Rondas, fanfarrias y melancolía. Ricardo Bedoya

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Rondas, fanfarrias y melancolía - Ricardo Bedoya

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se dio ese giro radical hacia el barroquismo y la subjetividad que ven algunos, o se trató más bien de un cambio de acento, de un ajuste del punto de vista, de una adecuación al aire de los tiempos, o del desborde de impulsos, visiones, afectos y caprichos que estuvieron ahí desde siempre?

      Echemos una mirada fragmentaria, en bloques, a la manera de un breviario de asuntos y motivos, al conjunto de la obra felliniana. Acaso así podamos acercarnos a esas líneas, frases, estilemas, melodías y obsesiones que aparecen y luego se ocultan para volver a asomarse, pero reescritas o compuestas de otra manera, en otro orden, distinto tono y un acento cada vez más grave.

      NEORREALISMO

      Los vínculos de Federico Fellini con el neorrealismo son estrechos desde los días en que colabora con Roberto Rossellini y trabaja con Cesare Zavattini en la publicación satírica Marc’Aurelio1. Pero en un momento de su carrera como cineasta, que se sitúa hacia La dolce vita, decide alejarse de ese “arte de la evidencia” que sustentaba las películas que lo formaron como guionista y realizador. Es un distanciamiento radical del realismo tal como lo practicaban Cesare Zavattini y Vittorio De Sica, sobre todo. Pero también Roberto Rossellini, ya que para el director de Stromboli (Stromboli, terra di Dio, 1950), el cine era el instrumento capaz de penetrar en el magma de lo sensible y encontrar ahí, sin forzar las técnicas de observación, momentos privilegiados de revelación espiritual y “epifanías de lo real”2.

      De paso, en su disidencia, Fellini se lanza a incumplir los cánones de Cesare Zavattini y sus empeños por hallar una supuesta y esquiva esencia del cine en sus posibilidades testimoniales. Sin negar la fuerza del documento fílmico, Fellini concilia las convenciones del realismo con una dimensión visionaria que se preocupa cada vez menos por duplicar las apariencias inmediatas de lo tangible. Al hacerlo, refuerza su escepticismo o incredulidad en ese denominador común —del que son devotos los artífices del neorrealismo— que iguala a los seres humanos en la aflicción o en la desdicha. Decide, entonces, marchar en busca de lo diferenciador, hurgando en los signos particulares, registrando los rasgos de lo insólito y hasta de lo grotesco. Las fábulas realistas y piadosas de Zavattini y Vittorio De Sica se transforman, en manos de Fellini, en relatos de excepción.

      El mundo del director se puebla, de modo progresivo, con payasos, artistas de feria, jóvenes a la deriva, simuladores, viajeros libertinos, nobles depravados, celebrantes enmascarados, figuras extravagantes, seductores taciturnos, saltimbanquis, locos encaramados a un árbol, magas y médiums espiritistas, telépatas, equipos de reporteros televisivos desconcertados, fantoches fascistas, videntes, impetuosos paparazzi, varones acosados y mujeres imaginadas, seductoras y temibles. El guionista de Roma, ciudad abierta (Roma, città aperta, 1945), de Roberto Rossellini, voltea su mirada en busca de esas singularidades que aprendió a observar en cada quien cuando fungía de caricaturista. Una poética de lo excepcional, de lo estrafalario y hasta de lo monstruoso empieza a vislumbrarse en sus películas, aun cuando escarben en la marginalidad, como ocurre en La calle, en El cuentero o en Las noches de Cabiria.

      Alguna vez, Jacques Rivette, por entonces cercano a las ideas de su mentor André Bazin, dijo, a propósito del cine de Howard Hawks, que “lo que es, es”. De un aserto de ese tipo, apología de un cine de las evidencias y del templado registro de lo “real”, y dictamen aplicado como juicio valorativo, es que se distancia Fellini. La realidad registrada por el arte en general y por el cine en particular es incapaz de generar certidumbres. Las imágenes que la representan lucen más bien traspasadas por la subjetividad del que la interpreta, y no solo del que la contempla.

      ENCUESTAS

      Películas crónica, películas reportaje, películas encuesta. Una franja de la obra de Fellini se ofrece bajo esas formas. Sea porque simule las técnicas de la aproximación periodística, porque se muestre como la recreación de épocas evocadas por un narrador-guía —a veces el propio Fellini—, o porque apele a algunas de las formas retóricas del documental. Y es precisamente con una película “encuesta” que el director desafía, por primera vez, y años antes de La dolce vita, el canon de la estética neorrealista.

      Ocurre en Agencia matrimonial, uno de los seis episodios o “encuestas” que integran Amor en la ciudad, un proyecto fílmico a varias manos (las de Alberto Lattuada, Francesco Maselli, Federico Fellini, Carlo Lizzani, Cesare Zavattini, Michelangelo Antonioni, Dino Risi) impulsado por Zavattini con el fin de condensar el espíritu del neorrealismo, entendido como una crónica informativa, casi de índole periodística, en permanente sintonía con los sucesos de su tiempo. Tres años después de haberse iniciado como realizador cinematográfico, Fellini sigue las reglas del juego propuesto y, a la vez, las pone en cuestión. Es decir, participa en el proyecto de Zavattini, pero infiltrando en él un tratamiento ficcional que pergeña con el guionista Tullio Pinelli.

      A primera impresión, Agencia matrimonial parece apegarse a la ortodoxia neorrealista: encontramos rodaje en interiores y exteriores naturales y a un grupo de actores sin glamur, aunque con alguna experiencia profesional. Tanto la conductora de un negocio de arreglos matrimoniales (Angela Pierro) como la joven ilusionada con el novio prometido (Livia Venturini) se definen con precisión como “encuestadas” y se presentan como “actores —actrices— sociales”, según la apelación con la que Nichols (1997, p. 76) designa a los personajes del documental. Pero sobre esa base testimonial se construye un punto de vista decididamente narrativo y dramático, el del reportero (Antonio Cifariello) que conduce la pesquisa y redondea la moraleja ética de la historia.

      “Lo que estoy a punto de contar es un suceso verdadero. Me ha ocurrido a mí”, dice el periodista-narrador en una primera intervención que conjuga el verismo zavattiniano —el previo a Milagro en Milán (Miracolo a Milano, 1951) de Vittorio De Sica— con la subjetividad felliniana. La entonación del relator, su mirada sobre la agencia que investiga y los espacios que recorre, tanto como la fantasía del lupo mannaro necesitado de amor que preside su pesquisa le otorgan al cronista un relieve superior, el del creador de una ficción que se va modelando conforme las acciones se desarrollan. Las “personas comunes” son confrontadas con el relato fantástico y, al despuntar aristas melodramáticas inesperadas, las vemos adoptar decisiones fundamentales para su futuro. La densidad de lo imaginario, que incluye la improbable existencia de un licántropo, se superpone a la fuerza de la propuesta verista.

      En películas posteriores, los procedimientos retóricos —mejor, las argucias— de las encuestas simuladas o de los reportajes subjetivos y trucados reaparecen en la obra de Fellini cuando el realizador decide activar toda suerte de fantasías, más o menos ancladas en sus evocaciones personales. O cuando despliega los asuntos centrales de su poética: el circo, el carnaval, la representación de la memoria y la mascarada en Los clowns, o las posibilidades de construcción de la ilusión en el cine realizado al abrigo de Cinecittà en Entrevista. O cuando recupera ambientes y gestos extraviados en el tiempo y el recuerdo, como lo hace el guía-narrador de Amarcord.

      Cuando Fellini se filma filmando es porque quiere hablar de sí, contarnos de sus fobias, embustes, caprichos o manías, lucir su narcicismo y autoindulgencia, saturarnos con sus hallazgos visuales, mostrarnos algo de su experiencia vital, liberar su temperamento barroco, lucir sus impulsos impresionistas y compartir su percepción intransferible de algo muy preciado que el tiempo clausuró. Por tanto, el joven periodista de la precoz Agencia matrimonial es reemplazado por el mismo Fellini, acaso satisfecho de su propia notoriedad, quien aparece asistiendo a las representaciones finales de la tradición del Augusto y el clown Blanco, recorriendo con nostalgia las instalaciones de Cinecittà, o trazando un levantamiento topográfico mental y mapa afectivo de Roma, figurada como el lugar donde pervive el pasado mediato (el teatro de la Barafonda, la trattoria al aire libre) o el pretérito: la villa de dos mil años de antigüedad encontrada en las excavaciones del metro (una topografía que Eduardo A. Russo analiza de modo exhaustivo en este mismo volumen). El director

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