Lituma en los Andes y la ética kantiana. Fermín Cebrecos
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En testimonio que Sartre no compartiría, sostenía Ernst Jünger que el autor no está comprometido, pero sí lo está su escritura. La veta sartreana de MVLl –el compromiso del lenguaje como arma de defensa o de ataque ideológicos– se ha mantenido incólume a través de casi toda su creación literaria. Admitiendo, eso sí, notorios cambios de timón en su metodología, tampoco ha renunciado a la transformación del mundo, especialmente del mundo peruano, que ha constituido siempre su primera pasión. No puede, sin embargo, afirmarse que este anhelo de transformación se iniciase en MVLl en sus primeros contactos con el marxismo. Tanto este como la doctrina social de la Iglesia (MVLl perteneció al partido de la Democracia Cristiana) (Vargas Llosa, 2010, pp. 332-333) y la gran mayoría de ideologías políticas, tienen como bandera cambiar el mundo, aun cuando Marx, en su IX tesis sobre Feuerbach, reclamase en exclusiva, con complejo adánico, este privilegio para su propia filosofía revolucionaria.
5. La subversión del statu quo en MVLl y en SL
El deseo de mejorar el mundo ha marcado indeleblemente la vida intelectual y política de MVLl, si bien la metodología que deba emplearse para lograrlo ha pasado de la creencia en que la sociedad no ha de reformarse desde dentro, sino que solo puede ser desmantelada por medios violentos (Kristal, 2004, p. 341), a una posición en la que la “cultura de la libertad” no puede cimentarse sobre bases gnoseológicas de esa índole. América Latina ha producido, desde una fe favorable a la violencia libertadora, ficciones y artistas eximios, pero también “ideólogos en entredicho perpetuo con la objetividad histórica y el pragmatismo”. ¿Resultado?: que “modernidad, empleo, imperio de la ley, mejores niveles de vida, derechos humanos, libertad” (Vargas Llosa, 1999, p. 7) se ubiquen también en el marco de realidades ficcionales. Abolir lo real, recrearlo con la fantasía (Vargas Llosa, 2009a, p. 263) y dispararse imaginativamente hacia un realismo mágico constituyen mentiras que, desde luego, pueden contener verdades. Sin embargo, las ficciones de la teoría y praxis políticas quedarán siempre en lo que realmente son: mentiras. Pero tanto en el caso de “la verdad de las mentiras” literarias, como en el de la tragedia gnoseológica producida por creer que las mentiras son verdades, será la razón humana, convertida en tribunal supremo de apelación la que así lo dictamine5. Kant, la Ilustración y MVLl vuelven, por consiguiente, a estar de nuevo entrelazados.
No puede soslayarse el hecho de que la teoría realista del conocimiento, que MVLl encontró en el marxismo, es también su propia teoría; y que el racionalismo kantiano, heredero aquí del empirismo de David Hume, parte de la experiencia para advenir al conocimiento. Se trata de una gnoseología “fotográfica” de la realidad en la que, en principio, los tres coinciden. Pero lo que sucede después en el revelado, esto es, en la “cámara oscura” de un yo pensante que organiza los datos empíricos, será determinado, en sus diferencias, por este último. Toda ciencia tiende hacia la universalización y, en el cumplimiento de dicha exigencia, introduce en la observación elementos a priori y desrealiza la realidad para explicarla mejor. Con similar finalidad, aunque ahora en el ámbito de la praxis, hará lo propio la ética, pero fundamentándose en principios que no son proposiciones sino imperativos. Y como tales principios prácticos están enderezados a normar las acciones humanas, debería tenderse a que la desrealización fuese menor. Ello dependerá, sin embargo, de lo que la razón pura (aquí identificada con las actividades del intellectus ipse leibniziano) lleve a cabo en la “cámara oculta”.
El papel atribuido al “intelecto mismo” es, sin duda, el que demarca las diferencias entre el realismo aristotélico tomista, el marxismo y la posición gnoseológica de MVLl. La lógica inherente al racionalismo ilustrado, al concebir a dicho intelecto como una “razón pura”, conduce a una contemplación del mundo bajo la mirada a priori de lo inmutable (sub specie aeternitatis), ajena a las restricciones impuestas por la finitud humana. En el formalismo ético kantiano el imperativo categórico se constituye en el paradigma eidético al que deben acoplarse las acciones. Pero el marxismo también es usufructuario de la Ilustración, y en su teoría política contempla la realidad social desde la idea (inmutable, eterna, a priori) de un “hombre nuevo” que, activa y revolucionariamente, ha de servir, a la vez, de causa teórica eficiente y de télos final para transformar el mundo. En Kant se sabe, independientemente de la experiencia, lo que “debe ser”; en el marxismo se sabe, también a priori, lo que “debe suceder”.
En la ética se produce una relación lógica entre sus tres componentes insustituibles: una naturaleza humana, que ha de definirse teniendo en cuenta lo que el hombre “es”; una deontología que, acorde con el sentido etimológico del término, señale lo que el hombre “debe ser”; y, finalmente, un tercer nivel en que se presente una etopeya de lo que el hombre “podría” ser si realizase, en complementación armónica, el télos propuesto en la unión de los dos primeros componentes. El proyecto ilustrado de la justificación de la moral, al que Alsdair MacIntyre (2007) califica de “tarea quijotesca”, no evadirá nunca esta tercera perspectiva.
En el formalismo kantiano se trata de una ética que, al esencializar el “ser” en el “deber ser”, no toma en cuenta la realidad total del hombre, sino que identifica uno de sus componentes (la razón) con la totalidad. El marxismo pretende construir su punto de partida ideológico desde una “base” real que debe, sin embargo, ser corregida mediante la lucha de clases. Puede afirmarse que la ética marxista contiene también un imperativo categórico extraído de la realidad y, por tanto, no a priori en su origen: cambiar el mundo mediante una revolución que acabe definitivamente con la explotación del hombre por el hombre y con unas relaciones económicas injustas. El propósito de la ideología marxista estribará, entonces, en convertir, a la fuerza, su imperativo en universal y necesario. Kant, empero, le negaría categoricidad porque consideraría que se trata, más bien, de un imperativo hipotético que ha de servir de medio o condición para alcanzar un fin propuesto desde fuera (esto es, condicionado por intereses ajenos a la razón práctica pura).
A la especificidad del ser humano –que nos diferencia de los que, en principio, somos iguales– atribuye Kant el “ser”. Sin el “ser” no existiría el “deber ser”, puesto que el “deber ser” es el que, identificado en una razón única y universal, ha de guiar al “ser” y someterlo a su sujeción incondicional. Parecería que la especificidad del “ser”, manifestada en un cúmulo de irisaciones contrarias al “deber ser”, exigiría una luz que no solo iluminase sus diversificados componentes, sino que también participase de su esencia, formara parte de ella. Pero la única luz capaz de “ilustrar” es, en la Aufklärung kantiana, la de la “razón pura” y, a fin de que brille en su cometido ético, Kant, que es un maestro en la lógica bipolar, la contrapondrá a las tinieblas en las que está envuelto el mundo de la subjetividad. De una binariedad diferente, pero también antitética, participa la ética senderista, solo que, en ella, son las impurezas que acompañan a la razón las que dictaminan, sin atenerse al imperativo categórico, quién es digno de vivir y quién es digno de morir. En la ética política marxista se dan, por consiguiente, especificidades no racionales que son positivas y que diferencian a unos seres humanos de otros. La razón las asume como necesarias para que se entable la lucha de contrarios, pudiéndose afirmar, incluso, que son ellas los faros que deben iluminar y guiar la conducta revolucionaria.