, mi estómago no debía de ser mucho mayor del tamaño de una pelota de tenis. Noté cómo la sal se expandía por mi cuerpo, fortaleciéndolo al tiempo que la realidad material y física que me rodeaba tomaba más fuerza e intensidad. Todo aquel mundo sutil se desvanecía como si nunca hubiera existido.
—Cuando lo creáis oportuno, podéis dirigiros a vuestro tambo, recoged las cosas y, cuando acabéis, volved de nuevo aquí —dijo don Pedro.
No sé si por la sal o por la alegría tras haber finalizado el periplo que, al levantarme, mi debilidad era mucho más tenue. Por no molestar más a Isabel, le indiqué que no hacía falta que me acompañase. Quizá me precipité en esa decisión, ya que me costó un buen esfuerzo subir la resbaladiza cuestecita. Aun así, mi mirada se desplazaba de lado a lado, observando con atención todas las plantas y árboles que bordeaban el caminito, en lo que podría definirse como una mirada de despedida y agradecimiento. Sabía que ya nunca más regresaría a aquel lugar y aunque en determinados momentos detesté estar allí, ahora sentía una profunda nostalgia al tener que abandonar semejante rincón del mundo.
Me sentía formar parte de la verde espesura y sus seres. Algo había cambiado muy dentro de mí y me di cuenta de que parte de ese mundo siempre me acompañaría a lo largo de la vida, estuviera donde estuviese.
La tarántula, estática en medio del camino, parecía esperar mi llegada para, lentamente, despedirse hacia su agujero en la base del árbol y regresar a su realidad tan distinta de la mía.
De forma inesperada encontré encima de la mesa la mochila completamente limpia, así como toda la ropa que había en su interior. También estaban los enseres que al llegar don Pedro, nos requisó.
No pude evitar acercarme con cuidado a olerla como si fuera un perro de presa. Olía muy bien y por suerte ya no había rastro de la nauseabunda pestilencia que aún recordaba con tanta fuerza e intensidad. Me desnudé y cuidadosamente empecé a doblar el hermoso poncho como si de una valiosa reliquia familiar se tratara. Recogí lo poco que tenía y decidí que para regresar usaría mi apreciado bastón, evitando así cualquier posible infortunio. Me giré para dar una última ojeada a lo que fue mi hogar esos días y a sus habitantes. Me emocioné en una imagen fugaz de lo allí vivido, aunque también me sentí aliviado.
Delante de la gran palapa habían montado una gran mesa de madera con sus troncos a modo de sillas y, a medida que llegamos, nos sentamos mientras Raúl, María, Inés y sus padres, que hasta entonces no los habíamos visto, disponían cubiertos y platos para cada uno. No tardó don Pedro en llegar, vestido ya con tejanos, botas y camisa, adoptando la imagen de ese hombre típico de ciudad tan alejada del ser real que era en la selva. Rápidamente la mesa se llenó de platos de ensalada acompañada de una riquísima sopa de pollo. Qué decir ante aquello. Reflexioné cuando comía sobre las necesidades que hay en el mundo y la cantidad de gente que no tiene la posibilidad de comer. Yo era muy afortunado y no pude hacer más que dar gracias y disfrutar de aquel exquisito caldo de los dioses. La comida desapareció tan rápido como había aparecido y don Pedro nos avisó de que ya era hora de regresar. Nos despedimos afectuosamente de la amable familia que nos había cuidado tan atentamente, acompañándonos con paciencia cuando caminábamos desvalidos por la oscuridad de la noche.
La vuelta fue tranquila y los sonidos de la selva poco a poco fueron dando lugar a los de la pequeña población de Pucallpa.
En la habitación del hotel rápidamente me desnudé para ducharme, enjabonando bien todo mi cuerpo. Aproveché también para limpiarme los dientes y afeitarme. Me di cuenta de la importancia de esos simples actos cotidianos, tan profundamente placenteros. Mi sincera sensación era como si fuera la primera vez en la vida que los hacía. Cada uno de ellos se convirtió en un ritual lleno de sentido, profundidad y sensibilidad. Mi mente, acostumbrada a la naturaleza de la selva, no daba crédito a estar en un lugar con esas comodidades. Anochecía cuando nos reunimos todos para cerrar definitivamente la dieta y despedirnos. Durante la noche algunos se iban hacia su país dirigiéndose de madrugada al aeropuerto, haciendo escala en Lima. Yo lo haría a media mañana.
La despedida estuvo llena de abrazos y lágrimas de gratitud, y aunque con algunos no había mantenido ninguna conversación, no cabía duda de que existía un vínculo que nos unía más allá de algo expresable con palabras. No pude contener mi infinita gratitud con Isabel y don Pedro. Con la primera por el cariño y los cuidados que me ofreció cuando estaba tan débil; con don Pedro por su maestría y su buen saber hacer al que estaría agradecido eternamente.
Mi regreso a la sociedad vino acompañado por el cambio completo y absoluto de la vida que llevaba para centrarme en la vida que quería llevar. Sabía de antemano que hasta entonces había tenido mucha suerte y vivía muy bien gracias a un negocio que abrí en Palma de Mallorca diecisiete años antes de la transformadora experiencia.
Lo traspasé con solo llegar a la isla, y regresé a Barcelona, donde nací y donde residía toda mi familia. La verdad es que no tenía muy claro qué hacer allí, pero sí tenía una certeza, debía estar al lado de mi familia. Abandonaba también en Mallorca mi futuro como Piloto de Transporte de Líneas Aéreas que tanto esfuerzo, estudio y dinero me había costado, pero sabía con seguridad que aquella no era mi vida ni mi futuro, por muy glamuroso que fuera y a pesar de que, después de cuatro años, tenía ya la licencia y estaba listo para entrar en una compañía.
Años atrás, antes de montar dicho negocio, estudié Pedagogía en la Universidad Autónoma de Barcelona. Lamentablemente, dejé mis estudios sin acabar, en tercer curso, para irme a Mallorca. Consideré si podía ser una opción viable retomarlos, pero finalmente acabé descartándolo.
Impulsado quizá por el aroma, los colores selváticos y mis vivencias en medio de ese mundo, a mi regreso a Barcelona decidí montar una floristería y me diplomé en el «Instituto Catalán de Floristas» para adquirir las habilidades necesarias. Fue el inicio de la crisis y aunque la cosa no iba mal, tampoco iba bien, con lo que a los cuatro años decidí buscar un trabajo. Aprobé la acreditación como vigilante de seguridad donde conocí, al dejar mi currículum, a la que no tardaría en ser mi mujer, Esther.
Mi mente seguía trabajando en descifrar y clarificar todo lo que se había depositado en su interior, siempre recordando la responsabilidad y objetivo último de ofrecerlo por escrito al resto de personas. La seguridad me resultaba idónea para seguir profundizando en ideas y conceptos. Como un filósofo moderno, podía dedicarme todo el día a pensar mientras paseaba vigilando.
Mi mujer no tardó en quedarse embarazada de mi hermosa hija, Shaiya.
Conocedor de que se avecinaba un importante cambio en mi vida, me vi en la necesidad de depositar gran parte de lo desarrollado en un primer libro: La esfera humana. Este era un intento de almacenar en una especie de disco duro externo y físico la información importante a la que había tenido acceso, ya más o menos concretada. Podía dedicar por completo la mente en criar a mi hija, sabiendo que con posterioridad tendría la posibilidad de recuperar la información allí depositada.
Justo cuando finalicé de escribirlo, mi hija nació.
Ahora tiene cuatro años y es lo más hermoso de mi vida. Ella me ha