Lituma en los Andes y la ética kantiana. Fermín Cebrecos
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La acción (u omisión de la acción) es el punto de desembocadura de la praxis moral, y en ella se pondrán en juego los tres componentes anteriores. En la ética kantiana la acción puede ser calificada teóricamente de buena, pero en la práctica tal calificativo resultará de imposible aplicación, ya que nadie –ni siquiera el propio agente– puede estar seguro de que en ella no se hayan inmiscuido elementos subjetivos. El ser humano “es capaz de concebir la idea de una razón pura práctica”, pero, al estar “afectado por tantas inclinaciones” (H. J. Paton las llamó “deseos habituales”), “no puede tan fácilmente hacerla eficaz in concreto en el curso de su vida” (FMC, p. 65; Ak IV, núm. 389). Ello no obstante, a la metafísica de las costumbres le incumbe investigar “la idea y los principios de una voluntad pura posible, y no las acciones del querer humano en general, las cuales en su mayor parte se toman de la psicología”, esto es, de una antropología empírica que se hace cargo, en el plano ético, de lo que ocurre, mas no de lo que debería ocurrir (FMC, p. 66, 151; Ak IV, núms. 390, 455). En una ética metafísica no son, entonces, las consecuencias –o, lo que es lo mismo, las acciones– su criterio de verdad. Las acciones son, más bien, fenómenos que aparecen ante los sentidos y, por ende, empíricamente registrables a posteriori; y, precisamente por serlo, no podrán nunca adjetivarse de “puras”. Por el contrario, “cuando se trata del valor moral”, lo que ha de primar son “aquellos íntimos principios” que han de regir las acciones y que son invisibles incluso para el propio agente (FMC, pp. 89, 88; Ak IV, núms. 407, 408).
De todo ello ha de colegirse que resulta fácil definir teóricamente una acción buena (lo es si concuerda íntegramente con lo ordenado por la razón pura), pero en la práctica será imposible señalar una acción que esté investida de tal prerrogativa.
2. Tres características esenciales de la ética kantiana11
Como ya se ha dicho, Kant pretende que sea la razón la que determine, en orientación esclarecedora, la vida privada y la pública y, en dicho afán, comienza afirmando que es de “urgente necesidad” la elaboración de una “filosofía moral pura”, esto es, liberada de toda adyacencia empírica. Lo “puro” se identifica con lo exclusivamente “racional”, de ahí que una ética metafísica no deba tomar en cuenta a la “antropología”.
Parecería haber aquí una contradicción con el concepto general de ética anteriormente propuesto (“una rama de la filosofía práctica que estudia lo que el ser humano debe ser, pero fundamentándose previamente en lo que el ser humano es”), puesto que de dicho concepto se infiere con claridad la necesidad de una antropología filosófica como antecedente ineludible de la ética. Mas la “antropología” a la que en este contexto hace referencia Kant no es, en modo alguno, la antropología filosófica –puesto que esta, kantianamente considerada, no es otra cosa que una reflexión racional sobre el ser del hombre–, sino la antropología estructurada con base en el método científico (antropología física, antropología cultural, por ejemplo), a la que puede llamarse también antropología empírica. Como su nombre lo indica, sus teorías necesariamente tienen que estar fundamentadas en la experiencia proporcionada mediante los datos sensoriales, cosa que Kant tratará de erradicar en su ética. En consecuencia, la “antropología” no está relacionada con la “metafísica” sino, más bien, con una “psicología empírica” y con una “física de las costumbres”.
Luego de poner de manifiesto el carácter a priori que debe poseer la ética, Kant subraya, como segunda característica, su ‘universalidad’. Una ética metafísica solo es posible si sus principios prácticos se deducen de la “idea común del deber” (“común” posee aquí, obviamente, el significado de universal). Ahora bien, para los pensadores de la Ilustración el único denominador común que tienen los seres humanos, y que realmente los “universaliza”, es la razón; de ahí que la “idea del deber”, al ser puramente racional, se convierta en el fundamento de una ética no empírica. Esta “idea común del deber” garantiza que pueda hablarse de una ética válida universalmente para todos los seres racionales. Pero la universalidad no sería tal si sus leyes no estuviesen premunidas de necesidad. Así, pues, de la “idea del deber”, como de su matriz originaria, proceden las “leyes morales”, las cuales, si es que han de erigirse en “fundamento de una obligación”, deben implicar una “necesidad absoluta” que no admite contradicción en ningún caso. Por “fundamento” entiende Kant lo que él llama “principio práctico”, es decir, una “ley” que norme las costumbres de manera racional. Y tal fundamento, para que sirva de base a una ley necesaria, no debe buscarse en la naturaleza (empírica) del hombre ni en “las circunstancias del universo en las que el hombre está puesto”, ya que la referida naturaleza y el mundo circundante constituyen “lo otro de la razón” y, por lo mismo, se identifican con lo perteneciente a las peculiaridades de cada sujeto (subjetividad). Se trata, en definitiva, de una ética en la que la voluntad sea movida exclusivamente por el concepto del deber. Solo así las acciones humanas adquirirán valor moral o, lo que es lo mismo, serán “buenas”, independientemente del fin o propósito que, mediante ellas, se desee lograr.
La razón humana, carente de crítica, ha intentado primero, según Kant, el recorrido de todos los “caminos ilícitos, antes de encontrar el único verdadero”. Por “caminos ilícitos” han de entenderse aquí las leyes empíricas, derivadas todas ellas del “principio de felicidad”, mientras que el “camino verdadero” es el que coincide con el “principio de perfección”, un concepto racional que se convierte en autónomo si se encuentra determinado en exclusiva por la razón pura práctica. Los principios empíricos, al derivarse de “la peculiar constitución de la naturaleza humana”, son heterónomos y no pueden erigirse en fundamento de las leyes morales. De ellos el más rechazable es el principio de la propia felicidad porque borra las fronteras entre el vicio y la virtud. En consecuencia, la ética kantiana ha de basarse en “conceptos de la razón pura” y no en principios derivados de la experiencia. La “ley moral”, para diferenciarse de la “regla práctica”, debe fundamentarse, entonces, sobre la “idea del deber”, derivándose de esta cimentación que la ética kantiana asuma las tres características propias de los principios lógicos, extraídos, en este caso, de la “razón pura práctica”. Los principios prácticos, al igual que la ética formal kantiana, son, por consiguiente, a priori, universales y necesarios.
3. El fundamento del deber12
Por colisionar con la lógica interna de la razón práctica, está claro que no constituyen fundamento del deber las acciones hechas en contra de este. Son descartadas, asimismo, las ideas que, aun cuando sean “conformes” al deber, proceden, más bien, de la “inclinación inmediata” (es decir, de una inclinación desinteresada y aparentemente racional), y de otros tipos de inclinación subjetiva. En todo lo ejecutado por “inclinación a…” se trata siempre, según Kant, de acciones “mediadas” por el ego y, por tanto, hechas con “intención egoísta”. Puede haber, sin embargo, acciones que se llevan a cabo “conforme al deber” y que, además, el sujeto siente hacia ellas una “inclinación inmediata” (por ejemplo: cobrar a todos el mismo precio por el mismo producto, a fin de evitar el castigo de algún funcionario de la Sunat que podría hacerse pasar como cliente). Pero dicha conducta es muestra de un egoísmo más refinado y, por ende, sus actos, aunque “conformes al deber”, no se hacen “por deber”.
Aparece aquí una célebre distinción kantiana: “obrar conforme al deber” y “obrar por deber”. El comportamiento “conforme al deber” coincide con lo que puede denominarse “legalidad” y, por consiguiente, se atiene al cumplimiento de la acción no por convicción de la bondad de la misma, sino por “inclinaciones” subjetivas (miedo, amor propio, adecuación a lo prescrito por la