El libro de Shaiya. Sergi Bel
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De nuevo estaba de cuatro patas moviendo la cola, pero esta vez mi actitud y sentir era diferente. Escuché la naturaleza del corazón de todos los que allí había, de la que percibía cualquier intranquilidad o indicio de dolencia.
Incomprensiblemente, de mi interior surgió la necesidad de realizar un largo y suave soplido que al tocarlos les ayudara a sanar. Si la sensación de la oscuridad había sido increíble, esta era inmensamente mayor. No había nada más hermoso que ayudar a los demás en sus problemas, ser bueno. Cada vez que soplaba notaba cómo el blanco de mi pelo adoptaba unas tonalidades más brillantes y doradas. Visualizaba en mi mente cómo ese soplido era de color dorado, penetrando hasta el corazón de ese ser, al igual que sucedió con el miedo, pero, en este caso, liberándolo de aquello que preocupaba o dolía.
Entendí que una de las misiones que tenía en aquel lugar era la de proteger al pequeño grupo de cualquier intromisión externa de carácter oscuro que le pudiera dañar o perjudicar. El tigre blanco en el que me había convertido no solo era un sanador, sino también un protector.
No sé el tiempo que pasó hasta que los icaros cesaron. Desde el suelo pude escuchar cómo cada uno se iba marchando a su palapa con la ayuda de María e Inés. Ya no quedaba nadie, solo don Pedro que acababa de recoger sus cosas y yo. Escuché sus pasos dirigirse hacia mí hasta que, una vez a mi lado, empezó a acariciarme la cabeza con cariño, mi larga y blanca cola mostró satisfacción, al tiempo que me susurró al oído «gracias» y se fue. Una enternecedora sensación de felicidad invadió todo mi cuerpo.
Plácidamente relajado mientras escuchaba la selva conversar, el cansancio apareció y, sin darme cuenta, me quedé dormido.
Capítulo 5
El primer día de integración
Cuando leí por primera vez sobre los animales de poder, siempre me identifiqué especialmente con el lobo. Su naturaleza solitaria, astuta, inteligente, observadora y majestuosa me hizo creer que manteníamos una especie de vínculo sagrado. Lo extraño de lo sucedido la noche anterior me demostró lo equivocado que estaba. Un tigre negro y un tigre blanco, el ying y el yang de un felino poderoso, la luz y la oscuridad revelados por virtud de la fuerza.
La luz del sol empezaba a penetrar tímidamente entre las hojas y abrí los ojos interrumpiendo mis cavilaciones con el cuerpo dolorido por las horas durmiendo sobre el suelo de madera. No sé exactamente cuánto estuve allí, ni qué hora era, pero estaba empapado en sudor, notando cómo mis sentidos permanecían aún agudizados. Me levanté sin dificultad y, tras ponerme las botas, regresé a mi sencillo hogar en medio de esa espesura de vida.
Las plantas y los árboles lucían más brillantes que nunca y sus vívidos colores resplandecían al sol. Los sonidos de la selva expresaban un hermoso estado de felicidad y armonía ante el nuevo día. No había quejas, ni dolor, ni pesar, solo alegría y agradecimiento que, poco a poco, me envolvió en un intenso gozo. Paré y respiré profundamente al tiempo que una plenitud inexplicable me llenó por dentro. Sonriente, proseguí mi trayecto hasta que un fuerte olor pútrido y agrio rompió mi armonía en mil pedazos, mi estómago se agitó y el pelo se me erizó ante aquella desagradable sensación en las fosas nasales.
—¡Dios, a qué huele esto! —exclamé al llegar delante de mi palapa. Decidido, y con la nariz tapada, empecé a investigar por el tambo atentamente ya que ese nauseabundo olor provenía de algo de allí. El colchón, la ropa, la mochila… Todo lo que yo había usado me producía un punzante rechazo.
Era yo, mi olor humano, del que había escuchado en documentales huía la mayoría de animales salvajes con solo percibirlo. Me desnudé rápidamente, observando que en la mesa habían dejado hojas para limpiarme y la jarra, esta vez llena de un líquido rojizo. Amontoné como pude todo aquello, excepto el colchón, en una de las esquinas y lo introduje en una bolsa grande de basura que por suerte recordé llevar en uno de los bolsillos de la mochila. El olor de la sustancia del aeropuerto era completamente horrible y tuve que hacer varios intentos antes de poder tocarla, era como si estuviera rodeada de un escudo de fuerza pestilente al cual era incapaz de acercarme sin vomitar en el intento. Finalmente, por suerte, lo logré.
Le hice un fuerte nudo para sellar su hedor, agarré las hojas, el traje blanco, y me alejé rápidamente de allí, todavía con la nariz tapada.
Desnudo, recorrí un camino que torcía hacia la izquierda del más visible, donde a lo lejos se oía la corriente de un riachuelo. No era muy grande, de unos cuatro metros de ancho por un palmo de profundidad. El agua estaba sorprendentemente fría y era uno de los pocos sitios donde había un claro por donde el sol mostraba su majestuosa fuerza.
Cuidadosamente caminé por las piedras resbaladizas llegando a un punto que parecía algo más profundo, donde podría estirarme. Observé un buen rato con mucha atención antes de sentarme ya que estaba en el Amazonas y no ver nada, no significa que no lo hubiera y más estando desnudo, donde cualquier orificio podía ser escondrijo perfecto para algún pez osado, como recordaba también de algún reportaje.
Dispuse las hojas en una piedra alta, al igual que el traje, y me relajé sintiendo el agua fresca acariciar mi sensible cuerpo, mientras esta me balbuceaba al oído hipnóticas palabras en lengua extraña. Entre ensoñaciones, un ruido que fui incapaz de identificar me devolvió a la realidad. Había perdido de nuevo la noción del tiempo porque la piel de mis manos estaba ya muy arrugada, así como la de mis pies. Empecé a frotar con fuerza las hojas por todo el cuerpo, impregnándome de un dulce olor anisado al igual que de un tono verdoso. El pelo, la cara, los brazos… concienciado en librarme de toda mi desagradable marca urbanita. Sentía que mi ser se desprendía al mismo tiempo de algo que no logré identificar, y ello me liberaba de un peso, haciéndome más ligero. Enjuagué igualmente el traje que ahora ya no era blanco, sino más bien verde claro, pero prefería teñirlo antes de que mantuviera cualquier rastro del hediondo olor. Tendí la ropa en unas ramas y me estiré libre al sol, sobre una gran piedra plana absorbiendo la maravillosa energía que brindaba a mi cuerpo. Todo era tan simple, tan puro, que mi mente, plenamente anclada al presente, olvidó por momentos la naturaleza del mundo de donde provenía para sumergirse, en cuerpo y alma, en ese rincón de planeta.
No tardé en coger el traje ya casi seco y regresar por donde había venido ante la increíble potencia del astro rey. El olor era todavía evidente pero soportable y, animado, decidí trasladar la bolsa sobre un montículo donde yacía una enorme piedra que estaba a unos diez metros de mi cama, importándome bien poco lo que sucediera con todo ello mientras su corrupción estuviera a razonable distancia de mí. Froté aplicadamente con algunas hojas sobrantes el colchón de dormir, que aún mantenía algún rastro de la primera noche. No sé si por causa de ese olor, sentía el estómago completamente cerrado y la sensación de hambre era completamente nula.
La mañana fue transcurriendo sin prisa mientras fui bebiendo el amargo mejunje rojo.
Las sombras empezaron a estirarse, mi cuerpo chorreando de pegajosa humedad reclinado sobre la hamaca, mientras reflexionaba sobre lo sucedido los dos días anteriores, sin saber muy bien cómo explicarlo.
Una extraña sensación me invadió