Lituma en los Andes y la ética kantiana. Fermín Cebrecos
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Su admiración “crítica” a la Revolución Cubana y a su régimen confirman su fe en el socialismo, pero sigue manteniendo, ante él, “ciertas reservas”. En Cuba se ha puesto freno a “la trinidad que tiene oprimida a América Latina”: “el control imperial, la explotación de una oligarquía nativa y la constante amenaza de una casta militar”. Tales logros, empero, no le hacen decidirse abiertamente, en el advenimiento del socialismo, por la vía armada, porque “lo que quiero es servir a la revolución”. Se confiesa “escritor socialista” y adopta, en esta circunstancia, un marxismo ortodoxo: lo importante es que la revolución se realice y, para ello, será el pueblo, “que es el que debe optar por que se supere la injusticia social”, quien marque el camino por seguir. “Creo –recalca– que la solución última a los problemas del Perú es el socialismo”, “un socialismo que nos libre de la oligarquía” (Freyre, 2004, pp. 37-41).
Esta visión política de 1967 persistirá en el ideario de MVLl en los años posteriores. Sin embargo, emergen en él, reforzándose, la acentuación de un socialismo compatible con la libertad y un sesgo crítico que dicha compatibilidad encarna. En 1971, solidario todavía con la revolución castrista, afirmará:
El marxismo sigue siendo la filosofía más vigente. En algunos niveles concretos difícilmente podrá ser superado, como su descubrimiento de la función rectora de la estructura económica en todos los otros aspectos de la vida social y en la interpretación de la lucha de clases del instrumento más dinámico de la historia. (Trinidad, 2004, pp. 75-76)
Pese a ello, lo tilda, por su interpretación de la cultura, de filosofía “incompleta”, “deficiente” y “defectuosa” y califica al materialismo dialéctico de “mecanicista y discutible”. Su adhesión, más bien, a un socialismo libertario y humanista es el que, en 1971, le mueve a hablar, todavía solidario con la experiencia cubana, de un “apoyo crítico y creador” al régimen de Juan Velasco Alvarado (Trinidad, 2004, pp. 75-77; González Viaña, 2004, p. 87).
En su adiós al marxismo teórico y al encarnado en la historia real, intervino su faceta “romántica”, de la que MVLl nunca se ha desentendido, y que tiene en él, también, enlaces con el surrealismo: la incorporación de lo irracional a la naturaleza del hombre. Declaraba en 1972: “La participación de lo irracional, de lo inconsciente, de lo intuitivo: eso está en un individuo, como su razón y su voluntad” y forma parte de “lo específicamente humano”. Sin embargo, la objetivación, a través del lenguaje, de un mundo en el que lo subjetivo se transforma en ficción, requiere de un contexto real y, paralelamente, de una intervención hegemónica de la razón en el acto creador (Carnero, Barnechea y Sánchez León, 2004, pp. 97-98), convicción que, más tarde, se tornará en requisito esencial de su liberalismo humanista.
Acorde con ello, la minusvaloración racional que, como causa y efecto de la violencia, acompañará, cual carta de naturaleza, a SL y a la respuesta de la represión estatal, desembocará en MVLl en un decidido sí al humanismo. Señalaba en 1984, a propósito de La historia de Mayta, que “la violencia a partir de cierto momento carece ya de ideología”, esto es, estará huérfana de un asidero teórico y ético que la justifique. Y, con el fin de no acomodarse “al horror de mis compatriotas”, enfatiza con respecto al terror sembrado por SL (y su contrapartida: “la represión al margen de la ley”): “Esto ya no es un problema de ideología, es un problema de humanidad y civilización al que hay que poner fin porque de lo contrario acabará con todos nosotros en cualquier momento” (Caretas, 1984, núm. 826; Vargas Llosa, 2009a, pp. 142, 148-149).
Los problemas ideológicos serán objeto, en 1999, de una furibunda hermenéutica, vinculada ahora a un MVLl declaradamente libertario, que había experimentado ya el fracaso en la política real. Hablará –preanunciando la aristocracia ético-cultural de La civilización del espectáculo, en la cual, desde luego, él mismo se incluye– de una idiotez “sociológica”, “politológica”, “periodística”, “católica”, “protestante”, “de izquierda”, “de derecha”, “revolucionaria”, “conservadora” (“y –¡ay!– también la liberal”), que “corre como el azogue y echa raíces en cualquier parte”, adecuándose a “la beatería de la moda reinante”. Debe pararse mientes, sin embargo, en la raíz causal de un mundo superpoblado de “idiotas”, raíz que proviene, en última instancia, de la lacra mayor que la Ilustración pretendió erradicar: “Una abdicación de pensar por cuenta propia” (Vargas Llosa, 1999, pp. 12-13).
De esa misma causa surgió la opción por la alternativa marxista en América Latina, clave también fructífera para leer LA. En efecto, MVLl se referirá a la
actitud religiosa y beata con que la élite intelectual adoptó el marxismo –ni más ni menos que como había hecho suya doctrina católica–, ese catecismo del siglo XX, con respuestas prefabricadas para todos los problemas, que eximía de pensar, de cuestionar el entorno y cuestionarse a sí mismo, que disolvía la propia conciencia dentro de los ritornelos y cacofonías del dogma. (Vargas Llosa, 1999, pp. 15-16)
El adiós de MVLl al marxismo estuvo relacionado, en consecuencia, con un sí decidido a los ideales de la Ilustración.
4. La veta sartreana de MVLl
No parece posible interpretar ni el marxismo de MVLl ni su ulterior trayectoria ético-política, sin pasar a ambos por el tamiz de Jean-Paul Sartre. Es más: determinadas partes de la impronta sartreana, pese a los vaivenes y borrones experimentados, siguen vivos en su manera de interpretar la misión del ser humano en el mundo. La intención de transmitir un mensaje, en último término moral, está siempre presente en casi toda su obra. Nunca ha perdido, por más encubierta que aparezca en sus novelas, la voluntad de transformar la realidad social, e incluso podría leerse su condena de la cultura actual a la luz de la abdicación, por parte de otros, de este ideal de la Ilustración que, vía el marxismo sartreano de su juventud, se inoculó en su forma de entender la literatura. Cierto que en sus ficciones este mensaje moral –contribuir, como atributo irrenunciable de su creación literaria, a crear hombres y países mejores– aparece sin estridencias y casi siempre velado por una sordina inteligente. Mas la metodología expresiva de su prédica cambia de acento en sus artículos periodísticos y adquiere en ellos la rotundidad que solo puede dar, si no la posesión de la verdad, la convicción de que se está cerca de ella.
El ideal sartreano de una literatura con función social –en el que también coincidía Rimbaud: la poesía debía “cambiar la vida” y mejorar el mundo– (Vargas Llosa, 2012b) implica “abrazarse a su época”, de la que el escritor no tiene modo de evadirse, pero, al mismo tiempo, supone una interpretación del mundo mediante los medios suministrados por una “filosofía insuperable”: el marxismo (Sartre, 2003, pp. 9-10). En Qué es la literatura (1948), ciñéndose a una tradición que viene desde la ciudad ideal platónica, Sartre acomete la tarea, en un esfuerzo racional totalizador, de supeditar la literatura al compromiso político, es decir, de sometimiento del arte a un objetivo que él cree superior: la transformación revolucionaria de la sociedad y el advenimiento del comunismo. Como se sabe, esa fue, durante años, una meta que MVLl, apodado por Abelardo Oquendo el “sartrecillo valiente”, hizo suya.
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