Ritual de duelo. Isabel de Naverán

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Ritual de duelo - Isabel de Naverán El origen del mundo

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de ruedas a la silla donde se sentaba para comer; de esta a la de ruedas hasta la butaca; de nuevo a la de ruedas que era de anchura justa para pasar sin rozar las paredes de un pasillo estrecho hasta su habitación, al fondo de la casa, donde la luz azulada por el efecto de unos oscuros pinos se refleja sobre la pared pintada de un suave violeta. Esta habitación queda siempre bajo un halo de luz de amanecer, un alba constante sobre la que, a pesar de no haberlo planteado siquiera, te realizaba fotografías mentales, estudiaba distintos ángulos y encuadres durante los pocos minutos que dormías, y te imaginaba desnuda, plena en tu estado, habitando un cuerpo en mutación microscópica. Desde aquella conversación en el metro, mi mirada quedó filtrada por el deseo de fotografiarla y así quizás estudiarla desde un ángulo de visión determinado, poder verla, verte, a través de una intimidad mecánica que captara y detuviera lo que, sin solución de continuidad, se iba, te iba, paralizando.

      A partir del segundo o tercer año del diagnóstico, empezó a tener dificultades para caminar y tenerse en pie por sí misma. De improviso se caía siempre hacia delante y hacia un costado, efecto de graves consecuencias provocado por la ataxia sintomática de la enfermedad: un brusco movimiento muscular de las piernas que, además de caídas, generaba miedo por la incertidumbre ante la posibilidad de caer. Instalamos todo tipo de protecciones en las esquinas de las mesas y muebles, y prótesis en las paredes de la casa, una cama articulada y una grúa, barandillas en los pasillos, sistemas de agarre junto al váter y dentro de la ducha, en la que también se instaló una silla abatible sujeta a la pared. A pesar de todo, no pasaron muchos meses hasta que el de la ducha comenzó a ser un momento de peligro y de tensión. Pronto, cada vez que la visitábamos, una a una, las hermanas la ayudábamos a lavarse. Yo intentaba evitarlo a toda costa, y recuerdo con intensidad la sensación de las primeras veces y la rabia que me producía la situación. Mi incomodidad por no saber cómo hacerlo bien, qué tipo de presión debía ejercer con mi mano enjabonada sobre su cuerpo desnudo y vulnerable, qué tipo de caricia o cuál era la velocidad justa para no violentarla. Porque yo sí me sentía violentada ante aquel cuerpo que se me hacía grande y envejecido, pero que aún era lo suficientemente fuerte para quejarse. Estaba acostumbrada a bañar a mi hijo, que entonces tendría dos o tres años, a tocarlo en cada zona de su cuerpo sin distinción, sabiendo que no hay juicios preestablecidos para una madre y su hijo en el momento del baño. Con ella, sin embargo, el pudor actuaba sobre mí con vergüenza y también con pena, mientras ella se agarraba con fuerza a la barra instalada para mantenerse firme por unos pocos minutos. Y pronto aquello se convirtió en algo más mecánico, algo práctico que demandaba a menudo, pues estar limpia era de lo poco que tenía para sentirse mejor. Y pronto también, el pasar de un cuerpo a otro, de mi madre a mi hijo, en dos casas, dos estancias, dos trayectos, de ida y vuelta, se hizo agotador. Observé cómo vivir en esa tensión constante, entre dos personas que parecían necesitarme, quererme junto a ellas, fue secando toda alegría y todo deseo, e instalando una sensación de impotencia por no poder estar y de dolor físico.

      No estar presente físicamente a la vez para mi madre, cuya vida se iba terminando, y para mi hijo, cuya vida comenzaba. Por momentos, sus contrarias evoluciones coincidían, y me resultaba sorprendente lo mucho que llegaban a parecerse en sus necesidades.

      Somos una familia numerosa. Yo, la pequeña de seis nacidos en una horquilla de ocho años. Cuatro hermanas y dos hermanos; sus hijos e hijas, que son nueve en total; y nuestras parejas. Mi padre. Nos volcamos para aliviar el peso de la situación provocada por la inesperada enfermedad.

      La demanda de una atención específica, como hija y como madre, se activaba en gestos físicos concretos como acercar la cuchara a la boca, acariciar un cuerpo, arrimar mi cara a la(s) suya(s), susurrar(nos) en la intimidad, mirar(nos) a los ojos. Por momentos me parecía acompañar a un mismo ser que, repartido en dos personas, era una misma forma de amor. Pero, con el tiempo, la incapacidad por conciliar ambos cuidados, sumada al dolor de una pérdida que se anunciaba como inevitable, generó una gran sensación de deuda. Esta sensación psíquica tenía su correspondencia física en forma de constante lumbalgia, migrañas y dolor visceral. Como si toda la presencia que desplegábamos a su alrededor, de manera colectiva y múltiple, nunca fuera suficiente.

      Un día, no recuerdo si antes o después de la ducha, me pidió que la sentara en el váter. La ayudé, estando ya desnuda, y avancé discretamente hasta el lavabo, hablando, como solíamos hacer, a través del espejo. En ese reflejo la observé, sentada con su cuerpo musculoso a pesar de todo, fuerte, sobre el fondo de azulejos color rosa pálido, una pequeña ventana de cristales velados a su izquierda, por la que una luz muy tenue, grisácea, entraba y se reflejaba metalizada en su piel. Me pareció que estaba más hermosa que nunca. Sus tetas grandes descansando tranquilas sobre el vientre plegado que a su vez cubría el pubis. Las piernas obedientes y simétricas, sus pies desnudos sobre la baldosa también rosa. Me sorprendió la piel tan morena después de tanto tiempo alejada del sol. No se distinguían marcas de ningún tipo de bañador, era un mismo color uniforme y dorado en la superficie húmeda, y tenía el pelo blanco echado hacia atrás. La miraba a través del espejo pensando en mi proyecto fotográfico que nunca le conté. Aun así, estás más bella que nunca, mírate. La enfermedad impedía los movimientos voluntarios, imponiendo los mecánicos, y eso provocaba que ella tan solo repitiera lo que se le decía. Se daba cuenta. También, a veces, cada vez más, nos reíamos de esas repeticiones algo teatrales. Estás más bella que nunca, ¿ves?, mírate, más bella que nunca, incluso así. Más bella que nunca, repetía con voz ronca y bien despacio: que nun-ca, que nun-ca. Y las dos nos reíamos. Eso es. A través del espejo. Entonces le costaba mucho hablar y casi solo lo hacía cuando era necesario, para indicar cuestiones prácticas, necesidades puntuales. Me pareció que a esa altura ya había claudicado o redirigido su frustración, y que se centraba en tener lo más cerca posible a mis hermanas, a mis hermanos y a mi padre.

      Poco a poco las sesiones en el baño rosa fueron como rituales. Completamente desnuda, la abrazaba con todo mi cuerpo para levantarla y sentarla en la taza. Cada vez que la alzaba en mis brazos, con fuerza, corríamos el riesgo de caernos hacia el lado derecho, que era hacia donde siempre viraba sin querer. Como una gran columna rellena de arena mojada nos inclinábamos a punto de caer y volvíamos con esfuerzo al eje, hasta rotar los cuarenta y cinco grados que nos permitían que la sentara. La enfermedad también hacía que su cabeza se inclinara hacia delante y hacia un lado, provocando un fuerte y continuo dolor en cuello y cabeza. En esos momentos de baile que teníamos en el baño ella aprovechaba este gesto de la inclinación de la cabeza para apoyar su boca en mi cuello y besarme repetidas veces. Entrar en un movimiento y repetirlo era algo que había aprendido a valorar. Lo difícil era salir de la repetición automática, desagarrarse o deshacer el movimiento que había empezado. Nos reíamos con esa lluvia de besos que yo recibía con alegría.

      Durante ese periodo, mis hermanas compartían sus técnicas para el momento de la ducha y el baño. Me sorprendía la soltura y la ligereza con que contaban cómo se metían desnudas con mi madre en la pila y se duchaban junto a ella, quizás, imagino, abrazándola, en lo que yo, imagino, sería una fiesta, un momento lleno de risas y de frescura, sin la gravedad que para mí tenía y que ella perfectamente conocía, pues un día estando agachada me tocó la cabeza diciendo hija, me da pena que tengas que hacer esto. La alegría de mis hermanas continúa también hoy y es algo que admiro y que envidio.

      Durante los primeros años de enfermedad caí en la cuenta de que, cuando pensaba en mi madre, aún la veía mentalmente con su aspecto de joven. Una mujer de unos cincuenta y cinco años, de pelo moreno y sonrisa abierta, de carácter fuerte y decidido, con quien yo acostumbraba a hablar con energía y muchas veces a la gresca. Cuando pensaba en ella, guardaba solo esa imagen, archivada su identidad en una cristalización de relaciones y afectos. Siendo consciente de ese desfase entre mi recuerdo de ella y su estado actual, me propuse mirarla. Y vi que no la reconocía. Miraba su cara, sus manos, su gesto, ahora condicionado por la enfermedad que provocaba una suerte de rictus facial, lo que en los estudios médico-científicos que describen la enfermedad llaman cara de susto porque los ojos se quedan abiertos como asombrados. Con esos ojos asombrados se me hacía desconocida. La falta de pestañeo hacía que se le secaran y le picaran.

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