Paraíso. Divina comedia de Dante Alighieri. Franco Nembrini
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Sin embargo, no puedo evitar leer este transhumanar también desde el punto de vista de nuestra experiencia en la tierra. Entonces, observo que el prefijo latino trans- significa ‘más allá’, pero a la vez es la raíz de la preposición intra ‘a través’, por lo que transhumanar indica un estado que va más allá de la ordinaria condición humana, pero que, al mismo tiempo, atraviesa hasta el fondo todas las vicisitudes de la vida.
Pensemos en Jesús. ¿Cómo pudo llegar más allá de la condición humana normal? Porque aceptó pasar a través de todas las circunstancias dolorosas que la vida le puso delante. Tanto es así que su cuerpo glorioso lleva todavía los estigmas, que son las cicatrices de ese paso.
Por tanto, transhumanar no significa abandonar la condición humana, sino transformarla desde dentro, mantener los ojos fijos en el lugar donde se revela el resplandor de Dios, y pasar con esa luz en los ojos a través de todas las circunstancias que la vida nos pone delante hasta descubrir, con infinito asombro —exactamente igual que Dante—, un modo nuevo, distinto, más humano, de mirarnos a nosotros, a los demás, las cosas, todo. La realidad es siempre la misma, pero nuestra mirada ha cambiado, empezamos a mirar el mundo con la mirada llena de benevolencia con la que Dios nos mira a nosotros.
Entonces, si Dante tiene razón cuando sostiene que el significado de transhumanar solo podrá comprenderlo quien tenga la experiencia del paraíso, yo me permito añadir que quien vive ya la experiencia de un anticipo del paraíso en la Tierra puede empezar a entender desde ahora el alcance de este verbo maravilloso.
Volvamos ahora al texto de Dante. En el momento en que su cuerpo cambia de naturaleza, comienza el ascenso al cielo. Pero al principio él no comprende lo que está pasando; sencillamente, se halla inmerso en un espectáculo de luz y de armonía que lo deja sin aliento (vv. 76-84). Beatriz le explica entonces que están subiendo al cielo más veloces que el rayo (vv. 85-93).
Y Dante comenta sus palabras con una expresión que habría que enmarcar: he sido liberado de mi duda «con aquellas breves palabras dichas con una sonrisa» (v. 95) [en italiano, «per le sorrise parolette brevi» (N. del T.)]. Una fórmula que sintetiza maravillosamente una forma de hablar verdaderamente digna del paraíso: palabras sorrise, es decir, que se ofrecen sonriendo, llenas de benevolencia hacia el que las escucha, y breves, es decir, justas, medidas, las necesarias. Qué bella es la condición de ciertos conventos, de ciertas casas, en donde es esta la forma de hablar, en donde incluso los reclamos —a los hermanos, a los hijos, entre marido y mujer…— se expresan con «breves palabras dichas con una sonrisa». Es realmente un anticipo del paraíso.
Pero en este momento surge una nueva pregunta en el ánimo de Dante (vv. 97-99): ¿Cómo es posible que yo suba de esta forma hacia lo alto?
Antes de leer la respuesta de Beatriz, observemos la actitud con la que ella mira al poeta (vv. 100-102):
A lo que ella, después de suspirar piadosamente y dirigiendo los ojos hacia mí con aquel semblante que pone la madre ante los extravíos del hijo […].
¡Qué buena es esta imagen! Beatriz tiene con Dante la misma condescendencia que una madre ante un hijo que desbarra, y deja escapar un suspiro, como diciendo: Vaya cabezota, no entiende ni siquiera lo más elemental, hay que explicárselo todo… Qué ternura tan grande hay en esta relación con Beatriz; es la ternura de una madre por su hijo. Y Dante se siente justamente llevado como un niño en brazos de su madre. Este es el tono de todo el Paraíso: un niño que mira, que se asombra y aprende, y que quiere entender y amar, completamente seguro de la madre que lo guía.
Aquí Beatriz empieza su explicación, la primera de las grandes lecciones que acompañarán a Dante durante todo el viaje (vv. 103-114):
[…] replicó: «Todas las cosas obedecen a un orden en sí y entre sí, y esto es lo que hace al universo semejante a Dios. […] Al orden que digo tienden todas las naturalezas, de diverso modo según están más o menos vecinas de su principio, por lo cual se mueven hacia diversos puertos por el vasto mar del ser y a cada una se le ha dado el instinto que la conduce […]».
Hay que disfrutar y contemplar esta imagen maravillosa del «vasto mar del ser», del universo entero como un inmenso mar en el que cada criatura se mueve hacia su propio puerto —su propia finalidad, su propio destino— según un orden en el que el movimiento de cada una está pensado para armonizarse con el de cualquier otra. El orden y la relación nos remiten al nexo entre Dios y la creación, son el marchamo de la impronta creadora de Dios.
Esta fuerza atractiva del Omnipotente —prosigue Beatriz— es la que mueve tanto a los seres inanimados como a «las criaturas […] que tienen entendimiento y amor» (vv. 118-120), los ángeles y los hombres. Es verdad que, según explica enseguida, para estas últimas la situación es diferente (vv. 127-135):
«[…] Verdad es que, como la forma no concuerda muchas veces con la intención en el arte, porque la materia es sorda para responder, así de este camino se aparta tal vez la criatura, que tiene poder, aunque esté así impulsada, de torcer hacia otra parte (y tal como se puede ver caer el fuego de una nube) si el primer impulso decae torcido por un falso placer […]».
Nos hallamos en el umbral del paraíso, del lugar en el que todo transcurre según la voluntad de Dios, pero Dante no desaprovecha la ocasión de hacer hincapié en lo que hemos aprendido a lo largo de todo el Purgatorio: los hombres son libres. Y, por eso, al igual que a veces la materia no se deja modelar por la mano del artista, el hombre puede tomar una dirección distinta de la que Dios le asigna. Aunque Dante empieza aquí a aprender que toda la creación tiene un orden querido por Dios, no se cansa de repetir que para los hombres este orden no es automático; adherirse a él o abandonarlo es una decisión libre. Y, a fin de expresar este dinamismo, Dante vuelve a usar el vocablo que ha empleado muchas veces en el Purgatorio para indicar el deseo que se separa de su objeto natural: «torcido».2
Sin embargo —concluye Beatriz— tú ahora te has purificado, «libre, recto y sano es tu albedrío» (Purg., XXVII, v. 140), has recobrado tu libertad tal como Dios la había creado, orientada únicamente a Él; por ello, no debe asombrarte lo que está sucediendo (vv. 136-141):
«[…] No debes asombrarte más, si estoy en lo cierto, de tu ascensión quede que un río descienda desde la cumbre de una montaña hasta el pie. La maravilla hubiera sido en ti que, privado de todo impedimento, te hubieres sentado abajo, como lo sería que permaneciese quieto y pegado a la tierra el fuego vivo».
Creo que estos últimos tercetos enlazan maravillosamente los dos temas en torno a los que se construye este primer canto: el orden del mundo y el transhumanar.
Existe un orden en el mundo, «y esto es lo que hace al universo semejante a Dios» (vv. 104-105); todo lo que sucede en él —lo veremos enseguida en el Canto II, y muchas otras veces a lo largo del Paraíso— es fruto de la disposición que Dios ha dado a las cosas. Y de este orden forma parte el hecho de que todos los hombres son creados para alcanzar ese puerto que es Dios mismo; es decir, están hechos para transhumanar, para subir a lo alto, para ir hasta el fondo y más allá de sí mismos.
Podríamos