El libro de Shaiya. Sergi Bel
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De nuevo empezaron a sonarme las tripas de lo lindo y pensé que ya no contenían nada, pero, al parecer, guardan mucho más de lo que creemos. En uno de esos retortijones no pude aguantar, salté de la palapa para correr hacia un agujero que había a cinco metros de distancia que servía de letrina. Estaba tapado con un trozo de madera y al apartarlo con el pie empezaron a salir más insectos y gusanos de los que mis ojos eran capaces de dar cuenta. Me bajé los pantalones y sin esfuerzo una parte de mí se desprendió dentro de ese oscuro socavón, al tiempo que rezaba para que a ninguno de esos animalillos les diera por averiguar de dónde procedía aquello.
Mi cuerpo desprendía agua como si fuera una fuente. Me parecía imposible que de mi interior saliera tal cantidad de líquido. Muy a mi pesar, preocupado, no osaba moverme; permanecí allí en cuclillas quizá una hora.
Poco a poco la cosa fue a menos, pero empecé a notar un dolor agudo en el estómago que me asustó, con las piernas doloridas me limpié e iluminando con atención el suelo, subí de nuevo a lo alto de la palapa. El calor y la humedad eran sofocantes, seguía empapado y decidí desnudarme para estar más cómodo.
Abrí la mosquitera y me recliné sobre el delgado colchón, de unos cinco centímetros de espesor, que me permitía notar las juntas de madera de la estructura. Intenté relajarme después de tanta tensión aplicando una respiración profunda y abdominal que aprendí en cursos de yoga hacía ya tiempo. A pesar de ello, el dolor aumentó en intensidad y profundidad hasta llegar a lo que debe sentir alguien cuando le clavan algo afilado en el estómago. No era un dolor continuo, sino que remitía casi completamente y luego volvía, como las olas del mar.
Poco a poco me fui encogiendo ante aquella sensación adoptando inconscientemente una posición fetal. No entendía qué estaba pasando y me asusté de una forma como nunca lo había hecho a lo largo de mi vida.
El fuerte dolor desencadenó otra vez la necesidad de vomitar. Instintivamente me puse a cuatro patas en un intento de que aquello saliera de mí. Era imposible que hubiera nada más dentro, pero, aun así, la sensación de vomitar se hizo cada vez más fuerte, acompañada por el horrible dolor.
Mi mundo se detuvo en aquellos instantes y me vi encima del bosque dándome cuenta de que estaba en medio de la nada. Tomé clara consciencia de que mi vida estaba en peligro y de que allí no había nada ni nadie para ayudarme.
Ante las olas de dolor y los espasmos del cuerpo, empecé a gritar sin parar. Las olas iban y venían de la misma forma en que yo me revolvía sobre el colchón, de un lado a otro, chillando como un animal al que están matando lentamente. Mis gritos eran tan fuertes que no tardé en quedarme sin voz y la sombra fría de la muerte empezó a entrar en mi cabeza y cuerpo.
Mis manos se agarraban al colchón como si de una tabla salvavidas se tratara, al tiempo que por mi boca salía un sonido grave y ahogado, parecido al bramido de un animal que lucha desesperado por vivir. Grité y grité sintiendo toda la tensión de mis costillas en cada arcada, de lo forzada que estaba mi espalda encorvada por el sufrimiento, y la quemazón de mi garganta completamente abrasada, notando toda la musculatura de mi cuerpo tensa como si en cualquier momento fuera a romperse.
Extenuado hasta quedarme sin aire en los pulmones, mi cuerpo, como si de un edificio se tratara, colapsó y, con él, mi mente, cayendo desmayado sobre el colchón.
Capítulo 4
La primera ceremonia de ayahuasca
Ya era pleno día y los pájaros inundaban mis oídos. Abrí los ojos poco a poco como un recién nacido. Noté el profundo dolor de mi garganta completamente irritada y seca. El colchón mostraba manchas húmedas de algo que deduje por el olor eran restos de la noche anterior. Me tranquilizó sentir que el dolor de barriga había desaparecido por completo y apartando la mosquitera me incorporé. En la mesa habían dejado una jarra con un líquido amarillento y un vaso. Estaba sediento y me lo arrimé a la nariz. No olía muy bien y tenía unas notas de amargor parecidas a las del té verde, pero podría ayudarme a calmar el escozor del cuello, pensé. Me llené un vaso y bebí; su sabor no era tan malo y repetí.
Estirándome como buenamente pude por mi falta de práctica sobre la hamaca, decidí meditar sobre lo sucedido la noche anterior y todo aquello que había aflorado en mí. No sé si todos los participantes de la ceremonia sufrieron lo mismo que yo al llegar a sus respectivas palapas, pero la verdad es que no me pareció escuchar a nadie. Al atardecer volvería a celebrarse otro trabajo, este ya con la conocida Madrecita, Abuelita, Yagé o Ayahuasca entre otros muchos nombres, según el círculo desde el cual se habla de ella. Esta es una bebida utilizada ancestralmente en el Amazonas a partir de la combinación de una liana y un arbusto que, cocinados cuidadosamente, producen una sustancia que tras ser ingerida permite trascender tu propia naturaleza y ascender en comprensión y saber. En quechua, Ayahuasca significa «soga del espíritu o soga de la muerte», porque según este pueblo dicho elixir permite que el espíritu de una persona abandone su cuerpo sin que este haya muerto.
Antes de decidirme por iniciar esta experiencia había leído extensamente sobre el brebaje y sus posibles efectos, así como situaciones que podría vivir, pero no conseguía tranquilizarme ante la sensación de que me aproximaba a un mundo completamente desconocido. Teniendo en cuenta cómo acabó la noche anterior, la idea de estar bajo esas circunstancias me preocupaban profundamente en aquel momento.
Balanceándome suavemente me relajé intentando convencerme de que todo aquello tenía un sentido y una finalidad, aunque por ahora no fuera capaz de verla. Me repetía constantemente que solo estaba empezando, aún quedaban muchos días por delante. Me centré en la fragancia de la vegetación y en la tierra húmeda que mis sentidos captaban intensamente, llenando mis pulmones varias veces en el intento de recargarme de energía vital para superar la intranquilidad que me invadía.
Sin darme cuenta, las horas transcurrieron entre pensamientos y la luz solar empezó a disminuir hasta ser incapaz de cruzar entre tanta arboleda. Casi me caigo de la hamaca cuando el sonido del cuerno en la lejanía sacudió bruscamente mi traspuesto corazón.
Suspiré profundo, me levanté y me vestí de nuevo con el traje ya no tan blanco y, dubitativo, tomé el caminito hacia la casa de las ceremonias; dejé las botas a la entrada y, observando que todos ocupaban el mismo lugar que el día anterior, me senté en el mismo sitio. Don Pedro estaba disponiendo de nuevo todos los enseres encima de una tela arcoíris. A su lado lo acompañaba un indígena de unos dieciséis años que lo ayudaba atentamente a que todo estuviera correctamente dispuesto, probablemente un hermano de las chicas. Don Pedro se dirigió a nosotros con su típico tono.
—Hoy empezaremos el viaje del alma hacia los otros mundos, los mundos donde uno puede sanar el espíritu. Lo haréis de la mano de la sabia Ayahuasca, también conocida como la «Abuelita», una medicina tradicional de la Amazonia. Esta se compone por la decocción y reducción de Banisteriopsis Caapi, conocida propiamente como Ayahuasca y la Psychotria Viridis, de nombre común, Chacruna. Su mezcla es la que nos permite elevarnos a estos mundos trascendentales.
»Dejaros fluir hasta las profundidades de vuestro ser para conocer aquello que de lo que hay que tomar consciencia. El trabajo durará unas ocho horas y se realizará con la energía de esta hermosa noche que en breve nos abrazará. Que Dios os bendiga y que la Luz os acompañe.
Isabel, la chica española, levantó la mano para hablar. Me sorprendió que don Pedro iniciara la ceremonia porque todavía faltaban dos participantes.
—Estimado don Pedro —dijo—, quiero expresar mi preocupación porque en la noche anterior estuve escuchando muy cerca los rugidos de lo que parecía ser una fiera, creo que