Lituma en los Andes y la ética kantiana. Fermín Cebrecos

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de falsos, lo cual no implica que hayan de someterse a la experiencia histórica como posibilidad de validación o rechazo. Ahora bien, si por “verdadero” se entiende aquí, a la manera de Pierre Blackburn (2005), lo “racionalmente justificado” (p. 29), aparece claro que la ética vargasllosiana, tal como rezuma todo el contenido de LA, ha de recusar la violencia senderista por una razón que sintetiza en sí misma todas las demás: no puede justificarse racionalmente lo que la historia ha mostrado ya como éticamente desencaminado. En la ética política peruana tienen que buscarse, por consiguiente, fundamentos distintos a los que dirigieron el ethos de SL.

      Tesis central de MVLl es la advertencia de que la violencia terrorista no redime al ser humano de ninguna opresión: ni embozada en el redentorismo guerrillero que queda descrito en Historia de Mayta, ni, mucho menos, abierta en canal y brutalmente ostensible, como es el caso de LA. Esta convicción, nacida al amparo de su concepción de la libertad como eje indispensable de la política y convivencia humanas, es la que comanda gran parte de su obra. Puede afirmarse, entonces, que no le guía principalmente un interés histórico (de ahí, por ejemplo, que su apelación a la antropofagia haya de tomarse, en LA, más como un exceso retórico que como argumento racional para explicar la base última de la violencia senderista), sino una preocupación moral para denunciar, sirviéndose de la hipérbole del canibalismo, que SL, o entidades políticas semejantes, no deben dirigir el futuro del Perú.

      Tanto en el formalismo kantiano como en la ética marxista, de la que SL es un epígono confeso, se da una idealización: la de la razón misma y la de la lucha armada para, respectivamente, alcanzar el “reino de los fines” o la “sociedad comunista”. Pero entre ambas idealizaciones, si bien confluyentes en su meta final, ha de entablarse una dialéctica irremediable, ya que la razón kantiana encontrará en la lucha armada no solo un imperativo hipotético que usará al hombre como “medio para”, sino una violación flagrante de cualquiera de los tres enunciados en que se formula el imperativo categórico. Huelga decir, puestas ambas éticas en los platillos de una razón que no es ni “pura” ni senderista, hacia dónde ha de inclinarse el mayor peso moral en la balanza de MVLl.

      Su confianza inconmovible en los grandes relatos está vinculada a un holismo más racional que literario; es la razón la que le insufla una fe inapelable en los valores del espíritu, especialmente en el valor de la libertad. El trasvase de lo racional hacia la literatura no es una característica de la posmodernidad; ha de interpretarse, más bien, como una exigencia de la racionalidad ilustrada para, incluso dentro de la “sedición” que implica la libertad literaria, sujetarse a un irrenunciable canon ético prescrito y condicionado por la razón misma. MVLl es un predicador convencido de la verdad de lo que predica y, aunque no trata al lector como si este fuera un prosélito, busca, en fidelidad al programa ilustrado, aumentar el radio de sus adherentes.

      Sus alegatos teóricos en contra del marxismo, del nacionalismo y de toda ideología política que, en su opinión, estrangule la libertad, complementados con sus intervenciones en la política “menuda” (ser garante en el proceso electoral, condena incondicional del fujimorismo, pronunciamientos en pro o en contra de acciones políticas puntuales), no constituyen sino distintas caras de una misma moneda: la de su confianza en el peso moral de la razón. Habita en él, a la manera de Kant, una suerte de razón pura que, cual norte por seguir, debería guiar los destinos del Perú. Y no solamente del Perú: la universalización de ciertos principios racionales surgidos de un poder racional que desemboca en un ecumenismo ético le permiten, sin duda, como fruto de convicción tan totalizadora, emitir también juicios morales sobre lo que sucede en el mundo.

      7. Hacia la búsqueda de un punto medio en ética política

      En su producción novelística, MVLl reparte entre sus personajes la labor que, en otros escritos, se impone a sí mismo. No se renuncia en sus relatos de ficción, aunque esté camuflada entre líneas, a cierta convicción omnisciente, en el sentido de que en casi todos ellos se defiende, movida por resortes éticos, una tesis principista: el combate de todo tipo de dictadura y, como sucede en LA, la declaración de guerra a una irracionalidad que destruye y asesina en nombre de una ideología. No es que plantee abiertamente en dichos relatos –tal como es el caso, por ejemplo, de En octubre no hay milagros (1966), de Oswaldo Reynoso; en la declaración de principios, con el título de “Palabras urgentes”, de los poetas de Hora Zero (1970); o La joven que subió al cielo (1988), de Luis Nieto Degregori–, tesis en forma de proclamas ideológicas. Pero si se le lee, devolviéndole la sinceridad que él expone en sus artículos periodísticos y en sus obras no ficcionales, con la lealtad que el lector, como correlato ético, ha de mostrar frente a ellos, no cabe duda de que la certeza autoritaria, que aparece diseminada entre los personajes de sus novelas, adquiere aquí una clara autodelación. MVLl no es tan omnisciente como el sambenito que le cargan sus opositores y al que él, a veces, da pábulo por el lenguaje próximo al magister dixit con que defiende sus convicciones. No sería cabal, sin embargo, atribuirle lo que, probablemente con justicia, escribió sobre Octavio Paz: “Como tocó tan amplio abanico de asuntos, no pudo opinar sobre todos con la misma versación y en algunos de ellos fue superficial y ligero” (Vargas Llosa, 2009a, p. 457). Cierto que MVLl opina sobre casi todo, pero lo hace también casi siempre, además de con un estilo bello y certero, de manera informada y sirviéndose de una argumentación al que dicho estilo hace aparecer, en muchos casos, como racionalmente impecable. Lo que sucede es que, al tratar temas que se prestan a opiniones divididas y al tomar sobre ellos una posición que no puede contentar a tirios y troyanos, expande y acentúa la polémica. Como se verá más adelante, sus reflexiones sobre la identidad nacional y el nacionalismo, dos temas que se complementan entre sí, así lo testimonian. Y no ha de esperarse de él, especialmente tras el otorgamiento del Premio Nobel de Literatura (2010), que atempere este sesgo y que sus opositores no lo interpreten como una corroboración de su omnisciencia.

      Pese a la polémica que suscitan sus obras –lo cual no es un mérito menor en MVLl–, no puede dudarse de que entre ellas y sus ideas ha existido siempre lo que E. Krauze llama una “admirable convergencia”. Existió en sus tiempos de marxista de estricta observancia (si es que esta expresión le puede ser aplicada a alguien que antepone el predominio de la libre individualidad en todos sus actos), y se da también, con el mismo “lenguaje de la pasión”, en un MVLl convertido al liberalismo. Aceptarlo como metodología plausible para interpretar y cambiar el mundo, no significó, empero, renunciar a su transformación, sino darle, ante todo, un contenido antagónico al del marxismo. En efecto, su identificación con posiciones que calificaban a este último de ideología totalitaria implicó en él, paralelamente, enfrentarse a los fanatismos de la identidad (nacional, indigenista, hispanófila, religiosa, ideológica, política), entrando de lleno, “muy a su estilo” y “contraviento y marea”, en lo que Max Silva Tuesta (2012, pp. 19, 85-88) ha denominado, amigablemente, “escándalos públicos”. De resultas de ello, puede afirmarse que, en efecto, una crítica de la razón fanática, efectuada indirecta pero apasionadamente, invade y permea todo el contenido de LA.

      De su filiación ilustrada le viene a MVLl no solo el interés por esclarecer racionalmente las circunstancias que le rodean –en primer término, las de su país de origen–, sino también el afán de transformarlas, especialmente cuando dichas circunstancias conforman un mundo humano tan sórdido y vesánico como el relatado en LA. La Ilustración kantiana y una de sus variables –en este caso, la propuesta por Karl Marx en la XI tesis sobre Feuerbach– se dan la mano, sin discontinuidad, en todo el pensamiento vargasllosiano. El subsuelo judeo-cristiano en el que este doble componente podría estar fundamentado deberá quedar aquí tan silenciado como lo está, en general, en su obra.

      MVLl es, ante todo, un hombre de nuestro tiempo. Parece poco probable que haya habido en el Perú –con la excepción, tal vez, de José Carlos Mariátegui– un peruano que haya demostrado en su obra tanta sed informativa (véase el caso, por ejemplo, del esfuerzo desplegado para paliar su “incultura económica”) (Vargas

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