Lituma en los Andes y la ética kantiana. Fermín Cebrecos

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razón. Este poder es el responsable de que, en expansión del ámbito restringido al que Kant lo confina mediante la abstracción de una “razón pura práctica”, queden incorporados en él todos los componentes de la vida humana. La razón ha de ser, en consecuencia, permeable a la evolución histórico-cultural, aun cuando se corra el riesgo de que sea precisamente la apertura a sistemas opuestos a una verdad única la que se convierta en causa del malestar cultural actual, contra el que MVLl despotrica, como ya se ha visto, en términos tan sonoros como reincidentes.

      No será necesario aquí hacerse eco de lo que MVLl, apoyándose en George Steiner ha denominado “pesimismo estoico de la poscultura” (Vargas Llosa, 2012a, p. 21), pero sí hay que subrayar que la cultura, que agrupa en sí una suma de factores y disciplinas no tan fáciles de definir, se ha vuelto “un fantasma inaprensible, multitudinario y traslaticio” (pp. 65-66) porque, entre otras causas, ha asumido dentro de sí también lo que la “cultura superior” había dejado de lado en gran parte del movimiento ilustrado8. Ahora bien, el interrogante imprescindible sigue siendo el mismo: ¿Quién dictamina, y en base a qué, que la cultura, “en el sentido que tradicionalmente se ha dado a este vocablo, está en nuestros días a punto de desaparecer”, o que acaso haya desaparecido ya y sea, más bien, reemplazado por otro concepto que “desnaturaliza” su antiguo significado? (Vargas Llosa, 2012a, pp. 13-14). Para MVLl, la respuesta radica en la aceptación de una cultura abierta y diferenciada, la cual, sin embargo, solo encontrará su fundamentación si se recupera la gradación establecida por una auctoritas que vuelva a erigirse en “revisión crítica constante y profunda de todas las certidumbres, convicciones y teorías” (Vargas Llosa, 2012a, pp. 84, 75). Pero “autoridad” en términos de cultura equivale, sin duda, a no aceptar su “democratización” y hacer referencia, más bien, a “culturas superiores e inferiores”, aun a riesgo de ser motejado de “arrogante, dogmático, colonialista y hasta racista” (Vargas Llosa, 2012a, p. 67). La aceptación del multiculturalismo no le impedirá a MVLl sostener que ninguna cultura, por más antigua y respetable que sea, puede gozar de absoluta inmunidad moral. Resulta imposible, sin embargo, no reiterar aquí que dicho dictamen ha de fundamentarse no en las diferencias culturales que relativizan el valor de lo bueno, sino en una razón humana común en la que habrían de coincidir todas las culturas.

      MVLl defiende una aristocracia cultural que, lejos de la masificación y de la frivolidad, esté en capacidad de proponer una corrección orientadora a una “civilización del espectáculo” que ha convertido el entretenimiento en el “valor supremo” de su tabla (“invertida”, “desequilibrada”) de valores. Pero los “falsos valores” –era ya su convicción en la citada entrevista de Gamboa y Rabí do Carmo– son celebrados por un “enorme público”. Se resiste, sin embargo, en contra de G. Steiner, a la muerte del humanismo, de modo que las adustas pinceladas con las que describe el panorama de la cultura actual constituyen el resorte que lo impulsa a proponer otras metas: aristocracia cultural frente a democratización cultural, contenido frente a forma, esencia frente a apariencia, sentimientos e ideas frente al “gesto y el desplante” y, en recuperación kantiana de términos y contenidos, “valor” frente a “precio” (Vargas Llosa, 2102a, pp. 34, 36, 51, 32).

      En su opinión, la “alta cultura” no puede renunciar a su misión orientadora en la sociedad, enriqueciendo su vida espiritual, estableciendo una jerarquía axiológica en la que todo no sea valorativamente igual, proponiendo, en fin, un “entretenimiento” diferente del que la cultura actual, que es sucedáneo fallido tanto de una cultura superior como de las religiones, hace gala. MVLl cree que la “cultura de la libertad” ha de constituirse en revulsivo para revertir esta situación, empresa, sin embargo, en la que los intelectuales deberán romper “el juego de moda” y no volverse “bufones” del statu quo imperante (Vargas Llosa, 2012a, pp. 42-46). Así como la democracia es un “sistema de coexistencia de verdades contradictorias” (Vargas Llosa, 2009a, p. 289), también ha de serlo la cultura. Pero en una y otra, no obstante su tolerada heterogeneidad, tiene que establecerse una jerarquía de valores abierta a la elección libre de cada individuo.

      ¿Cómo establecer dicha jerarquía? ¿Por qué los representantes de la “alta cultura” estarían en disposición de proponer el criterio valorativo más acertado? ¿De dónde les viene la investidura del ejercicio de tal autoridad? La respuesta de MVLl a estas preguntas no se origina en el “ser” de la cultura contemporánea, esto es, en una realidad humana que conviene tener en cuenta, pero que reclama mejoramiento moral. Su núcleo de proveniencia es un “deber ser” que no puede desentenderse de la racionalidad ni como clave interpretativa del “ser”, ni tampoco como su corrección orientadora: esta es la deuda claramente identificable de MVLl con los ideales de la Ilustración. En efecto, si se adopta la perspectiva del formalismo kantiano, resulta claro que la evaluación jerarquizante de lo que acontece en la vida humana ha de extraerse de la razón pura, esto es, de una conciencia liberada de todo aquello que la razón misma, en su labor depuradora, considera como no racional. Desde esta óptica, y en traslado ya a LA, la ética de SL, al situarse en las antípodas de la ética kantiana, se apoyaría en fundamentos nítidamente erróneos. En efecto, aun cuando la ética de MVLl, por las restricciones anteriormente expuestas, no coincida exhaustivamente con la que Kant propuso, LA, en prosa que se encarga de describir, con cruda minuciosidad, hasta dónde puede llegar el comportamiento irracional de los seres humanos, puede convertirse en un alegato en pro de una moral deontológica que está, sin proponérselo su autor, más cerca de Kant que de las éticas consecuencialistas derivadas del liberalismo democrático.

      En opinión de MVLl, la violencia senderista tiene una procedencia ideológica urbana: nace de movimientos citadinos conformados por intelectuales y militantes de las clases medias, “seres a menudo tan ajenos y esotéricos –con sus esquemas y su retórica– a las masas campesinas, como SL para los hombres y mujeres de Uchuraccay”. Les une, sin embargo, una característica común: se creen dueños de la verdad absoluta y se aprovechan del derecho a la insurgencia en contra de las lacras visiblemente ostentadas por un Estado corrupto (Vargas Llosa, 1990, p. 170), para, en nombre de un ideal ético, proponer una revolución que, en principio, podría explicarse como una extensión histórica de la Ilustración.

      10. La fe en el poder crítico y en el poder dogmático de la razón

      ¿No cae MVLl en un dogmatismo similar? ¿No está condenada la razón, por su repartición heterogénea y su diferenciada jerarquización, a estar representada por caudillos culturales que, de una u otra manera, encarnarán un despotismo ilustrado? La respuesta, ateniéndose a los cánones de la Ilustración, ha de ser clara: a MVLl le salvará de dichas consecuencias su fe en el poder crítico de la razón humana. Y será dicha fe, aplicada también a su propia visión del mundo, la que le permitirá, en LA, contraponer silenciosamente a la ética de SL la necesidad de que en el Perú imperen valores morales ajustados a la racionalidad. Desde esta posición, no será posible entablar un “diálogo” con discursos (lógoi) diametralmente opuestos, en los que la razón, castrada en su facultad crítica, ha devenido en la barbarie senderista o en un nacionalismo indigenista, del que, por ejemplo, uno de sus representantes, en concordancia con su propia visión del mundo, declaró que si MVLl hubiera ganado las elecciones de 1990, “habría cambiado el escudo nacional por una esvástica” (Granés, 2009, p. 11). Aunque no tan grotescamente formulada, esta percepción, a todas luces injusta, es compartida hasta hoy por no pocos peruanos, lo cual pone de manifiesto que la Ilustración en el Perú podría estar más cerca del caudillismo despótico que de cualquier concepción política tamizada por la crítica racional.

      En el artículo anteriormente citado, J. Volpi (2012) presenta al autor de La civilización del espectáculo como “el último sabio de la tribu” que recorre un campo de batalla en el que “todas las vertientes de lo humano han sido pervertidas por la frivolidad”. En una suerte de jeremiada donde no queda títere con cabeza, MVLl sostiene, según el escritor mexicano, que ya no se hace caso a la auctoritas, que se ha desvanecido el respeto

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