Lituma en los Andes y la ética kantiana. Fermín Cebrecos

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Lituma en los Andes y la ética kantiana - Fermín Cebrecos

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que, sin embargo, no ocultará el hecho de que Kant sigue siendo uno de los pensadores “vivos” más importantes de la actualidad.

      No se pretende ser original ni exhaustivo. Es cierto que el principio del Qohelet 1,9: Nihil novum sub sole (“no hay nada nuevo bajo el sol”) también concierne al “sol” que, llamado Kant, alumbra el mundo de la filosofía. Su resplandor, empero, amplía las posibilidades de ver, a la vez, luces y sombras. La originalidad, en todo caso, ha de ponerla el lector mediante el recurso a un pensamiento crítico frente a lo expuesto. Tampoco hay, por otra parte, aspiración alguna hacia la exhaustividad, máxime si se toma en cuenta que, además de la exigua apelación a documentos procedentes de SL, se pondrá en juego, en lo tocante a Kant, casi exclusivamente la FMC, dejando de lado tanto la Crítica de la razón práctica (1788) como Sobre la paz perpetua (1795) y la Metafísica de las costumbres (1797), tres obras sin cuya consulta no puede aspirarse a ningún tratamiento sistemático de su ética. Pese a que, por ejemplo, Ernst Tugendhat (1997): considera la FMC como “quizá lo más grandioso que se ha escrito en la historia de la ética” (p. 97), ha de tenerse también presente que no le falta razón al crítico literario Gustavo Faverón Patriau (2012a) cuando sostiene que el tema referido a SL es “el más difícil de las ciencias sociales peruanas”. Moverse entre lo “grandioso” de los acantilados de Escila y lo “difícil” del remolino de Caribdis ha de interpretarse, en primer lugar, no como una captatio benevolentiae del lector, sino, ante todo, como constatación de lo arduo de su problemática.

      En varios pasajes de la obra y en las reflexiones complementarias, aunque sin manifestarlo abiertamente, podrá notarse –en una suerte de ejercicio imaginativo que, interpretado ad pedem litterae, puede resultar frustrante– una doble intención dialógica: qué es lo que Kant pensaría de SL, y viceversa; y qué es lo que Kant pensaría de MVLl, y viceversa. Lo que MVLl testifica de SL no formará parte de dicho ejercicio, puesto que constituye un explícito nervus rerum de LA y materia reincidente en muchas de sus entrevistas y artículos periodísticos. De tan amplio panorama, descrito también desde fuentes bibliográficas secundarias y desde perspectivas que actualizan la compleja visión de la ética contemporánea, darán razón las partes 5 y 6 del presente trabajo. Todos los temas examinados en ellas constituyen, sin embargo, ejercicios iniciales de reflexión que merecerían, por separado, un tratamiento más sistemático y menos urgente.

      No conviene perder de vista, finalmente, que –tal como le advertía Isaiah Berlin a Bryan Magee– los “filósofos menores” tienden a ocuparse minuciosamente de la simplicidad esencial contenida en las obras de los “grandes filósofos”. Ojalá que, en este caso, la secundariedad y las imperfecciones de dicha ocupación puedan ser atenuadas mediante el diálogo crítico que reclama, de por sí, la ética kantiana, en especial cuando es aplicada a una realidad como la que vivió el Perú en una etapa histórica dolorosamente cercana.

      Recuerdo que, hace más de veinte años, una alumna de la Universidad de Lima –para mí, hoy, de nombre y rostro perdidos en la memoria, a quien le tocó exponer el caso de los jóvenes turistas franceses Albert y Michèle, de LA–, irrumpió en sollozos cuando, entre nerviosa y aterrorizada, describía el desenlace de la tragedia. Era, sin duda, la imagen de la desolación ante una realidad peruana que los alumnos de entonces habían experimentado de cerca, pero con la que no sería racionalmente justificable que, en el tiempo presente, perdiésemos débito y vinculación.

      A dicha alumna, a todos los estudiantes de aquellos ciclos de verano y a los que, antes y después de esa fecha, tanto en dicho centro de estudios como en la Universidad del Pacífico, escucharon pacientemente, inscritos en semestres regulares, mis lecciones sobre la ética de Kant, les dedico este libro.

      1.

      Marco teórico general

      1. La filiación ilustrada de MVLl

      El ideal, propio de la Ilustración, de una razón convertida en factor determinante de la vida privada y pública es el que lleva a Kant, consciente de su misión pionera, a elaborar una “filosofía moral pura”, o, lo que es equivalente, a proponer una “metafísica” para dirigir el comportamiento (ethos = mores = Sitten = costumbres) humano. También a MVLl le anima, con las obligadas matizaciones que impone un decurso histórico de más de dos siglos de distancia, un propósito parecido.

      Desde luego que no se tiende aquí a afirmar que MVLl ha producido intencionadamente una ética coincidente con la kantiana, sino tan solo dejar en claro que mantiene un vínculo profundo con el movimiento ilustrado de la segunda mitad del siglo XVIII. En efecto, tanto el calificativo de “libre pensador” (freethinker), que la Ilustración inglesa confería a sus adeptos; como el de “filósofo”, en el sentido que la Ilustración francesa daba al término philosophes; o el de “ilustrado” (Aufklärer), con el que la Ilustración alemana designaba a sus seguidores, pueden servir de marco referencial para describir la trayectoria vital (intelectual, política, ética) de MVLl.

      A la Ilustración la espoleaba una fe: liquidar, mediante el esclarecimiento racional, las tinieblas del oscurantismo, expresado como una miscelánea de creencias arbitrarias, lindantes no pocas veces con la superstición (Crítica del Juicio, Ak V, p. 294). Cuatro años antes, en Was heisst: sich im Denken orientieren (“Qué significa orientarse en el pensar”) (1786), Kant había explicado en qué consistía el “pensar por cuenta propia”, idea clave en su artículo sobre el significado de la Ilustración: Beantwortung der Frage: Was ist Aufklärung? (1784). Afirma:

      Pensar por cuenta propia implica buscar dentro de uno mismo (o sea, en la propia razón) el criterio supremo de la verdad; y la máxima de pensar siempre por sí mismo es lo que mejor define a la Ilustración. (Ak VII, pp. 146-147)

      Convertir en principio universal lo que uno encuentra dentro de sí, esto es, querer que la máxima, que es un principio racional subjetivo, se convierta, merced a la intervención de la “buena voluntad”, en un imperativo categórico, había sido también el propósito kantiano en FMC (FMC, p. 106; Ak IV, núm. 421).

      En su Respuesta a la pregunta sobre qué es la Ilustración, redactada por Kant cuando ya había cumplido los sesenta años, se ratifica lo que figuraba en el prólogo a la primera edición de la Crítica de la razón pura (1781): la razón solamente dispensa su respeto hacia “lo que puede resistir un examen público y libre”. Pero dicho examen ha de ser encomendado a un “pensar por propia cuenta”, a un “atreverse a saber” enteramente personal, en el que no cabe que ningún otro usurpe esa función. Sapere aude –la cita de Horacio entresacada de la carta segunda del Epistolarum liber primus– se constituye, ciertamente, en lema de la Ilustración, pero encierra dentro de sí un compromiso que requerirá de un tiempo largo para llevarse a cabo: la Ilustración –escribirá Kant en la Crítica del juicio (1790)– es una “tarea sencilla como tesis, pero difícil y de lento cumplimiento como hipótesis” (Ak V, p. 294). El texto completo en el que se inserta el sapere aude horaciano constituye un testimonio de lo dicho: “Quien comienza está solamente a medias; atrévete a saber, empieza” (dimidium facti, qui coepit, habet: sapere aude, incipe).

      El imperativo “empieza” (incipe) tuvo que comenzar por casa. Herder atestiguaba, en sus Cartas relativas al fomento de la humanidad, que los alumnos de Kant “no recibían otra consigna que la de pensar por cuenta propia” (Sämtliche Werke, XVII, p. 404), pero el punto inicial dio paso a una trayectoria histórica que llega hasta nuestros días y que, en cuanto “Ilustración insatisfecha” (unbefriedigte Aufklärung) y tarea pendiente1, tiene ante sí una travesía no consumada. MVLl se inscribe en dicha trayectoria. Toda su obra es literatura al servicio

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