Lituma en los Andes y la ética kantiana. Fermín Cebrecos

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Lituma en los Andes y la ética kantiana - Fermín Cebrecos

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ética formal. La razón en ética recibe el nombre de razón práctica o conciencia moral (en Kant la conciencia moral será denominada también “razón práctica pura”). La ética formal pretende dirigir la conducta humana por medio de imperativos universales y necesarios ubicados puramente en la razón; son, por tanto, leyes a priori (no formuladas “desde” ni sacadas “de” la experiencia). La ética formal se identifica, entonces, con una ética ideal (en latín, forma reproduce el significado del término griego eidos; y ambas palabras significan “idea”). Es por eso que puede recibir los nombres de ética ideal o eidética, puesto que está basada, en último término, en un referente ideal, en una “idea del deber” (deón = idea del deber) y, por ello, se le aplica también el nombre de deontología. Una ética así constituida presupone la existencia de una “naturaleza” o “esencia” humana inmutable (que en Kant se identifica con la “racionalidad pura”), de la que emanan, de manera inalterable, los principios prácticos (en forma de leyes, normas, imperativos) que deben regular el comportamiento. En consecuencia, y como ya se ha dicho, la ética formal kantiana presupone una antropología filosófica en la que el ser humano sea definido como un ser puramente racional.

      En cambio, si se pretende regular la conducta humana mediante normas o principios que no son a priori, sino, más bien, tomados de la experiencia (por ejemplo: el obrar para conseguir la “felicidad”), esto es, si se da a la ética un “contenido” detectable (y, en cierto modo, empírico), extraído inductivamente de lo que los seres humanos, por experiencia, consideran como el “bien supremo” en la vida real, entonces se habla de una ética material. Esta no es una ética a priori, ni universal, ni necesaria y, por consiguiente, considera cambios y matices en la aplicación de sus principios morales, puesto que ellos son relativos, por ejemplo, a la situación en la que el ser humano se encuentra (de ahí que a la ética material se la conozca también, en una de sus variables, con el nombre de “moral de la situación”), mientras que la ética formal, al fundamentarse en principios a priori, aspira a tener una validez universal que esté por encima de los avatares históricos y de las peculiaridades humanas.

      No pocos autores denominan ética eudemonista (eudaimonía = felicidad) a la ética material, puesto que piensan que, en último término, se considera en ella a la felicidad como el “bien supremo” perseguido en sus acciones por el hombre. Se trata de una ética teleológica en la que, al contrario de lo que sucede en las éticas deontológicas, se prioriza la felicidad sobre lo racionalmente correcto (el deber, lo bueno en sí mismo, la justicia) (Polo, 2013, pp. 63-76).

      La antropología filosófica que sirve de fundamento a la ética material toma en cuenta que el ser humano no es exclusivamente “razón pura”, sino que posee también un cuerpo y condicionamientos histórico-sociales que influyen en lo que respecta al bien o mal moral en su relación con la felicidad. Se pretende superar así la confrontación que efectuó Hume entre racionalidad y sentimiento, y que Kant convertirá en la de “objetividad” frente a “subjetividad”, pues se considera que esta última dicotomía parte en dos la naturaleza unitaria de la existencia moral y desconecta entre sí sus componentes esenciales (razón, valor, sentimiento, felicidad).

      Así, pues, mientras la ética formal ha sido calificada de “deontológica” (por su vinculación exhaustiva a la “idea del deber”), “esencialista” y “perfeccionista” (esta última basada, según Kant, en “principios racionales heterónomos”, aunque superior a la ética teológica: FMC, p. 135; Ak IV, núm. 443), la ética material ha recibido los calificativos de “consecuencialista”, “utilitarista”, “situacional” y “eudemonista”. Dichos términos representan el reverso de la moral kantiana, ya que en la ética material la “bondad” y la “justicia” se constituyen en la “acción”, en el a posteriori de la experiencia y, más en concreto, en un consecuencialismo fundamentado en lo que los seres humanos, por experiencia de los resultados obtenidos, consideran que puede acarrear la felicidad. En la ética kantiana, por el contrario, para estatuir el modo en que la persona debe comportarse, se prescindirá de todo aquello que no sea racional, no importando que en la práctica no se comporte así (FMC, p. 96; Ak IV, núm. 413). La contingencia y la necesidad, a las que Aristóteles hacía referencia en su conceptuación de la ética, marcan sin duda el derrotero de gran parte del pensamiento occidental.

      La nominación de ética formal y ética material se presta a un juego de equivalencias y de sinonimias. Así, por ejemplo, a la ética centrada en la felicidad se le llama también ética teleológica o “ética de máximos”, reservándose el nombre de “ética de mínimos” para la deontológica2 (Polo, 2013, pp. 32, 56-58). Como se verá más adelante, los principios prácticos de ambas obtendrán una formulación distinta en el formalismo kantiano: imperativos hipotéticos (propios de la ética material) e imperativo categórico, ley objetiva en la que se unificará todo el contenido de la conciencia moral. La relación logos-ethos, ámbito de estudio de la actual metaética, se constituye en basamento imprescindible de toda ética formal.

      El logos se convierte en dia-logos en J. Habermas, quien –en palabras de M. A. Polo (2009, p. 105)– no pretende fundamentar la moral desde un metadiscurso, tal como lo hizo Kant. Mientras en la racionalidad práctica aristotélica y en la racionalidad utilitarista o pragmática, la ética está asociada a lo felicitante (eu zen-vita bona– “propiciar el placer y evitar el dolor”), en la racionalidad kantiana, a la que Habermas (2000, pp. 125-126) denomina “racionalidad moral”, debe actuarse mediante “máximas universalizables”, alcanzadas de modo dialógico y sin romper totalmente con las “perspectivas egocéntricas”.

      3. Las diferencias entre “razón teorética” y “razón práctica”

      De la filosofía de Aristóteles –y de buena parte de la que en Occidente fue, de un modo u otro, su continuación– pueden deducirse cinco diferencias fundamentales entre la “razón teorética” y la “razón práctica”, las cuales se ubican concretamente en el punto de partida, en el método, en el punto de llegada, en el objetivo final y en el modo de expresión.

      Ha de partirse del hecho de que tanto Aristóteles como Kant sostienen que la razón humana es una sola (Kant habla de “una y la misma razón”, FMC, p. 67; Ak IV, núm. 391), solo que su uso o desenvolvimiento pueden aplicarse a los dos ámbitos mencionados: el de la “teoría” y el de la “praxis”, recibiendo en cada caso, respectivamente, la denominación de razón teorética o razón práctica. En efecto, cuando se trata de buscar la verdad (tanto en física como en metafísica), entonces se habla de una razón teorética, y cuando de lo que se trata es de encontrar en la razón las normas que deben dirigir las acciones que el hombre hace libre y deliberadamente, entonces la razón es denominada razón práctica. Esta última recibe también, como ya se ha dicho, el nombre de conciencia moral.

      He aquí, descrito de manera comparativa, el diferente itinerario que siguen ambas razones.

      El punto de partida de la razón teorética (aplicado aquí a una ciencia que no es “práctica” ni “creadora”, sino teórica: la física) (Metafísica, E 1025b-1028a) es lo específico, lo cambiante, lo empírico (es decir, el caso particular concreto registrado en la experiencia, teniendo en cuenta que el concepto de experiencia irá adquiriendo históricamente connotaciones que van más allá de lo sensorial). Se trata, entonces, de algo susceptible de ser observado (sensorial o vivencialmente) y de ser sometido –tal como sostendrá más tarde la ciencia moderna– a la repetición y al control matematizado.

      En segundo lugar, el método inductivo3 se encargará de “elevar” el caso particular hacia una generalización teórica o, lo que es lo mismo, al rango de una teoría científica (del griego theorein, que significa “abarcar el todo” con la mirada de la razón, premuniéndolo

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