Lituma en los Andes y la ética kantiana. Fermín Cebrecos
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Si, sobre la base de una “metafísica de la naturaleza” que solo puede proporcionar datos empíricos, se pretende explicar las acciones humanas, debe recurrirse al principio de causalidad y, al amparo de este procedimiento, no podrá demostrarse cómo deberían haber sido dichas acciones. Esta tarea –es decir, la formulación y legitimación de los juicios morales– le incumbe a la “metafísica de las costumbres”, que constituye la parte a priori e irrenunciable de la ética. Como de lo que aquí se trata es de actuar racionalmente, para ese fin ha de atribuirse a la razón la existencia de principios prácticos independientes de la naturaleza empírica. El objetivo central de la Fundamentación de la metafísica de las costumbres está dirigido –como ha señalado H. J. Paton (2005, p. 216)– a establecer un principio supremo de moralidad que sintetice y unifique dichos principios prácticos puros. No ha de verse, entonces, en dicha obra, a pesar de los ejemplos que Kant trae a colación, una explicación de cómo se aplica dicho principio (tarea, propiamente hablando, de su Metafísica de las costumbres (1797), sino de fundamentar la causa última acerca de por qué se llama buena, o virtuosa, o moralmente valiosa, a una acción hecha libre y deliberadamente por los seres humanos.
5. Significado unitario de las tres formulaciones del imperativo categórico
Aun cuando se ha atribuido a las tres formulaciones un ámbito propio de extensión conceptual22, hay que convenir en que si el imperativo categórico es uno, los tres enunciados tienen que decir, en último término, lo mismo. Véase cómo, en efecto, ello es así.
En la primera formulación se trata de escoger una “máxima” de comportamiento que sea universal y necesaria y, por ende, que esté desposeída de su componente de subjetividad y originada aprióricamente. Su elección ha de llevarse a cabo por la actuación de la “buena voluntad”, esto es, por un “querer” que, libre de las diferencias que separan a los seres humanos, se unifique en un imperativo común: “Trata al ser racional como en fin en sí mismo, nunca como medio”. Por consiguiente, la segunda formulación del imperativo categórico infunde un contenido concreto a una fórmula que aparecía como genérica y abstractamente enunciada. En otras palabras: si ha de existir una “ley necesaria para todo ser racional”, desde la que haya que enjuiciar sus acciones “según máximas de las que él mismo pueda querer que sirvan como leyes universales”, dicha ley tiene que partir, en aras de su validez universal, de una premisa unitaria: el ser racional es, al mismo tiempo, el sujeto y el objeto del imperativo categórico y no ha de prestarse nunca para convertirse en condición (es decir, en imperativo hipotético) de ningún otro imperativo.
Tanto en la primera formulación como en su variable, el concepto más importante es el de una voluntad que necesariamente ha de ser calificada de “buena”. Ahora bien, solamente podrá quererse que los seres racionales se comporten de la misma manera si es que, mediante el método introspectivo, todos encuentran en la razón pura práctica idéntico imperativo categórico (esto es, el expresado en la segunda formulación). Dicha voluntad, que es “una especie de causalidad de los seres vivos, en cuanto que son racionales”, ha de poseer una propiedad derivada de esa causalidad: la libertad. Y es precisamente la libertad la que hace posible que la voluntad no sea determinada por “extrañas causas” (ajenas a la razón) que la impidan ejercer su dominio (FMC, p. 139; Ak IV, núm. 446). Sin la existencia de una “voluntad buena” no podría evadirse la “necesidad natural” de actuar según “principios prácticos materiales” y tampoco podría hacerse abstracción de los “fines subjetivos”. Pero solamente porque la conciencia moral pone ante la voluntad un imperativo (esto es, un “principio práctico formal”) que todos los seres racionales se re-presentan como “bueno”, es que puede hablarse de un “fin objetivo” puesto exclusivamente por la razón y convertido en el fundamento de posibilidad de la acción (FMC, p. 115; Ak IV, núm. 427). En consecuencia, la voluntad es una facultad, propia tan solo de los seres racionales, que consiste en determinarse uno a sí mismo a obrar conforme a la representación del contenido de la conciencia moral (FMC, pp. 114-115; Ak IV, núm. 427).
Lo anterior, sin embargo, no exime de dificultad a lo que Kant entiende por “naturaleza” en la variable de la primera formulación. Desde luego que el ser racional, al querer que todos los demás seres racionales se comporten de acuerdo a un imperativo formal, tendrá necesariamente que aplicar la ley a la naturaleza humana stricto sensu interpretada, esto es, a la “diferencia específica” que hace que el ser humano sea “humano” y no otra cosa. En este sentido, naturaleza equivale a “humanidad” y “humanidad” se identifica con “racionalidad”23. El concepto de “humanidad” es el factor de unión entre la primera y la segunda formulación, ya que en él, entendido como esencia o naturaleza humana, se dan la mano la máxima, la voluntad y la necesidad, esta última derivada del “libre querer” de “usar” la “humanidad” siempre como un “fin” y nunca como un “medio para”. Como ya se ha visto, todo ello queda más claro mediante el recurso al “principio práctico supremo”, el cual supone, a su vez, la diferenciación entre “cosas” y “personas”. “Persona” es sinónimo de “ser racional”, de “humanidad”, de “fin en sí mismo”, de “dignidad” y no de “precio” (FMC, p. 125; Ak IV, núm. 434). Kant entiende por fin “lo que le sirve a la voluntad de fundamento objetivo de su autodeterminación”, y puesto que la razón pura práctica es la misma y es la que lo propone, entonces dicho fin “debe valer igualmente para todos los seres racionales” (FMC, p. 115; Ak IV, núm. 427). El segundo enunciado del imperativo categórico ha de ser, por consiguiente, un “principio universal válido y necesario para todo ser racional” y “para todo querer”, es decir, una “ley práctica” no fundamentada en la facultad de desear, que es la fuente originaria de los imperativos hipotéticos, sino totalmente a priori y, consiguientemente, universal y necesaria (FMC, pp. 115-116; Ak IV, núm. 427-428).
De las dos formulaciones se desprende qué entiende Kant por “naturaleza racional”: facultad introspectiva, encuentro del mismo imperativo categórico en la conciencia moral y posesión de una voluntad que pueda definirse como “intención de obrar” de acuerdo a dicho imperativo. La naturaleza racional “existe como un fin en sí mismo”, y a esa convicción se adviene poniendo en práctica el método introspectivo. El ser humano, dice Kant, “se representa su propia existencia” (existencia = esencia), y mediante dicha representación toma conciencia de su naturaleza racional y, simultáneamente, de lo que ella implica en lo referente a la “idea del deber”; “pero también todo otro ser humano –añade– se representa su existencia siguiendo la misma base racional que es válida para mí”. En consecuencia, la naturaleza humana (es decir, el ser racional) se convierte en el principio práctico supremo y en la auténtica razón práctica, derivándose de ellos, como de su fuente natural, todas las normas determinantes de la voluntad.
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