Lituma en los Andes y la ética kantiana. Fermín Cebrecos
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En los años en que descubrí el texto del abate Vallet existía el convencimiento de que solo debía escribirse comprometiéndose con el presente, o para cambiar el mundo. Ahora, a más de diez años de distancia, el hombre de letras (restituido a su altísima dignidad) puede consolarse considerando que también es posible escribir por el puro deleite de escribir3. (Eco, 1982, p. 8)
En El nombre de la rosa se trataba no de reflexionar directamente acerca de la realidad, sino sobre un determinado marco textual (“es historia de libros, no de miserias cotidianas”) (Eco, 1982, p. 8). No podrá saberse a ciencia cierta, desde la perspectiva de La civilización del espectáculo, si MVLl incluiría esta obra (altamente entretenida, sin duda, y con mínimas concesiones a la literatura light) en la opinión adversa que le producen los textos de Deleuze, Guattari, Baudrillard, Barthes y, en menor medida, de Foucault (Vargas Llosa, 2012a, p. 91; 2006, p. 95). En todos ellos, su desconexión con la realidad (la vida –será su tesis– solamente existe en los textos; “la realidad real no existe”) (Vargas Llosa, 2012a, p. 78) se identifica con el “saqueo” y la “abolición” de la misma, esto es, con una posición distinta a la que él, desde siempre, ha preconizado (véase, por ejemplo, su ensayo de 1975: La orgía perpetua (Flaubert y “Madame Bovary”), y que se encuentra, de hecho, en las antípodas de lo que entiende por “entretenimiento”. Este no consistirá en el “puro deleite de escribir”, y tampoco en una mera pirotecnia verbal, o –como declaraba en el 2007 a J. Gamboa y A. Rabí do Carmo–, en el oscurantismo de una “retórica tramposa” convertida en “vehículo para la vanidad”. La “altísima dignidad” del escritor estribará, más bien, para él, en una conjunción, nunca abandonada, entre la literatura como “bello oficio” y como medio de mejoramiento de la sociedad.
En “Sartre y sus ex amigos”4, artículo publicado en El País el 30 de diciembre del 2006, MVLl retorna, de la mano del cuarto volumen de Situations (1964), a quien, con sus libros e ideas, marcó su adolescencia y sus años universitarios. Su relectura, sin embargo, reafirma con más vigor el desencanto que se produjo casi ya en la mitad de su vida:
Después de veinte años de leerlo y estudiarlo con verdadera devoción quedé decepcionado de sus vaivenes ideológicos, sus exabruptos políticos, su logomaquia y convencido de que buena parte del esfuerzo intelectual que dediqué a sus obras de ficción, sus mamotretos filosóficos, sus polémicas y sus úcases, hubiera sido tal vez más provechoso consagrarlo a otros autores, como Popper, Hayek, Isaías Berlin o Raymond Aron.
Esta declaración de intereses la obtiene, ante todo, examinando críticamente los ensayos que Sartre, “sofista de alto vuelo”, dedicó a Albert Camus (1952), Paul Nizan (1960) y Maurice Merleau Ponty (1961), tres de una serie de “ex amigos” en la que también MVLl se incluye a sí mismo. Más allá de su retórica “astuta” y “persuasiva” y de un estilo polémico difícilmente superable en su trabazón lógica, MVLl considera al Sartre de estos escritos cortos, como “un debelador implacable del sectarismo dogmático” y, por tanto, como antítesis personificada del racionalismo crítico, no obstante poseer un “intelecto desmesurado” y una “razón razonante” que lo convertían, tal como lo había calificado Simone de Beauvoir, en una “máquina de pensar”. Su cerrada defensa del comunismo implicaba la calumnia y la descalificación moral de sus oponentes, posición no acorde con la de Camus, el cual, en tesis que MVLl comparte, sostenía que toda ideología política desprovista de sentido moral habría de desembocar en la barbarie. En su ensayo sobre Merleau Ponty aparece, como síntesis fanática del sectarismo sartreano, la sentencia de que “todo anticomunista es un perro”, rabioso apotegma que conduciría a Raymond Aron a preguntar a Sartre si, debido al avance del anticomunismo, habría que considerar a la humanidad como una “perrera”.
Desde luego que en todo lo anterior se observa, por parte de Sartre, un desencuentro con Kant y una coincidencia, más bien, con la ética política hobbesiana. Sin embargo, MVLl acierta a ver en los debates sartreanos con sus “ex amigos” –no sin un cierto aire de melancólica añoranza– un horizonte menos resignado que el que ofrece la cultura actual y también, probablemente, más humanizado. No es fácil para él olvidar sus primeros amores, a pesar de que el realismo político adoptado posteriormente pretenda ocultarlos. La participación –tal como señalaba en Literatura y política, (2001b)– “en esa empresa maravillosa y exaltante de resolver los problemas, de mejorar el mundo”, constituye una línea de conducta programática que, pese a sus aminoradas “maravilla” y “exaltación”, resulta claramente visible. La Ilustración, con sus desengaños a cuestas, sigue imponiéndose en él a una posmodernidad enemiga de las utopías y entregada a la “frivolidad” en unos y al “oscurantismo académico” en otros. El “ver y vivir” cómo la cultura ha sido reemplazada por el entretenimiento ha de ser interpretado como un desencanto, que no una renunciación, ante las expectativas que, sea en su época marxista o en su etapa liberal, le creó su teoría del conocimiento. En total concordancia con su ensayo La civilización del espectáculo, declaró en Cartagena de Indias (El País, 26 de enero del 2013) que “una sociedad no puede ser democrática si el ciudadano no tiene imaginación para transformar el mundo” y “enmendar lo equivocado”.
Al reconocer que Sartre lo salvó del “sectarismo” y que, en contacto con sus escritos, aprendió que “a través de la literatura se podía combatir por la libertad” (Müller, 2013), no parece olvidar la herencia sartreana de identificar la “palabra” con el “acto”. Pero dicha herencia poseía una veta dogmática en la utopía de “transformar el mundo”, veta que se irá diluyendo en MVLl desde dos causas complementarias: el abandono del marxismo, merced a las exigencias de una razón que le iba descubriendo grietas tanto en su estructura teórica como en su praxis histórica; y una nueva idea de la libertad, impulsada, desde luego, por imperativos racionales en los que nunca está ausente el de tratar a los demás como fines en sí mismos y no como medios para conseguir el propósito que les asigne la ideología partidaria.
Mas la idea de la libertad tiene en MVLl un adeudamiento sartreano inabdicable: el antideterminismo histórico. La historia –tema, sin duda, de principal importancia en la Ilustración– no era para Kant un “fenómeno” sujeto a las leyes de la naturaleza física. Constituía, más bien, un “noúmeno” humano y, como tal, se erigía en escenario donde la razón había de enfrentarse a las pasiones para, en último término, liberarse de la servidumbre de la superstición y la ignorancia. El objetivo de “sustraer la acción humana al esclavizante esquema teleológico” propuesto por la naturaleza fenoménica, tal como puede verse en Idee zu einer allgemeinen Geschichte in weltbürgerlicher Absicht (1784) (Bermudo, 1983, p. 217), implicaba descubrir las leyes de la historia, tarea que el marxismo creyó haber solventado exitosamente retomando un camino antikantiano: interpretar la historia en términos de naturaleza física. La oposición sartreana a este determinismo nomológico, discordante con el marxismo oficial, hubo de significar para MVLl la aproximación a otras maneras de leer la historia.
Sartre atribuía a la literatura un compromiso revolucionario. Convencido de que el escritor puede escribir de un modo más bonito o didáctico, añadiendo o no deleite a la instrucción, no debe perder de vista que cada palabra suya compromete a todo el universo en un ámbito público. Aunque reconocía, asimismo, que “el deber del literato no solo es escribir, sino callarse cuando es necesario”, testimonió siempre, sin tapujos, un sí público y publicitario a toda revolución que, viniese de donde viniese, estuviera inspirada en el materialismo social de Marx. Al igual que los ilustrados, pensaba que la razón debía ser el motor de los cambios históricos, y admitía también, como Kant, que faltaba aún un largo trecho para establecer su predominio.