Lituma en los Andes y la ética kantiana. Fermín Cebrecos
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MVLl no puede ser, doscientos años después, un ilustrado del siglo XVIII y, obviamente, su ética no ha de coincidir punto por punto con el formalismo kantiano. En el desajuste permanente, especialmente en la acción política, entre la inclinación y el deber (FMC, p. 79; Ak IV, núms. 400-401), ya se sabe que optaría por un deber fundamentado en el razonamiento y coincidente, por tanto, más con Aristóteles y Spinoza que con Kant, en el cual –como ha señalado Manuel Garrido (2005b)– desaparece “el sensato equilibrio entre razón y naturaleza animal” (p. 191). Si bien las creaciones novelísticas de MVLl, e incluso muchos de sus ensayos, están atravesados por el “lenguaje de la pasión”, este, en LA, se constituye más en una metodología expositiva que en expresión de la ética que, pese a aparecer entre líneas, puede extraerse patentemente de su contenido. El imperio de un “deber ser” racional se sobrepone, sin duda, al de la conducta de SL, y también a la represión de las fuerzas del Estado, signadas ambas sangrientamente por la violencia irracional.
Cuando las pasiones se imponen a la razón, parece imperar en MVLl un juicio de valor contradictorio. En efecto, en la vida individual “lo otro de la razón” (apetencias, pulsiones, fantasías) se constituye en criterio válido para conceder a la praxis, de igual modo que sucede en su traslado a la obra de ficción, su valor más auténtico. Ahora bien, si en la vida política se prescinde de las dicotomías que plantea una razón teórica tradicionalmente binaria, donde es difícil discernir en la práctica quién manda a quién (si la razón o la subjetividad), entonces la política se convertirá en una actividad tan ficticia como la creación literaria, en la que América Latina ostenta tan eximios representantes. No puede verse salida al problema si es que no se admite un subsuelo de principios a priori en los que la ética política se sustente, y dichos principios, si no son de validez universal –como sucede en el caso del marxismo y de SL–, no pueden erigirse en fundamento y garantía de una sociedad libre. La transformación del mundo se topa, en consecuencia, con un interrogante perentorio: ¿cómo liberarse del relativismo moral –admisible, tal vez, en determinadas cuestiones de la ética individual, pero no en la ética política– y encontrar, en esta última, criterios diferenciadores del mal y del bien? Desde luego que situar la moral que preconiza MVLl en un punto medio (in medio virtus) entre el formalismo kantiano y la ética material de SL (es decir, como un centro aristotélico entre la pasión y la razón, entre el pathos y el logos) es una tentación teórica, pero su ubicación no permite soslayar una cuestión en extremo problemática: ¿desde qué perspectiva se establece este punto de equilibrio entre ambos extremos?
La respuesta deberá tener en cuenta dos aspectos complementarios entre sí. Tal como ha señalado, especialmente en Agonie des Eros (2012), el filósofo coreano Byung-Chul Han, hoy profesor en Berlín (Universität der Künste), el actual homo laborans se ha convertido en un “esclavo que se cree libre, pero que se autoexplota hasta el colapso”. Y añade, en afirmación que seguramente MVLl no compartiría del todo: “El sistema neoliberal obliga al hombre a actuar como si fuera un empresario, un competidor del otro”. La salida de esta relación de competencia, en la que se subsume y consume la vida contemporánea, demandará “mirar hacia el otro”, esto es, convertir a Eros en “condición para el pensamiento” (Arroyo, 2014). A algo similar se había referido, muchos años antes, Max Hernández (1993), circunscribiéndose al contexto peruano: el “descubrimiento esencial” de uno mismo ha de efectuarse “a través del otro”, es decir, apercibiéndose de “la propia humanidad”; pero, para que ello pueda ocurrir, “los sistemas de creencias exclusivistas y discriminatorios” tienen que ser “puestos de lado” y “reemplazados por otros más amplios, más humanos, más críticos, más cercanos a la verdad” (pp. 218-219). Del extremismo ético-político que representa SL en LA –y tal efecto no estaría reñido con la intención de MVLl–, la razón exigirá, como método para transformar el mundo, encontrar el punto medio entre él y un formalismo kantiano eximido de su cerrazón ante la subjetividad.
8. El cupo del apriorismo moral en Kant, SL y MVLl
En el formalismo ético kantiano, al igual que en la gnoseología de Descartes, se parte de la aceptación inmediata, evidente, del sujeto, esto es, de un “yo” que, autoconcebido como puramente racional, se erige en legislador autónomo si y solo si se libera de la res extensa, de la que forma parte, en primer lugar, su propio cuerpo. Pero dicha liberación ya no resulta tan evidente como la autoconciencia. Posee, más bien, argumentos que la constituyen en un constructo, en una creación derivada del poder pretendidamente absolutizante de la razón; de ahí que pueda afirmarse que también el sujeto cartesiano-kantiano podría ser una ficción si se toma como punto de partida, para crearla, la realidad del propio cuerpo. No otra era la perspectiva dionisíaca de Nietzsche. En efecto, para él, que hacía frecuentemente gala de un “platonismo invertido”, el cuerpo, del cual el espíritu es tan solo “una herramienta y un juguete pequeños”, no podía ser sino “una gran razón, una multiplicidad con sentido”: “Soy totalmente cuerpo –escribió en las primeras páginas de Así habló Zaratustra–, y nada más; y el alma es solo una palabra para algo del cuerpo”.
Desde luego que a esta inversión sui generis del platonismo no escapa la ética kantiana y tampoco, aunque con más reticencia, el “sujeto social” creado por el marxismo. Podría alegarse que en el formalismo kantiano el sujeto se construye “de arriba hacia abajo”, mientras que en la filosofía marxista está representado, quiérase o no, por una “superestructura” que, si bien fundamentada en una “base” donde lo material y las circunstancias económicas que lo determinan actúan de intermediarios, no deja de ser una construcción conceptual que, de antemano, postula una verdad a priori, verdad que puede ser enunciada así: la destrucción de la “base” injusta garantizará una etapa final de la humanidad en la que, por fin, se erradique la explotación del hombre por el hombre.
Ahora bien, construir un sujeto ético de abajo hacia arriba exigirá también un criterio de elaboración, el cual, si se deja en manos de las diferencias que plantea la subjetividad, conducirá a un relativismo moral y a la imposibilidad de una coexistencia pacífica entre las diversas ideologías. Tanto los minima moralia como su versión traducida en los derechos humanos fundamentales de las personas tendrán que fundamentarse no en las diferencias (raza, país, religión, credos políticos), sino en un consenso que deberá apelar a aquello que los seres humanos tienen como elemento común: una razón que se esfuerza, por su poder intrínseco mismo, en jerarquizar las diferencias y en asumirlas como tales. De más está añadir aquí que la violencia de SL, por su incapacidad de dialogar con todo aquello que no se identifique con su propia voz, estatuye una diferencia insalvable incluso para una razón que se autotitule, autoritariamente, de democrática.
No parece que MVLl sea partidario, como sí lo es Victoria Camps en La imaginación ética (1983)6, de la defensa de una moral provisional, aunque sí estaría de acuerdo en que el ser humano no posee un conocimiento racional absoluto, lo cual habla en pro de que también la praxis política esté sujeta a la metodología ensayo-error. Sin embargo, instalarse en ideologías religiosas o políticas que se hagan cargo de la total posesión de la verdad y del bien otorga una “buena conciencia”, ya que el creyente puede convertirse en un “aliado de Dios” para justificar su conducta, o en “portaestandarte de la absoluta, integérrima verdad” para, como en el caso de SL, enarbolarlo hasta ofrendar la propia vida y arrebatársela al otro por una causa que no admite evasivas (Vargas Llosa, 2004).
En la fundamentación