Lituma en los Andes y la ética kantiana. Fermín Cebrecos

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de a W. Faulkner. Todo esto, que testimonia el hecho de que sin una aristocracia cultural se impondrá el caos, es “indigerible” para el “marxista que Vargas Llosa tiene arrinconado en su interior”.

      Volpi (2012) asevera que MVLl “acierta al diagnosticar el final de una era: la de los intelectuales como él”, pero, en tesis opuesta, aboga por ver en esta mutación no un triunfo de la barbarie, sino la oportunidad de definir, ante un panorama en el que ciertos ideales de la Ilustración se han mostrado fallidos, nuevas relaciones de poder cultural. Y añade:

      La solución frente al imperio de la banalidad, que tan minuciosamente describe, no pasa por un regreso al modelo previo de autoridad, sino por el reconocimiento de una libertad que, por vertiginosa, inasible y móvil que nos parezca, se deriva de aquella por la que Vargas Llosa siempre luchó.

      Más allá de las discordancias que puedan establecerse con el texto de J. Volpi, ha de quedar en claro que, efectivamente, el ideal libertario, pese a todos los sojuzgamientos a los que pueda estar sometido (y será difícil encontrarle mayores obstáculos que los que le planteó SL en el relato de LA), constituye la síntesis ético-política de MVLl. Sito en la encrucijada de caminos contrapuestos, en dicho ideal late el sapere aude de la Ilustración, puesto que, cultivado críticamente, “nada puede reemplazar a la cultura en dar un sentido más profundo, trascendente, espiritual a la vida”; sería, más bien, una “tragedia” que el “progreso tecnológico”, “científico”, “material”, se convirtiese en sucedáneo de la tarea de pensar por cuenta propia. Pero, en su opinión, habrá que dejar en manos de la historia, nunca fatídicamente preanunciada, la posibilidad de que la “cultura de la libertad” reemplace en profundidad y vigor a la actual, convertida, ella misma, en “algo superficial”. Imposible no detectar aquí los ecos del existencialismo sartreano y el enjuiciamiento que le merecía a Martin Heidegger (1969, pp. 75-76), dos años después de que Hitler subiera al poder en Alemania, una “técnica” que, en su avance desmesurado, podía privar al hombre de su conciencia histórica. E imposible también no asegurar que MVLl coincidiría con caracterizar al tiempo presente –tal como lo ha hecho Juan Goytisolo en su discurso de recepción del Premio Cervantes (El País, 27 de abril del 2015)– con los signos de una “uniformidad impuesta por el fundamentalismo de la tecnociencia”.

      Si MVLl arremete en contra del “espectáculo” que ofrece una cultura que tiende a desembocar en el “puro entretenimiento”, y si, además, está convencido de que esta “frivolización” consiste en “tener una tabla de valores completamente confundida” y en sacrificar a lo inmediato “la visión del largo plazo” (Martínez, 2012), cabe preguntarse cómo y por qué, en medio de este panorama cultural, sobrevive la capacidad de someterlo a crítica. La respuesta radica, sin duda, en el poder de una razón que filtra jerárquicamente (este es el significado del verbo griego krinein) lo que ante ella se presenta. Pero la razón no admite en MVLl ni un prorrateo ni un ejercicio igualitarios. Declara, en efecto, a Jan Martínez Ahrens (2012):

      No todos pueden ser cultos de la misma manera, no todos quieren ser cultos de la misma manera y no todos tendrían que ser cultos de la misma manera, ni muchísimo menos. Hay niveles de especialización que son perfectamente explicables, a condición de que la especialización no termine por dar la espalda al resto de la sociedad, porque entonces la cultura deja ya de impregnar al conjunto de la sociedad, desaparecen esos consensos, esos denominadores comunes que te permiten discriminar entre lo que es auténtico y lo que es postizo, entre lo que es bueno y lo que es malo, entre lo que es bello y lo que es feo. Parece mentira que se haya llegado a un mundo donde ya no se pueden hacer este tipo de discriminaciones. Porque eso sí, si desaparecen esas categorías es el reino del embuste, de la picardía… La publicidad reemplaza al talento, lo fabrica, lo inventa. …Y eso es lo que está pasando. Hoy en día hablar de cocina y hablar de la moda, es mucho más importante que hablar de filosofía o hablar de música. Eso es una deformación peligrosa y una manifestación de frivolidad terrible.

      Aunque es poco probable que MVLl endilgase hoy a SL la “frivolización” y el “oscurantismo embustero” que caracterizan a la civilización del espectáculo, sí estaría de acuerdo en que la hegemonía, bien sea de lo “frívolo” o de lo “oscuro”, habría de redundar en un “desplome de valores” que daría al traste con la “cultura democrática”. Ahora bien, cuando él habla de “denominadores comunes” que permitan ejercer la crítica del statu quo cultural, les atribuye su autoría a una élite aristocrática, convertida en garante de la democracia. No otra cosa, aunque desde una perspectiva ideológica diametralmente opuesta, defiende el marxismo ortodoxo y, con él, Abimael Guzmán.

      Para MVLl el “aristocratismo” en la cultura, que podría interpretarse como la única auctoritas aceptable, conlleva la afirmación de que es imposible acceder a la igualdad en los seres humanos. La pregunta que ha de plantearse aquí tiene visos de ser un dilema irresoluble: ¿A más aristocracia cultural, más cultura democrática?; o, por el contrario, ¿la cultura democrática está necesariamente en relación directamente proporcional con la igualdad? Sin embargo, el liderazgo cultural no ha de confundirse con el liderazgo político, y menos con un “pensamiento Gonzalo”, en el cual se otorga a su caudillo la posesión total de la verdad y de la estrategia militar.

      Si se parte, tanto en el liberalismo como en el marxismo, de que la igualdad es un anhelo utópico, puede arribarse también a la convicción de que solamente el uso crítico de la razón podrá hacer posible un acercamiento entre ambos. De esta posición axiomática ha de derivarse un teorema demostrable, que podría enunciarse así: sin crítica no hay auctoritas sino autoritarismo. Ahora bien, en SL, al igual que en ciertos sectores del liberalismo actual (denominado por muchos neoliberalismo, ya que se considera que, en él, se añaden elementos nuevos, pero negativos, al liberalismo originario) predomina el autoritarismo dogmático. MVLl interpretaría este dogmatismo como una recusación de nuestra filiación cultural, puesto que, según él, somos hijos de una cultura que “se interroga y se cuestiona a sí misma” (Vargas Llosa, 1990, p. 333). Es probable que, si se recurre a la historia reciente, se llegue a la conclusión de que el marxismo, especialmente en sus vertientes neomarxistas, ha testimoniado con más claridad este poder crítico de la razón que el que acompaña a la denominada “cultura del bienestar”. De más está añadir aquí cuál sería, a este respecto, la posición kantiana.

      La Ilustración no podía incumplir, so riesgo de negarse a sí misma, el deber ético de insuflar racionalidad a un contexto político donde, por ejemplo, la monarquía ostentaba una duración vitalicia “por la gracia de Dios”. Desde este enfoque, también el marxismo es un vástago ilustrado, pero, al igual que sucedió con los excesos cometidos por la revolución francesa y su rechazo por parte de Kant, el legado de la revolución bolchevique y las consecuencias, no pocas veces sangrientas, de la implantación del comunismo se hicieron acreedores del repudio que, en nombre de la razón, enarbolaron los herederos de una “Ilustración insatisfecha”. La concreción histórica de determinados ideales políticos mostraba, sin duda, que los alcances de la razón son inferiores en la práctica a la teoría y que los ideales ilustrados mantendrán, frente a lo mostrenco de la realidad, una relación asintótica de parcial cumplimiento.

      MVLl se inserta dentro de esta dimensión crítica posilustrada. Su adhesión al pensamiento marxista como solución política para los males que, sin visos de solución democrática, aquejaban al Perú, estuvo marcada por una racionalidad que concuerda, en cuanto convicción radical, con su fe confesa en el liberalismo político-económico. Es dicha racionalidad la que, por un lado, explica su posición ética frente a todo tipo de dictadura política y la que, por otro, le aleja de una posmodernidad que desconfía de un poder omnímodo de la razón, autoconstituido en instancia dirimente de toda verdad.

      Una verdad como la que se postula en la posmodernidad, astillada en fragmentos y hostil a cualquier relato totalizador, no puede, en modo alguno, estar representada por autoridades “oficiales”. La auctoritas equivaldría

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