Lituma en los Andes y la ética kantiana. Fermín Cebrecos
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Pero, adicionalmente, la segunda formulación, que se identifica con el denominado “principio práctico supremo”, contiene en su enunciado el término “persona”. Si no existiera un principio supremo o, como dice Kant, “algo cuya existencia en sí misma tiene un valor absoluto”, entonces la moralidad carecería de un “cimiento” firme en el que fundamentarse y, por consiguiente, sería imposible establecer una ética metafísica, esto es, una ética con pretensiones de validez universal. En otras palabras: todo valor estaría condicionado y no poseería, propiamente hablando, valor, sino “precio” (es decir, un “valor limitado”).
Kant (2012) descarta, por poseer solo un valor condicionado, los “objetos de la inclinación” como inherentes al principio práctico supremo. Y especifica:
Si, pues, ha de haber algo cuya existencia en sí misma tenga un valor absoluto y lo que, como fin en sí mismo, pudiera ser base de normas determinadas, en ello y solamente en ello radicaría la base de un imperativo categórico, es decir, de una ley práctica. (p. 137)
En consecuencia, la condición imprescindible para que pueda darse una ética formal con pretensiones de universalidad es, a no dudarlo, la existencia de un principio práctico supremo que, identificando objetividad y subjetividad o, lo que es lo mismo, haciendo coincidir, mediante la buena voluntad, la máxima con la “finalidad” universal, sea un imperativo categórico. Es así como Kant soluciona el problema referente a cómo las leyes que determinan nuestra voluntad pueden convertirse en leyes determinantes de la voluntad en general y, de este modo, deducir un “respeto ilimitado” para el ser en que convergen ambas “determinaciones”.
Es en esta coyuntura donde el filósofo de Königsberg establece una jerarquía bien definida: los seres –dice– cuya existencia no depende de nuestra voluntad sino de la naturaleza, se llaman cosas si es que son “seres irracionales” y poseen, por lo tanto, un valor limitado (esto es, un precio estipulado por el ser racional). Sin embargo, los seres cuya existencia tampoco depende de nuestra voluntad, pero que son racionales, se llaman personas “porque ya su naturaleza los señala como fines en sí mismos” y, consiguientemente, no deben ser puestos nunca como medio, sino tratados con un respeto irrestricto, esto es, no limitado por la arbitrariedad y el abuso. Las personas –añade Kant– no son “fines subjetivos”; son, más bien, fines objetivos y, por ende, “cosas cuyo ser es fin en sí mismo, y ciertamente un fin tal que en su lugar no puede ponerse ningún otro fin a cuyo servicio tuvieran que estar como meros medios”. El “ser” de estos seres naturales racionales (“cosas” = res cogitans cartesiana) es, en definitiva, su naturaleza stricto sensu, esto es, lo que hace que sean lo que son, “naturaleza” que se identifica con la racionalidad (FMC, pp. 116-117; Ak IV, núms. 427, 428). Si a una cosa se le encuentra un sustituto equivalente a ella, entonces carece de “dignidad” y de “virtud”; posee tan solo un “precio”. La “humanidad”, en cuanto naturaleza stricto sensu, es capaz de moralidad y, por lo tanto, no tiene precio sino, más bien, un valor irrestricto. No puede usarse como cosa para uso caprichoso de una voluntad determinada (ni siquiera la de Dios, formulada en los códigos éticos de la religión; y, mucho menos, la que expresan las ideologías políticas mediante sus líderes y dirigentes).
Como puede verse, Kant parte de un ser cuya existencia posee, en sí y por sí misma, un valor absoluto y, debido a esta causa, se constituye en un sujeto-objeto fundamentante de todas las leyes. Sin la existencia de dicho ser, identificado con una esencia que es la “humanidad” (o racionalidad pura), no habría posibilidad alguna de un imperativo categórico. Ello implica que todo lo que no es racional no puede constituirse en fin objetivo (esto es, universal y necesario). Ha de ser, más bien, un fin relativo que solamente puede dar de sí imperativos hipotéticos, de ahí que todos los objetos relacionados con la subjetividad (inclinaciones, apetencias, facultad de desear) tengan un valor condicionado y que “el deseo general de todo ser racional” estribe en “librarse totalmente” de su injerencia. Así, pues, la persona es siempre un fin objetivo porque ya “su naturaleza la distingue como un fin en sí misma”, y no puede ponerse en su lugar ningún otro fin al cual ella haya de servir como “mero medio” (FMC, pp. 116-117; Ak IV, núm. 428).
4. Tercera formulación y variable de la tercera formulación
Tercera formulación: “Obra como si tu voluntad, por su máxima, pudiera considerarse a sí misma al mismo tiempo como universalmente legisladora” (FMC, p. 124; Ak IV, núm. 434).
Variable de la tercera formulación: “Obra por máximas de un miembro legislador universal en un posible reino de los fines” (FMC, p. 130; Ak IV, núm. 438).
Si se admite que la naturaleza racional no puede usarse nunca como “medio para”, sino que “existe como fin en sí misma”, y que así, mediante la “visión” que le proporciona el método introspectivo, se representa el ser humano su existencia, entonces ha de afirmarse que del imperativo categórico, en cuanto principio objetivo y “fundamento práctico supremo”, han de emanar “todas las leyes de la voluntad”. Tales proposiciones quedan sintéticamente plasmadas en la tercera formulación del imperativo categórico, denominada por Kant “principio objetivo de la voluntad” y conocida también como la “fórmula de la autonomía”. En ella, a la que Kant califica de “más severa” y “menos cordial” que las dos anteriores (FMC, p. 126; Ak IV, núm. 436), aparece el ser humano nuevamente como “sujeto agente”, aunque el acento se coloca ahora no en su cumplimiento de la ley, sino en su condición de autolegislador (Paton, 2005, pp. 43-44).
Ininteligible sin su conexión directa con la primera formulación y con su respectiva variable, el tercer enunciado exige poner en juego la idea de “buena voluntad”, lo único “bueno” sin restricción que existe en cualquier mundo posible. Es esta “buena voluntad” la que “rectifica y acomoda a un fin universal” el temperamento, el carácter, la fortuna, la felicidad y todos los dones humanos, convirtiéndose así en “la indispensable condición que nos hace dignos de ser felices”. Mas la voluntad es “buena” no por lo que lleva a cabo ni tampoco por alcanzar un fin determinado; es, como ya se ha visto, una “joya brillante por sí misma” y, gracias a su querer liberarse, en su actuación, de todo aquello que, según la razón, la subyuga y esclaviza, se convierte en más valiosa que la suma de todas las características subjetivas (FMC, pp. 69-71; Ak IV, núms. 393-394). Sin embargo, para que la razón, “que debe tener influjo sobre la voluntad”, produzca su verdadero destino (“una voluntad buena”), tiene que ser una facultad práctica pura. Dicha voluntad no es todo el bien, ni tampoco el único bien, pero sí es el “bien supremo” (FMC, p. 73; Ak IV, núm. 396). En consecuencia, será la buena voluntad la que, desechando toda inclinación y actuando por deber, haga el bien y dote a las acciones de un carácter que ha de ser calificado de “moral” (FMC, pp. 73, 77; Ak IV, núms. 396, 399).
¿Cuál es, en último término, el fundamento generador y determinante de la voluntad? Si una acción es buena solamente si ha sido hecha por deber y el valor moral no reside en ella, sino en la intención de obrar por puro deber, entonces ha de colegirse que la voluntad tiene que estar determinada por un principio formal que se encuentra exclusivamente en el ser racional, que es el único capaz de representarse “la ley en sí misma” (FMC, pp. 78-80; Ak IV, núm. 401). La respuesta al interrogante: ¿y cuál es esa ley que determina a la voluntad y hace que esta pueda llamarse buena en absoluto y sin restricción alguna?, es, sin duda, la “máxima” de la primera formulación, convertida, al independizarse de todo rezago de subjetividad, en imperativo categórico. Dicha máxima formal ha de servir de principio a