Construcción política de la nación peruana. Raúl Palacios Rodríguez
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El camino de la República continuaba, por tanto, al amparo de aquella legislación sanmartiniana, hasta que el Congreso adoptara el sistema definitivo de la vida política.
Después de casi seis semanas de ardua labor, la Comisión dio por concluido su cometido. En efecto, ante la expectativa general de los diputados, el 4 de noviembre se leyó el dictamen respectivo que no era otra cosa que el cuerpo de las Bases de la futura Carta Magna94. Integrado por 24 items expuestos esquemáticamente, allí se exponían los principios rectores del espíritu republicano, representativo y popular que adoptaría la Constitución. Las Bases, nombre que se asumió para designar las normas estimadas como fundamentales para la organización del nuevo Estado, tenían carácter transitorio, desde que existían aún varios departamentos que estaban sometidos a la acción prepotente y depredatoria de los españoles. En las Bases, sin embargo, se fijaron los principios directrices de la flamante organización estatal. El 16 de diciembre de 1822 el virtuoso documento fue sancionado por unanimidad por la representación y rubricado con “vivas y aplausos a la patria soberana”.
Sobre estas Bases, pues, surgiría la nueva estructura política y jurídica del Perú. Pero, ¿cuáles eran los postulados directrices del documento? Entre otros, las Bases proclamaron tres grandes principios: de autonomía, de liberalismo republicano y de representación popular. “La soberanía reside esencialmente en la nación: ésta es independiente de la monarquía española y de toda dominación extranjera y no puede ser patrimonio de ninguna persona ni familia”, se lee en la introducción del documento. Significaba esta declaración la muerte de las aspiraciones monárquicas que mantenían todavía latentes algunos miembros de la nobleza y del entorno de San Martín. De aquellos tres principios genéricos, se desprendieron los siguientes preceptos dirigidos a tutelar la libertad de los ciudadanos, la libertad de imprenta, la seguridad personal y de domicilio, la inviolabilidad de la propiedad, el secreto de la correspondencia, la igualdad ante la ley, la voz activa y pasiva de todos los ciudadanos en las elecciones populares, la igual repartición de contribuciones en proporción a las facultades de cada uno, el derecho de libre petición a los poderes públicos, la independencia del poder judicial, el establecimiento del catolicismo como religión oficial del Estado, la abolición de las confiscaciones, de las penas crueles e infamantes, de los empleos y privilegios hereditarios, del comercio de negros, la libertad de vientres, etcétera. Se proclamó, asimismo, el principio de la división de poderes. Los próceres no olvidaron, en las Bases que juraron solemnemente, el postulado de que todos tienen necesidad de la instrucción, debiendo ser atendida por la sociedad y asistida por el Estado. Como afirma Santiago Távara (1951) “estas Bases de la Constitución futura no podían ser más liberales: se llevaron de encuentro el azote, las vinculaciones, los empleos venales y hereditarios (o de juro de heredad) y muchos otros privilegios” (p. 85).
Ciertamente, los citados postulados fueron analizados, discutidos y comparados. En un sobrio y conciso Manifiesto a los pueblos del Perú (1823), firmado el 19 de diciembre del año anterior, por Juan Antonio de Andueza, como presidente del Congreso y por Gregorio Luna y Sánchez Carrión como secretarios, mostraba en tono patético los peligros que representaban el “tránsito de la esclavitud a la libertad”. Con generoso y sobredimensionado idealismo decía que las Bases aprobadas representaban los “principios eternos de la justicia natural y civil”. Y concluía:
Sobre ellos se levantará un edificio majestuoso que resista a las sediciones populares, al torrente desbordado de las pasiones y a los embates del poder; sobre ellos se formará la Constitución que proteja la libertad, la seguridad, la propiedad y la igualdad civil. Una Constitución, en fin, acomodada a la suavidad de nuestro clima, a la dulzura de nuestras costumbres y que nos recuerde esa humanidad genial de la legislación de los Incas, nuestros mayores. (p. 6)
El documento preliminar exhalaba, pues, la fe en la bondad ingénita de los hombres que tanto ponderaba Juan Jacobo Rousseau en su idílica teoría sobre el “Buen Salvaje”.
La tiranía, sombra de los monarcas, fue exorcizada desde todos los ángulos de la Asamblea. Era el momento —dice Jorge Guillermo Leguía (1972)— de la embriaguez oratoria y de las bellas palabras, de los siempres y de los nuncas. “El ejercicio del Poder Ejecutivo nunca puede ser vitalicio y mucho menos hereditario”, dicen las Bases de la Constitución. “La reunión del Poder Legislativo con el Ejecutivo —advierte el fraile Méndez y Lachica— en una persona o corporación es el origen de la tiranía” (citado por Porras, 1974, p. 83). Y Sánchez Carrión que llevaba el trémolo de la Asamblea, se yergue en la tribuna para definir, con palabras aprendidas del citado Rousseau, los inalienables derechos de la soberanía y anatemizar, en el ámbito del Congreso, repentinamente enmudecido por el contagio de su verbo cálido y tribunicio, el gobierno unipersonal. “¡Señor —exclama— la libertad es mi ídolo y lo es del pueblo, sin ella no quiero nada: la presencia de uno en el mando me ofrece la imagen abominable del Rey, de esa palabra que significa herencia de la tiranía!” (citado por Porras, 1974, p. 87). De esta manera, el tribuno de Huamachuco se erigió incuestionablemente como el primer y más grande orador de la Asamblea y aunque no hayan quedado —dice este autor— sino breves resúmenes de sus discursos, en ellos se siente aún el énfasis generoso que los animó y el prestigio de una palabra hablada gallardamente y en alta voz.
Aprobado el documento-madre, inmediatamente la Asamblea nombró una Comisión de Constitución para que se dedicara a elaborar la tan urgente y ansiada Carta Magna. Las Bases fueron lo provisional, lo inaplazable en un Estado naciente y —como ya se dijo— sin normas de vida política propias. Fueron elegidos para cumplir tan elevado (y delicado) encargo Rodríguez de Mendoza (que la presidió), Pérez de Tudela, Pedemonte, Figuerola, Paredes, Mariátegui y Sánchez Carrión95. Sin embargo, sería este último —como lo recalca Porras en su ensayo biográfico— quien en realidad conduciría el quehacer de la Comisión durante los casi cuatro meses que demandó su labor. Con su ciencia jurídica y social incuestionablemente sólida, con su inocultable culto a los tratadistas de derecho franceses y sajones, con la fluidez de su brillante pluma y, sobre todo, con su inalterable fe republicana, el ilustre hijo de Huamanchuco se constituyó en el principal autor y ponente de la Constitución. Él será el encargado, con serena y noble doctrina, de escribir el Exordio de la Ley Fundamental y los dictámenes que la sustentaban, echando con ello los cimientos de nuestra ciencia constitucional (Porras, 1974, pp. 32-33). El 8 de abril de 1823, quedó listo el proyecto para su discusión en la Asamblea; a la semana siguiente, el día 15, se inició el debate, continuando todo el resto del año. Se interrumpió la labor en junio debido a causas ajenas a la Asamblea; se reanudaron en el mes de octubre (con Bolívar ya en Lima) y, después de ser aprobado por el pleno del Congreso (en sus 194 artículos), quedó listo el texto constitucional para su promulgación, refrendación y juramento el 12 de noviembre de 182396.
¿Cuál es la trascendencia histórica del primer Congreso Constituyente del Perú y qué significa, históricamente, para la ulterior vida jurídica y política del país? A pesar de sus errores (que fueron muchos) y de sus transacciones con la cruda realidad, no puede regatearse admiración a la obra conjunta de los congresistas de 1822 y, particularmente, a su líder nato que fue José Faustino Sánchez Carrión. ¿Y qué de la Carta Magna? Aparte de su estructura jurídica (que inspiró a las posteriores constituciones liberales que se dictaron) se advierte en ella no solo una preponderancia del Poder Legislativo, sino también un permanente culto a la ideología de la libertad, al humanitarismo fraternal tan hondamente peruano, a la religiosidad profunda, a la dignidad moral de que quisieron investir a la República y a la ciudadanía con el respeto de la ilustración y de la virtud. Simultáneamente, se advierte en los congresistas aquel ejemplo que dieron la mayor parte de ellos, como auténticos paladines de la nacionalidad, acerca del sentido de la respetabilidad e inviolabilidad de sus cargos. En efecto, mientras ejercieron la representación —subraya Raúl Ferrero (2003)— renunciaron a todos otros cargos