Paraíso. Divina comedia de Dante Alighieri. Franco Nembrini
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Dante es tan consciente de la dificultad de la empresa que la invocación que sigue se extiende a lo largo de ocho tercetos (vv. 13-36). Observemos la progresión: un solo terceto de invocación a las musas al comienzo del Infierno (Inf., II, vv. 7-9); dos tercetos al principio del Purgatorio (Purg., I, vv. 7-12); aquí hasta ocho. Y Dante no se dirige a las musas, sino al mismo Apolo, del que ellas dependen. Para una empresa tan fuera de lo corriente, es necesario molestar al mismo dios de la poesía… La invocación termina con un terceto que ha suscitado un sinfín de debates y que se abre con un verso que se ha vuelto proverbial (vv. 34-36):
Poca chispa enciende mucha llama; tal vez después de mí, con mejores voces, se rogará para que Cirra responda.
El sentido literal está claro: de una pequeña chispa nace un gran incendio; por ello, quizá otros me sigan y recen a Apolo —Cirra era una ciudad en la Grecia antigua situada sobre el monte consagrado a Apolo— mejor que yo. Pero ¿qué quiere decir realmente Dante? ¿Qué espera? ¿Que otros, siguiendo su ejemplo, escriban sobre el paraíso obras mejores? Me parece improbable. Mantengamos abierta esta pregunta por el momento. Volveremos a ella a su debido tiempo.
Una vez terminada la invocación, y antes de emprender el viaje, Dante nos da, como ha hecho siempre, una indicación temporal precisa (vv. 37-45): es mediodía. No podemos dejar de señalar otra vez la secuencia: en el Infierno la partida se produce de noche (Inf., II, vv. 1-3), la hora de las tinieblas; en el Purgatorio, al alba (Purg., I, vv. 19-21), el tiempo de la esperanza; aquí a mediodía, en pleno día, la hora de la gloria.
Beatriz ocupa enseguida toda la escena (vv. 46-54):
Cuando a Beatriz vi volverse hacia el lado izquierdo y mirar al sol con fijeza que ni el águila pudo nunca emplear. Y así como un segundo rayo nace del primero y sale reflejado hacia arriba, como peregrino que quiere volver, así de la acción de ella, por los ojos llevada hasta mi mente, se originó la mía y fijé los ojos en el sol, cosa bien fuera de nuestra costumbre.
La relación con Beatriz se abre de nuevo, súbitamente, con su característica fundamental, que es el juego de las miradas. Lo hemos visto ya al leer el Purgatorio (Purg., XXXI, vv. 79-81 y 118-123),1 y encontraremos el mismo dinamismo multitud de veces en el Paraíso: Dante mira a Beatriz, en los ojos de ella ve reflejado el esplendor de Dios, y de este modo también él puede percibir un destello de su gloria.
Después, el gesto de Beatriz se refleja en Dante, que lo imita y consigue mantener la mirada fija en el sol más de lo que somos capaces normalmente los humanos, hasta penetrar en una luminosidad extraordinaria (vv. 61-63). Luego, el poeta dirige nuevamente la mirada hacia ella (vv. 64-66):
Beatriz permanecía con los ojos fijos en las eternas esferas, y yo en ella fijaba los míos, apartados de la altura.
Me gustaría detenerme un momento en este juego de las miradas, porque tiene un papel fundamental en la vida de todos. Lo digo con las palabras de una canción muy querida para mí, la Ballata dell’uomo vecchio, de Claudio Chieffo: «Yo quisiera ver a Dios, quisiera ver a Dios / pero no es posible. / Tiene la cara que tú tienes, el rostro que tú tienes / y para mí eso es terrible».
A todos nos gustaría ver a Dios, descubrir cuál es el misterio que sostiene el mundo, por qué de la naturaleza del ser dependen el significado y el valor de la vida. Pero esto no es posible, porque Dios, precisamente en cuanto Dios, está más allá de cualquier idea que podamos hacernos de Él.
Para colmar esta desproporción insalvable entre un deseo inextirpable y la radical imposibilidad de satisfacerlo, Dios se hizo hombre, para que en el rostro de un hombre, Jesús de Nazaret, nosotros pudiésemos vislumbrar el rostro del misterio inaccesible. Como se lee en el Evangelio: «El Verbo era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre, viniendo al mundo» (Jn 1,9). Y esa luz sigue resplandeciendo a lo largo de los siglos en los rostros de todos aquellos que lo han seguido. Es verdad que esto es terrible, como canta Chieffo, porque aceptar que, dentro de una carne humana, con todos sus límites, resplandezca la gloria de Dios no es en absoluto fácil; se necesita humildad y un deseo tan vivo que sepa atravesar todo el barro humano que la recubre para encontrar la piedra preciosa que se vislumbra en el fondo. Pero la única posibilidad que tenemos de ver a Dios es reconocer su esplendor en los rostros de hombres y mujeres cautivados por su presencia. Quién sabe si es este el motivo de que Arnolfo di Cambio, el gran escultor contemporáneo de Dante, realizara alrededor del año 1300 para la fachada del Duomo de Florencia una virgen con los ojos de cristal, que reflejaban sobre los florentinos que la miraban la luz del sol, la luz de Dios…
Para que resulte aún más claro, me permito proponer una imagen que me gusta mucho, que he usado muchas veces en mis encuentros sobre educación. Nuestros hijos, nuestros alumnos —digo siempre— son como chicos que han crecido alrededor de una charca de agua en medio del desierto, rodeada de dunas. Nunca han visto más agua que esa. Para ellos, la máxima concentración de agua es esa charca fangosa y estancada. En esta situación, el educador es como alguien que está en la cima de la duna, y desde ahí su mirada llega hasta el mar; y entonces le dice al chico que está junto a la charca: Mira, allí está el mar, venga, vamos allá… Para el chico, ese reclamo resulta un tanto extraño, él no ha visto más que la charca en su vida; en el fondo tampoco se está tan mal, no tiene ni la más remota idea de lo que es el mar. ¿Por qué debería tomarse en serio la invitación del educador? ¿Por qué tendría que hacer el esfuerzo de subir hasta la cumbre de la duna y asumir el riesgo de emprender el viaje hacia el mar lejano? Para que un chico tenga el valor de ponerse en camino, es necesario que en los ojos del educador brille al menos un reflejo de la luz del mar.
Podríamos concluir así: Dante ha visto a Dios, y en sus ojos se refleja un destello de la luz divina. Por consiguiente, hundiendo nuestra mirada en las páginas que nos ha dejado, también nosotros podremos percibir un destello de la belleza que él ha descubierto y trata de narrarnos.
En este momento, contemplando a Beatriz que contempla a Dios, sucede algo extraordinario (vv. 67-72):
Al contemplarla me transformé interiormente al modo de Glauco al gustar la hierba que le hizo en el mar compañero de los dioses. El transhumanarse no se puede expresar con palabras; baste, por eso, con el ejemplo de aquellos a los que la gracia proporcione una experiencia así.
El poeta dice que se ha transformado, que se ha producido en él un cambio como el de Glauco —personaje de la mitología griega—cuando comió la hierba prodigiosa que lo transformó en un dios.
Transhumanar es un verbo acuñado por Dante para tratar de comunicar algo que no se puede expresar con palabras, que es imposible comunicar verbalmente. Por eso avisa al lector: si quiere hacerse una idea de lo que ha sucedido, tendrá que conformarse con el ejemplo de Glauco. Se trata de un personaje de la mitología griega, un pastor que se había dado cuenta de que los peces que pescaba, después de haber comido una cierta hierba, saltaban de nuevo al mar vivos y coleando; por eso la había probado también él, y entonces se había transformado en una divinidad marina.
En resumen —dice Dante—, esta visión de Beatriz que resplandece con la luz de Dios me ha conducido de modo misterioso a participar de la naturaleza del mismo Dios. Y desde luego es así, pues de la identificación con la gran presencia que uno ha encontrado en los ojos del otro, surge la «criatura nueva» de la que habla san Pablo (2Cor 5,17), un proceso que Dante indica con esta palabra maravillosa, transhumanar.
En el lenguaje de la Comedia, este término tiene un valor técnico, con el que Dante nos está diciendo que su cuerpo terrenal se ha transformado en lo que la teología llama cuerpo glorioso. El cuerpo glorioso, según explican los teólogos, es el que tiene Jesucristo resucitado, por