La batalla por el buen cine. Emilio Bustamante

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La batalla por el buen cine - Emilio Bustamante

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pero ignora el milagro de creación artística que encierra el otro cine.

      En El acorazado Potemkin, por ejemplo, Eisenstein logra, sin recursos técnicos, crear la escena de la escalera, que es una de las más dramáticas y cinematográficas que se han filmado jamás. Eso fue en 1926, y hasta la fecha sirve de modelo para escenas semejantes, la mayoría, por desgracia, sin el aliento genial del realizador ruso.

      Se ha dicho que El Acorazado es un grito. Pero es, además, una obra de arte inmortal. Y a ver una obra de esta naturaleza no se puede ir como se va a ver un policial de suspenso. Para recibir el arte hay que abrirse al arte, y para eso es preciso saber dónde está.

      ¿Son necesarias más razones para la existencia de este tipo de instituciones? Para su próxima función han seleccionado Ugetsu, filme japonés que obtuvo los primeros premios en los festivales de Venecia y Edimburgo. Sobre ella se han escrito las críticas más encendidas y contradictorias; algunos la conceptúan como la mejor producción de cine moderno. Se estrenó en Lima no hace mucho y estuvo tres o cuatro días en cartelera. Todos los amantes del arte creemos tener el derecho de poder ver esta joya despreciada. Y como esta, muchas otras.

      Los miembros de la Asociación saben que no están sino en el comienzo. Ha sido auspicioso, pero falta mucho, y sobre todo falta la cinemateca. Mientras no haya en Lima una cinemateca con copias de los filmes que “comercialmente” no tienen valor, como no lo tuvieron los cuadros de Modigliani, será poco lo que se pueda hacer. Pero ya se está haciendo.

      Felizmente la necesidad tiene cara de hereje, y ya era aguda la de ver estos filmes. Gracias a la determinación de un grupo, no ha sucedido lo que dice un personaje de Raíces: “Compadre, ya el hambre se ha hecho costumbre”.

      (La Prensa, 4 de junio de 1961, pp. 20-21)

      2. Las dos caras de Buñuel

      “Bastaría que el párpado blanco de la pantalla pudiera reflejar la luz que le es propia para que hiciera saltar el Universo. Mas por el momento podemos dormir tranquilos, pues la luz cinematográfica está convenientemente dosificada y encadenada”.

      Esto declaró Luis Buñuel en cierta ocasión, y añadió: “Si deseamos ver buen cine raramente lo encontraremos en las grandes producciones o en aquellas obras que vienen sancionadas por la crítica o el consenso de los públicos”.

      Y, sin embargo, el hombre que así habla, se pasó casi treinta años de su vida dirigiendo películas que ni siquiera caen dentro de esta última clasificación, ya que ni son grandes producciones ni merecen la atención cuidadosa de la crítica, ni (consuelo relativo) lograrán la aceptación del público. Fueron alrededor de catorce mediocridades.

      Encontramos a Buñuel, por primera vez, en la Residencia de Estudiantes de Madrid, al lado de Salvador Dalí y Federico García Lorca. Había nacido en el pueblo aragonés de Calanda en 1900, y su juvenil amistad con Dalí determinaría su trayectoria.

      El futuro director aragonés y el futuro pintor catalán emprenden juntos la filmación de una película: Un perro andaluz, allá por 1928.

      El resultado es una obra maestra de veinte minutos de duración. Había sido concebida como un insulto al público, y el día del estreno Buñuel fue al teatro con piedras en los bolsillos, para defenderse.

      Pero no las necesitó. Un perro andaluz fue aclamada por un público compuesto por jóvenes “snobs” y partidarios del superrealismo.

      Esto decepcionó a Buñuel. Él mismo decía más tarde: “Qué puedo yo contra ese público imbécil que ha encontrado bello o poético lo que, en el fondo, no es más que un desesperado y apasionado llamamiento al asesinato”.

      Un perro andaluz comenzaba con una secuencia que ha hecho desmayar a algunas espectadoras: una navaja entra en el ojo de una joven y lo hace saltar, derramando todos los humores. (En realidad, el ojo era el de un pollino muerto).

      Pero esta película carecía de argumento, y dos años más tarde, siempre con la colaboración de Dalí, Buñuel filma La edad de oro, considerada por la crítica mundial como la película más revolucionaria, anticonvencional y descarada que se haya filmado jamás, y una de las obras más originales y perturbadoras de todos los tiempos. Esta sí tenía cierta ilación poética y fue una de las primeras películas sonoras rodadas en Francia.

      Pero, contra lo previsto, el estreno de La edad de oro, motivó un verdadero motín... Dos días después el Prefecto de París tenía que prohibir su proyección y el filme no volvió a verse hasta después de la Segunda Guerra Mundial.

      Pasan otros dos años y Buñuel incurre en el terreno del documental. Se va a la región española de Las Hurdes y logra una película espeluznante: Tierra sin pan. Resultado: el gobierno español la prohíbe, pero el resto del mundo se estremece con ella.

      Y aquí, aparentemente, desaparece Luis Buñuel. Se convierte en un profesional del cine; y este genial realizador, poseedor de una fuerza seca incomparable, que podía traducir a imágenes cinematográficas, se dedica a dirigir una colección de películas fáciles, con cierto matiz de talento en el fondo, como un gran novelista metido a escritor de radioteatros.

      Hay un profundo despertar en 1950, cuando emprende Los olvidados, que merece el premio a la mejor dirección en Cannes y trece “Arieles” en México. Era la consagración definitiva y oficial, pero Los olvidados era un esfuerzo un tanto vacío de utilizar el aspecto formal de sus imágenes despiadadas basadas en la injusticia social.

      Al parecer, Buñuel olvidó rápidamente Los olvidados, pero utilizando sabiamente sus laureles, reinició su colección de mediocridades, siempre ligeramente teñidas de talento.

      Robinson Crusoe, Él, Abismos de pason, La ilusión viaja en tranvía, Ensayo de un crimen y La muerte en este jardín, unas más y otras menos, reflejan el conflicto entre el genio que quiere asomarse y el afán comercial. El resultado es un tanto patético, pues estos filmes no son lo suficientemente malos como para alcanzar el abrumador éxito taquillero que, al parecer, se perseguía, ya que no logran disimular del todo la mano maestra de su creador.

      Los amantes del buen cine siguen fielmente a Buñuel año tras año, y sufren un desengaño tras otro. A veces hay una recuperación parcial como en Robinson Crusoe, cuya poesía pura y sin palabras fue quebrada en la versión que vino a Lima con el añadido de una prudente e innecesaria narración.

      Finalmente, Buñuel desempolva a Zachary Scott y, en inglés, filma La joven. No es una obra cumbre, y menos para él, pero es un gran filme. Sin embargo, la crítica se alarma: parece que es lo mejor que puede dar de sí el genial director español. Es mucho, pero no para él. El síntoma es más alarmante que sus mediocridades comerciales.

      Y súbitamente, en el Festival de Cannes de 1959, hace su aparición Nazarín.

      Aparte de la extraordinaria calidad de esta película, que la coloca entre las más fuertes y directas de la historia del cine, tiene otro gran mérito: la época en que ha sido filmada.

      En un momento en que se está afianzando en el mundo la convicción de que el arte de este siglo es el cine, y rodeado por una verdadera avalancha de producciones geniales, sobre todo francesas e italianas, Buñuel es prácticamente un solitario representante de un país que no quiere ser representado por él.

      Nadie esperaba Nazarín. La poderosa ola italiana amenazaba

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