Lituma en los Andes y la ética kantiana. Fermín Cebrecos
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Ni en Kant ni en la ética marxista impera una lógica difusa en lo que concierne a los principios prácticos que deben guiar a ambas. No se puede ser ni kantiano ni marxista a medias en este ámbito. La delimitación dicotómica entre bien y mal se encuentra tan nítidamente delineada que es fácil advertir cualquier violación de la línea demarcatoria. Ahora bien, mientras en la ética kantiana es el ser racional el dador de la ley y el que, no obstante ello, no puede transponerla totalmente en una acción determinada, en el marxismo la ley tiene un origen heterónomo, pero son las acciones visibles las que confirman o niegan su cumplimiento. La ética marxista no es, por consiguiente, una ética de intenciones ni puramente formal. Universaliza, ciertamente, determinados principios y no admite en ellos contingencia alguna (unión del proletariado, lucha de clases, violencia como “partera de la historia”, determinismo histórico), pero mide su eficacia en la acción. O esta es revolucionaria, o su valor moral deja de existir.
SL, como casi todo lo humano, fue producto de una reacción instintiva ante determinados fenómenos sociales (de ahí su poder de convocatoria entre individuos que tenían experiencias similares). Pero –como han señalado Simon Strong, en The shining Path: World´s Deadliest Revolutinary Force (1992), y David Scott Palmer, en The Shining Path of Peru (1992)– fue también una “construcción teórica” que ha de fundamentarse en los datos empíricos proporcionados por la experiencia. Kant no los defendería como fundamentos del “deber ser”; el marxismo, sí. Puede afirmarse, por ello, que Abimael Guzmán coincide con el realismo gnoseológico en que la experiencia es el punto de partida de todo conocimiento. Lo que, basándose en ella, haga después el intellectus ipse, pertenece a un theorein que causaría la repulsa tanto del racionalismo kantiano como de MVLl.
Puede ser que la pobreza teórica que muestra el planteamiento filosófico de Abimael Guzmán se acomodase bien a una mentalidad como la de sus partidarios que, antes que elucubraciones abstractas, preferían el lenguaje eficaz de la acción revolucionaria. Sin embargo, la realidad humana (incluida, por supuesto, la del hombre peruano) es tan compleja que exige matizaciones teóricas para hacerse cargo de sus múltiples aristas y antítesis. Un dogmatismo teórico, por más que pretenda absorber en sus tesis, mediante la prédica revolucionaria, las contradicciones sociales, desembocará en una suerte de fanatismo maniqueo en el que un pedazo de la realidad se convertirá, gracias a una sinécdoque falaz, en toda la realidad. Esta fue la posición gnoseológico-política de SL.
Si a ella le es aplicada la ética kantiana, tendría que afirmarse que la teoría moral de SL contiene principios prácticos derivados de una subjetividad, hasta cierto punto, atípica: la de una realidad peruana en la que la pretendida pureza de la conciencia moral sucumbe totalmente ante “lo otro de la razón”. Por si ello fuera poco, las acciones sanguinarias perpetradas por SL testimoniarían, al igual que sucede con los principios de la razón práctica, la imposible tarea de reflejar exhaustivamente la radicalidad propugnada por el dogmatismo senderista. Pese a ello, puede verse aquí que la dación de sentido a las acciones humanas proviene, en un caso, de la fe metafísica en la existencia de una razón universal; y, en el otro, de una infraestructura injusta, esto es, de un mundo social que reclama su demolición mediante teorías que exigen ser transformadas en praxis revolucionaria.
Fijar la posición de MVLl en este ámbito de coordenadas teóricamente tan claras, pero de ardua aplicación en el comportamiento real del ser humano, no resulta fácil. Es innegable que su teoría del conocimiento no prescinde nunca del sello que imprime la experiencia (la vida, la historia, la praxis) en las ideas, pero lo es también que son estas las que deben orientar el quehacer humano, en desacuerdo, por ejemplo, con pautas que la experiencia histórica ha mostrado como erróneas o causantes de infelicidad. Podría afimarse que, en este aspecto, la posición vargasllosiana no está lejos del añadido que Leibniz incorporó, en sus Nouveaux essais sur l´entendement humain (II, 1, 2), al apotegma realista-empirista del medievo y de la modernidad: “Nada existe dentro de la razón que antes no haya estado en los sentidos, a excepción de la razón misma” (Nihil est in intellectu quod non fuerit in sensu excipe: nisi ipse intellectus). Por consiguiente, y aunque MVLl no se haya pronunciado específicamente sobre el particular, ha de ser la razón la que, sobre la base de lo recogido en la experiencia, construya las normas morales. La metodología ensayo-error, aplicada en ética, no refleja visiblemente la impronta kantiana, pero es dable afirmar que en ella, por lo menos en lo referente a la razón teorética, sí está presente la herencia empirista, de la que Kant se muestra también deudor confeso.
6. La distribución del peso moral en Kant, SL y MVLl
Cabe preguntarse aquí: ¿es la lucha de clases, el enfrentamiento brutal entre personas a las que una determinada ideología les asigna una ubicación social, la única hipótesis válida para conducir a un final feliz? ¿Surge esta hipótesis única de una realidad que, más bien, está ya inclinada, por su fragmentación, a una diversidad teórica que le haga justicia? La teoría marxista del conocimiento, como heredera del realismo gnoseológico, parte de un concepto de verdad en el que tiene que haber adecuación de realidad y pensamiento, ser y superestructura. Ahora bien, no podrá darse “verdad” si es que la realidad que produce el pensar es engañosa y necesitada de catarsis; por lo tanto, solo transformando la injusticia de la “base” podrá obtenerse una ideología verdadera. El núcleo del problema radica, sin embargo, en que, para el marxismo, la realidad es transformable, mientras que la ideología verdadera (“científica”) fue creada a priori, esto es, sin tener en cuenta la complejidad de lo real, leída tan solo a la luz de factores económicos que, más que premisas, son el corolario de lo predicho en la teoría.
Kant busca un fundamento (Grund) para apoyar (legen) su ética, pero sabe de antemano, en su fe racionalista, qué es lo que va a encontrar: una idea del deber como condición de posibilidad para advenir a una “metafísica de las costumbres” que sea válida universalmente. Y el fundamento lo ubica en una razón pura que, a la manera de la roca evangélica, no se desmorona ante los embates de la subjetividad, como sí sucedería si levanta su filosofía moral sobre un cimiento de arenas movedizas (Mt 7: 24-27). MVLl, en la línea de Kant, aspira a que la conducta de los peruanos se adapte también a moldes de universal aceptación, especialmente si la historia ha corroborado que tales moldes acarrean más desarrollo y felicidad que los que se extraen de presupuestos menos objetivos (ideología marxista, socialismo, postulados nacionalistas).
Hay, sin embargo, fundamentos distintos a los que propone la teoría racionalista-cartesiana del conocimiento, en la que está inmersa, no obstante sus conexiones empiristas, la filosofía kantiana. El marxismo, por ejemplo, se halla vinculado a una gnoseología realista que le proporciona, en el ámbito práctico, una ética fundamentada en la experiencia: “Toda la historia de la sociedad humana, hasta la actualidad –se lee al inicio del Manifiesto del Partido Comunista (1848)–, es una historia de luchas de clases”. Las especificaciones de esta lucha –concepto abierto a un espectro muy amplio de acomodación histórica– van desde el principio práctico maoísta: El poder nace del fusil, hasta el primitivismo violentista en el que, acorde con una realidad determinada, se manchan de sangre las páginas de LA.
Aunque coincidente con Kant en la aplicación de una ética universal, no hay indicios en MVLl de la apelación a un método introspectivo que extraiga a priori los imperativos de conducta. Desde