Ritual de duelo. Isabel de Naverán

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Ritual de duelo - Isabel de Naverán El origen del mundo

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veces los globos oculares se movían involuntariamente hacia los lados o se quedaban fijos en un punto indeterminado sin poder moverse de nuevo y eso hacía que pareciera que estaba ausente. Para recibir una mirada directa había que colocarse en un punto exacto de su ángulo de visión, ya que le costaba mover el cuello, sobre todo hacia arriba y, al estar casi siempre sentada o tumbada, quedaba demasiado baja para establecer una relación social con quienes la rodeaban. Nos situábamos a su alrededor de cuclillas, gateando por el suelo o girando el cuello, y todo se reordenaba coreográficamente. Había una zona por delante y hacia abajo que desde el inicio se volvió borrosa y conflictiva, pues le impedía realizar por sí misma tareas como leer, escribir o coger la comida del plato que tenía delante. En sus diarios de aquellos meses se percibe perfectamente el deterioro de la escritura provocado por la dificultad con respecto al ángulo de visión sumado a la torpeza creciente del movimiento de las manos y los dedos. Su frustración también crecía.

      Fue en ese periodo de aumento de los síntomas cuando intentaba verla en su estado, reconocerla en su presente y el mío. Y este doble camino tenía lugar en una temporalidad similar, muy lenta mientras sucedía, pero increíblemente veloz al recordarla. Ella avanzaba hacia la inmovilidad, alejándose de todo contacto con su exterior más próximo, a medida que yo aprendía a verla, acercándome. Se ejercía un doble efecto: de velo hacia una nebulosa y de desvelo hacia una nueva percepción. Sin duda era algo desconocido para ambas. Durante ese tiempo en que ejercitaba ver lo que tenía delante me resistí mucho a pensar, como a veces y tanta gente decía, por decir, que ella no es la que era. Pero nunca oí decir algo así ni parecido a mi padre o a mis hermanos. Claro que no era como antes, pero entonces fue plenamente, intensamente, así. Cómo aprender a verla, reconocerla y reconocernos ahora, es una de las preguntas que me hice durante los últimos meses. Reconocer, ver, escuchar cómo es, qué desea y qué necesita, qué está queriendo decir, cómo puedo acompañarla sin proyectar una imagen previa ni una fotografía posterior.

      La doctora de cuidados paliativos que atendió y dispuso lo necesario para que se diera su muerte en casa me contó después cómo, durante las semanas previas, había observado que yo trataba a mi madre como si no estuviera enferma. Y quizás fuera cierto porque, excepto en los momentos de angustia, su juicio y su consciencia siempre fueron lúcidos y sus órganos vitales no estuvieron dañados. Yo siempre decía que mi madre no estaba enferma, sino que tenía una enfermedad.

      Cuando llegó el momento, la doctora preparó un tubo de morfina y sedante, que se dispensaría a goteo durante el tiempo necesario y vino a casa un viernes a explicarnos su funcionamiento. Al parecer, era importante respetar la dosificación y dejar que la maquinaria corporal fuera desactivándose paso a paso. Sin embargo, contábamos con dosis de refuerzo en caso de que notáramos intranquilidad o angustia. Por lo demás, el cuidado quedaba en nuestras manos y durante esos tres o cuatro días nos ocupamos de todo. La casa estaba llena de mis hermanos y mi padre, todos revoloteando del salón hasta aquella última habitación, ahora iluminada con una lamparita que proyectaba en el techo figuras de cristales. Antes de marcharse, la doctora se sentó a los pies de la cama y cogió la mano de mi madre. Se dieron mutuamente las gracias entre sorprendentes carcajadas. Es que está ya muy cansada, Isabel, dijo, está agotada.

      Primero fue un bastón, que compramos juntas en una de sus visitas a Bilbao. Era de color azul oscuro intenso, morado con dibujos de cachemir en verde y marrón. Le gustaba ese bastón, pero no quiero usarlo, decía, me tropiezo al caminar.

      Algo habitual en esta enfermedad es que quien la padece no es consciente de sus limitaciones. No son tan evidentes y quien las sufre no piensa ni siente que puede caerse, que se puede romper algo, que quizás, en un momento dado, te veas en el suelo. Todo sigue haciéndose de la manera habitual, subiendo las escaleras en lugar de coger el ascensor, yendo sola de aquí para allá, haciendo dos o tres cosas a la vez. Lo de siempre. El médico nos dijo que era importante, sobre todo, que no girase bruscamente el cuerpo, por ejemplo, para dar la vuelta si se le había olvidado algo o voltearse para hablar con alguien. Levantarse rápidamente de la silla también podía provocar una caída. Al principio eran las caídas, pues no se veían venir, pues no había tampoco una frecuencia determinada. Iba a su casa y lo primero que me decía, con rabia y con miedo, era me he caído, me he hecho daño en la costilla o en el hombro. En el baño, poniendo una lavadora o agachándose, seguramente giraba sin darse cuenta, se levantaba demasiado rápido de la silla.

      El bastón quedó junto a las cachavas de mi padre en el paragüero de la entrada. Compramos otros especiales para marcha nórdica e inició las clases de esta técnica en la Asociación de Párkinson de Bizkaia, Asparbi. La mayor parte de los médicos allí atienden de manera voluntaria. El doctor G. acudía una vez por semana. Y una o dos veces por semana mi padre acompañaba a mi madre a las sesiones de logopedia o al masaje con la fisioterapeuta. La marcha nórdica también la aprendió allí y en el hospital San Juan de Dios en Santurce. Es una técnica que ayuda a caminar de manera estable utilizando dos finos bastones. Requiere de una coordinación de brazos y piernas y consciencia corporal para que los brazos y bastones no se alcen más arriba de las caderas. Mi madre asistía a los cursos y se empeñaba como siempre lo había hecho con todo.

      Pero no pasaron muchos meses hasta que compramos el andador en una tienda de ortopedia de Bilbao. Tenía cuatro pequeñas ruedas y un asiento para cuando te cansas. Y puede ser empujado por otra persona. Lo llevaron a Algorta ese mismo día. Un rato después mi padre envió al chat de la familia una fotografía en la que se la ve caminando ayudada por el andador, en el paseo de Basagoiti. Sonreía a la cámara. Pero la imagen me impactó.

      Cuando de pequeña me cogías la cara entre tus manos, eso me gustaba. Toda mi carita cabía en ellas. Me parecía que podía quedarme al abrigo de ese calor. Una mañana después de su muerte, al despertar y aún en la cama, coloqué mis manos de la misma manera, pero las mías son frías y más estrechas.

      En la playa habían instalado un servicio público y gratuito para personas con movilidad reducida y nos animamos a ir hasta allí. Llevaba ese vestido blanco sin mangas, con bordados y capas, que resaltaba el color moreno de su piel. Habíamos encontrado en casa unas toallas de playa, la roja de mi padre y la suya, azul, con un borde de tela con dibujos de flores, en azul y blanco. Bajo el vestido, el bañador entero de rayas marineras. Tenía un cuerpo bello, no era flácido sino compacto, con formas curvas y pocas arrugas; la piel hidratada me recordaba a una figura de bronce. Las piernas musculadas, ya casi sin vello y con esas pequeñas manchas blancas en la piel producidas por la falta de melanina. A ella no le gustaban, pero yo había aprendido a apreciarlas, cuando le aplicaba la crema hidratante o cuando me pedía que le cortara las uñas de los pies. Se había dejado el pelo gris e intentábamos peinarlo hacia atrás y hacia los lados, formando un volumen redondo que acompañaba y enmarcaba su cara ovalada y una sonrisa que, contra todo pronóstico, se empeñaba en mantener.

      Ese día de agosto bajamos a la playa con la silla de ruedas eléctrica, un capazo con las toallas, el vestido blanco, un sombrero de paja, el bañador y un repuesto. Un chico y una chica del puesto de servicio se hicieron cargo de subirla sobre una especie de piragua flotante con ruedas. Mi padre se tumbó a tomar el sol. Nos metimos en el agua. Recuerdo con mucha felicidad este momento y el cariño con que aquella chica y aquel chico trataban a mi madre. Yo disfrutaba buceando y apareciendo de vez en cuando junto a ellos. Ella disfrutaba también. Dijeron una, dos y tres y hundieron la plataforma para que pudiera sentir su cuerpo flotando en falta de gravedad y pidió más, y otra vez, y ahora hundiendo la cabeza. Recuerdo perfectamente su excitación en una expresión de susto y extremo goce a la vez. Mi padre se había quedado dormido.

      Con el mismo sistema de piragua con ruedas la trasladamos hasta la caseta que el servicio tenía preparada para cambiarse de ropa. Para entonces ya casi no podía moverse y la tumbé en la camilla, dentro de la cabaña. Pero el bañador estaba muy mojado, se pegaba al cuerpo, la piel no terminaba de secarse, era como si pesara más. Salimos al sol y regresamos a casa y ya no bajamos más al servicio de baños.

      Uno de los síntomas de

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