Mi hermano James Joyce. James Joyce
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Mi padre, de niño, parece que tenía una voz atiplada, porque cantó en conciertos desde temprana edad. Había estudiado piano y tenía algunos conocimientos musicales. Era un muchacho delicado de salud y, para fortalecerlo, mi abuelo logró que el capitán del puerto de Cork le permitiera navegar en los prácticos que salían al encuentro de los transatlánticos, que entonces hacían escala en Queenstown. En consecuencia, cruzar el mar de Irlanda, por más encrespado que estuviera, jamás lo perturbaba. Junto a la robusta salud que adquirió de las salobres brisas del Atlántico, aprendió de los prácticos de Queenstown el variado y fluido vocabulario de insultos que en años posteriores hizo la delicia de sus camaradas de café. En las páginas de Ulises ese lenguaje ha escandalizado a la mayoría de los críticos de la literatura elegante de Europa y América.
Después de la muerte de mi abuelo, por fiebre tifoidea, los amigos de mi padre y su madre se hicieron más byronianos. Lo inscribieron en el Queen College, en la Facultad de Medicina, y estudió tres años, aprobando algunos exámenes. Como estudiante, se destacó en los deportes y en las representaciones teatrales de la Universidad. Participaba en las regatas, era un infatigable corredor y hombre diestro en el tiro al blanco, a pesar de su baja estatura, y se vanagloriaba de que su marca de salto de altura (ocho pies en el primer salto) se hubiera mantenido cuarenta años después de que él dejara la Universidad. Pero donde se distinguió fue en las representaciones teatrales. He visto una docena o más de recortes de los periódicos de Cork, dando noticias de la destacada actuación del señor Joyce en diferentes papeles cómicos. Sin vanidad, los guardó durante años y vivió, como su hijo, del recuerdo de una juventud prometedora. En Irlanda, lo más entrañable es el recuerdo del pasado.
Algunas de las noticias que el señor Davis Marcus, editor de Irish Writing, una revista de Cork, tuvo la amabilidad de buscar a petición mía, muestran a mi padre como un estudiante de gran seguridad y habilidad dramática. En marzo de 1869, los periódicos de Cork anunciaron el restablecimiento de la Sociedad Dramática del Queen College, y en la primera representación en el Teatro Real, el 11 de marzo, se produjo una ruidosa protesta contra uno de los actores, por razones políticas. Mi padre, que tenía entonces diecinueve años, parece que calmó los ánimos entonando canciones satíricas. El Cork Examiner dice: “Estuvo en extremo divertido” y fue “intensamente aplaudido”. Unos meses más tarde, en mayo de 1869, interpretó el papel principal de El emigrante irlandés, farsa en un acto. La crónica del Southern Reporter dice: “En cuanto a la actuación del señor Joyce en esta obra, tenemos el placer de manifestar nuestra absoluta aprobación. Se desenvolvió plena de buen humor. Se trata de una obra genuinamente racial y admirablemente representada. El joven Joyce, de considerable talento dramático, es una verdadera promesa”. Un diario serio, el Cork Examiner, dice: “El señor J. S. Joyce desempeñó el papel de O’Bryan, el emigrante irlandés, dándole cierto tono burlesco –un error debido a la inexperiencia–, pero muy por encima de la actuación de un aficionado. Las canciones del señor Joyce, en verdad admirables, merecieron también el aplauso del público”. Mi padre pasó a ser el principal actor cómico de la Sociedad Dramática del Queen College.
Tras un intento frustrado de enrolarse como voluntario en el ejército francés, alrededor del año 1870 (tenía entonces veintiún años) con tres amigos universitarios, y de una fuga a Londres, perseguido por su madre para hacerlo volver alicaído, se unió a un grupo de fenianos [12]en Rebel Cork, con lo que la atormentada madre resolvió terminantemente abandonar Cork. En su decisión influyó el hecho de que, en vísperas del centenario de O’Connell, [13]su primo Peter Paul M’Swiney, a su vez primo del Libertador, había salido electo lord mayor de Dublín. [14]Tenía la esperanza de que el lord mayor diera a su hijo el cargo de secretario.
Antes de que John Joyce partiera para Dublín, se celebró una cena en su honor; ya que cantaba en los conciertos de Cork desde su primera juventud, fueron invitados los miembros de una compañía inglesa de ópera, que entonces visitaba Cork. Después de la cena, el tenor principal de la compañía y mi padre improvisaron canciones. Mi padre cantó un aire de ópera en boga entonces. El tenor inglés, que parecía liberado de los habituales celos profesionales, lo felicitó calurosamente y declaró que daría gustoso doscientas libras por cantar esa aria de la misma manera que mi padre. Más tarde, viviendo ya en Dublín, recibió otros estímulos de gente cuya opinión en esta materia consideraba valiosa. Al llegar a la capital irlandesa se dirigió, con la mejor intención, a casa de una dama italiana, profesora de canto. La dama le escuchó algunas piezas y fue a la habitación de al lado a llamar a su hijo mayor. “Ven y escucha a este joven. He encontrado al sucesor de Campanini”. Italo Campanini era el tenor que hacía furor en esa época en el Covent Garden y que más tarde, en 1883, hizo el papel de Fausto en la inauguración de la Metropolitan Opera de Nueva York. Los elogios halagaron la vanidad de mi padre, pero no despertaron su ambición ni estimularon su voluntad. Después de la edad madura, formaban parte de su arsenal de recuerdos consoladores que, a diferencia de las meditaciones de su hijo, no tenían rastro de autocrítica, reproche o amargura. ¿Será a causa de la hostilidad a mi propia gente, por haber estado separado de ellos tanto tiempo, que juzgo esta inútil y pueril vanidad como típicamente irlandesa? La encuentro en Yeats, en Shaw, en Wilde. Hasta a Swift, educado en Irlanda, se le despertaban instintos criminales cuando se sentía ofendido. Únicamente en el “magnánimo Goldsmith” [15]la vanidad era una entretenida debilidad. Esto hace a los irlandeses amantes de lo raro. Mi hermano no carecía de vanidad, pero la suya estaba llena de intención y en su lucha con editores y críticos la convirtió en una especie de armadura protectora contra el oprobio y el desdén. Mi padre no fue secretario del lord mayor, pero invirtió lo que le quedaba de las mil libras que le había regalado el abuelo por su mayoría de edad en una destilería, la Dublín and Chapelizod Destillery Co., de la que se convirtió en secretario. Algunos socios eran ingleses, pero los dueños habían vivido en Cork, como mi padre. El director, del que mi hermano tomó el nombre para “Contrapartidas”, había sido amigo de mi abuelo en Cork. Mi padre lo describía como una especie de duodécimo lord Chesterfield, personaje todavía famoso en Irlanda. Salía todas las mañanas para Chapelizod, donde estaba la destilería, en un coche de dos ruedas con un criado sentado detrás de él, con los brazos cruzados. Los obreros lo odiaban y una vez intentaron matarlo, dejando caer desde una galería una pesada viga de madera, cuando realizaba una inspección. Mi padre, con oportuna rapidez, lo empujó bajo un cobertizo un instante antes de que cayera la viga. Por otra parte, mi padre era el favorito de este hombre, con quien solía jugar a la petanca. No sé cuánto duró en su cargo de secretario, pero parece que tres o cuatro años, hasta que descubrió que el director había hecho un desfalco en la firma. Tras una discusión muy acalorada y un torrente de insultos de parte del director, que terminó cuando el joven secretario se disponía a recurrir a la violencia, mi padre hizo una convocatoria de acreedores. El director se fugó y se liquidó la firma. En la reunión, los socios expresaron su agradecimiento “al joven que los había salvado de pérdidas mayores” y lo nombraron síndico. Todo el dinero que se pudo cobrar de la liquidación de la destilería fue depositado a su nombre en el Banco de Irlanda y aún debe estar allí, supongo, a menos que el Estatuto de Restricciones haya dispuesto su inversión. Los papeles de la firma, hasta casi diez años después, se hallaban guardados, en un desmañado paquete, en el baúl del desván. Cuando estaba de malas, preguntaba con cierto humor si no podía sacar ese dinero, pero un amigo con experiencia mundana le aconsejaba no irritar al león. [16]
Logró cierta posición como secretario del National Liberal Club, y parece que cumplió eficientemente con sus obligaciones. El National Liberal Club se adjudicó el mérito de la victoria nacionalista en una elección en la que