Lituma en los Andes y la ética kantiana. Fermín Cebrecos
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A pesar de dichas metamorfosis, no está desencaminado el escritor mexicano Jorge Volpi cuando, en su artículo “El último de los mohicanos” (2012), afirma que MVLl sigue teniendo “arrinconado en su interior”, en fidelidad no confesa, al marxista de sus inicios. Su fe en el poder de la palabra, atemperada por su reconocimiento de que, en una sociedad abierta, la cultura es una realidad autónoma que “interactúa con el resto de la vida social”, le lleva a sostener que las “artes” son “fuentes de fenómenos sociales, económicos, políticos e incluso religiosos” (Vargas Llosa, 2012a, p. 25). La tesis marxista de la relación entre base-superestructura queda, en consecuencia, abolida, pero no debe tomarse al pie de la letra que la “diversión” y el “entretenimiento” constituyan el objetivo final de la literatura en una sociedad democrática. Por más que MVLl certifique la desaparición, en nuestro tiempo, del “escritor mandarín”, “pontífice” y “narciso”, y asevere que el hecho de estar “dotado para la creación literaria” no implica poseer una “clarividencia generalizada” (Vargas Llosa, 2012a, pp. 76-77), no podrá renunciar a lo que fue “la cultura en las circunstancias y sociedades más ilustradas”:
Una moral todo lo comprensiva que requiere la libertad y que permita expresarse a la gran diversidad de lo humano, pero firme en su rechazo de todo lo que envilece y degrada la noción básica de humanidad y amenaza la supervivencia de la especie. (Vargas Llosa, 2012a, pp. 72-73)
Eso es lo que fue la cultura, “y lo que debería volver a ser si no queremos progresar sin rumbo, a ciegas, como autómatas, hacia nuestra propia desintegración”. Por lo tanto, cuando MVLl se refiere a la literatura light, al cine light y al arte light como parte de la cultura mainstream (“cultura del gran público”) y deja escapar una suerte de resignación aséptica (“no digo que esté mal que sea así. Digo, simplemente, que es así”) ante la banalización y masificación por ella acarreadas, no está confesando su entera verdad (Vargas Llosa, 2012a, pp. 30-31, 37-38).
El “núcleo de la filosofía ilustrada” radica en una hegemonía de la razón vinculada a un humanismo irrestricto, en el que “nadie desee ni se considere con derecho a oprimir a otro por sus ideas” (Bermudo, 1983, p. 123). Mas este humanismo implicó en Kant una suerte de tránsito entre dos dogmatismos, esto es, el paso de la seguridad del “yo sé” a la del “yo debo”. En la idea del deber no se renuncia al saber, sino que se le presupone como motor y motivo de la acción. También en MVLl habitan, a la manera de Kant, una suerte de razón universal y un ecumenismo moral que deberían guiar, en interrelación armónica, “el desenvolvimiento de la sociedad y el comportamiento individual” (1994), especialmente en un país como el Perú, anclado, en no pocos aspectos, en un “pasado atávico” que reclama ser liberado de la irracionalidad mediante el saber. No otro fue el ideal de la Ilustración, y en él, en su aplicación a una patria donde, mayoritariamente, los pasos del mensaje ilustrado no se han escuchado aún, se fundamenta la finalidad decisiva de LA.
Podría sintetizarse todo lo anterior en la siguiente conclusión: tanto Kant como MVLl pretenden que la ética, sea individual o política, se fundamente en una idea del “deber ser”, es decir, en lo que los griegos denominaron deón. Así mirada, se trataría de una ética deontológica, la cual, sin embargo, no admite el mismo origen en ambos autores. En efecto, mientras que la ética kantiana, prescindiendo totalmente de las circunstancias empíricas, encuentra la idea del deber dentro de la razón pura práctica (o conciencia moral) mediante el método introspectivo, en MVLl el “deber ser” ha de tomar en cuenta el “ser” de la realidad humana con su acopio prácticamente infinito de subjetividades, pero no para aceptarlo pasivamente, sino para mejorarlo. Creer, por convicción ética, que puede influir, merced a su obra literaria, en potenciar la dimensión crítica frente a la cultura y en conseguir mejorar un mundo (especialmente el del Perú) que no le gusta, es una fe inseparable de su misma esencia de hombre y escritor.
Ahora bien, ser heredero consciente de la Ilustración ha de implicar la convicción de que la racionalidad crítica no es patrimonio exclusivo de una porción privilegiada de seres humanos a quienes les asiste, por derechos autorreservados, el poder y el deber de “ilustrar”. Esta concepción aristocrática de la heterogénea posesión de la razón se constituye en instancia educativa, esto es, en un e-ducere que se impone como misión “conducir” desde las sombras hacia la luz al declarado ilustradamente como “no ilustrado”. Y la luz, en cuanto metáfora totalizadora, ha de invadir no solo los ámbitos del saber, sino también los del hacer. Desde esta perspectiva, la filiación ilustrada de MVLl y SL, heredero de un marxismo que, en su génesis, no puede contraponerse a la Ilustración, mantiene el mismo nexo matricial.
La Ilustración pretendió universalizar la ética y, en este sentido, coincidió con el objetivo que Adela Cortina (1986) le ha asignado a la filosofía contemporánea: “La tarea más urgente, encomendada actualmente al pensamiento humano y que debe ser emprendida con ‘pasión y estudio’ –se lee en Ética mínima–, es la de fundamentar racionalmente la moralidad, estableciendo la base de una moral universal” (pp. 74-75). Esta fue también la aspiración radical de Kant en su ética, pero la exigencia de concretizarla en la actualidad habla del fracaso parcial del proyecto kantiano y, ante él, tiene que extraerse, como lección a interpretarse sine ira et studio, que la ética no puede fundamentarse de una vez para siempre, ya que el sueño de un fundamento único se rompe en añicos ante el dinamismo cambiante de las circunstancias que configuran el mundo humano de la vida.
2. La vigencia, pese a todo, de los ideales ilustrados
Kant parte del supuesto de que, en lo que respecta a la ética, todos los seres humanos poseen una idéntica razón práctica, es decir, una misma conciencia moral como único y unificador signo de identidad. Las leyes contenidas en dicha razón serán objetivas (universales), mientras que, por el contrario, las que provengan de todo aquello que no se identifica con ella pertenecerán al mundo de la subjetividad. Esta lleva dentro de sí lo que hace que un ser humano sea diferente a otro, es decir, la inmensa gama de peculiaridades (circunstancias histórico-sociales, ideologías políticas y religiosas, “sentimientos, impulsos, inclinaciones”) (FMC, p. 124; Ak IV, núm. 434), sobre los que se asienta una legislación que atenta contra una voluntad libre. Así, pues, el sometimiento a las imposiciones de la subjetividad implicará una esclavitud vinculada principalmente a las emociones e impulsos que surgen del componente animal del ser humano, pero también a “las circunstancias del universo en las que el hombre está puesto” (FMC, p. 64; Ak IV, núm. 389). En consecuencia, la ley moral habita “en mí”, forma parte de mi mundo inteligible, mientras que la procedencia de la subjetividad se ubica en el “mundo natural”, determinándose así una doble y antagónica concepción de la naturaleza.
La aspiración kantiana estriba en fundamentar la ética sobre cimientos puramente racionales. En concordancia con Jean-Jacques Rousseau (Libro I de El contrato social), el cual sostenía que “la obediencia a la ley que uno mismo se ha impuesto es libertad” y que guiarse por “el impulso de los apetitos” redunda, más bien, en “esclavitud”, se hará referencia, en la conclusión a la Crítica de la razón práctica, a una “ley moral” que “nos descubre una vida independiente de la animalidad e independiente incluso de todo el mundo sensible”. Se trata, en rigor, de un doble descubrimiento llevado a cabo por una razón que, en nombre de sí misma, determina qué es lo racional y qué es lo irracional. Ahora bien,