Mi hermano James Joyce. James Joyce
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Era consecuencia del terror religioso que Dante nos había inculcado. Nos enseñaba a persignarnos con cada relámpago y a repetir el galimatías: “Jesús Nazareno, Rey de los judíos, líbranos de una muerte súbita y repentina, oh, Señor”, como si ella fuera el agente de una especie de compañía de seguros religiosa. Aunque yo era tres años menor que mi hermano, me mantenía imperturbable ante los truenos y no me contagiaba de su terror, como les sucede a los niños muy pequeños. Creo que esto se debía, no solo a que yo tenía menos facilidad para aprender y menos imaginación para darme cuenta del significado de lo que me enseñaban, sino al hecho de que, pese a mi condición de ahijado de Dante, me disgustaban las mujeres gordas dominadoras y me oponía inconscientemente a sus ideas religiosas y patrióticas.
En una palabra, como no la quería, no aceptaba lo que ella decía. Pero mi hermano asimilaba sus enseñanzas rápidamente y las vivificaba en su fantasía. Ella lo moldeó, en gran medida, desde la infancia y, en recompensa a sus cuidados, él le devolvió, si no afecto, al menos respeto.
El temor a los truenos nunca lo abandonó. Si eran violentos, se inquietaba como los gatos y no podía trabajar. En un artículo sobre mi hermano en la Nueva antología, Alessandro Francini-Bruni, con quien compartió habitación en sus días bohemios de Trieste, escribió: “Cuando escuchaba un trueno, perdía completamente el control. Se convertía en un ser irresponsable y cometía actos de cobardía, como un niño o una mujer atemorizada. Dominado por el pánico, se apretaba las orejas con las manos, corría a acuclillarse en algún armario, o permanecía encogido en la cama, a oscuras, para no ver ni oír”. Esto parece el libreto de una gran ópera, La forza del rimorso. Quizá Francini-Bruni no supo distinguir lo que pertenecía a la imaginación de los hechos reales, o quizá se valió de ese artículo para obtener un efecto literario, de las anécdotas de mi hermano que yo le conté en esa época, en un italiano inconexo, durante las prolongadas (y felices) veladas que pasábamos ambas familias. En cualquier caso, no era así. A lo sumo, si yo estaba de pie junto a la ventana, contemplando la tormenta, mi hermano me decía, con los ojos brillantes y una cortesía exasperada: “¿Quieres ser tan amable y cerrar esa ventana, tonto sanguinario?”. Y luego, a Francini-Bruni, en italiano: “Mi hermano cree que un rayo golpea la puerta antes de entrar”.
Aunque siempre estaba intranquilo durante las fuertes tormentas, exteriorizaba su temor al producirse un trueno muy violento. Un día, a mediados del verano, nos sorprendió una tormenta en la esquina de la calle Fabio Severo. La gruesa masa de nubes parecía apoyada sobre los techos de las casas, pero no había comenzado a llover. Repentinamente se produjo el estallido de un trueno y al mismo tiempo la luz del relámpago iluminó la fachada amarilla de un viejo cuartel austríaco. Mi hermano juntó las manos, dio un grito, pegó un salto y salió corriendo por la calle. Un obrero que pasaba le dijo, sin descortesía: “Coraggio, giovinotto, coraggio”. Y yo, para echarlo a broma, agregué: “¡Vamos, hombre! ¡No tienes necesidad de bailar una danza montañesa!”. Encontrarnos refugio antes de que estallara la tormenta. Mi hermano parecía mortificado. Pero a la mañana siguiente apareció en mi habitación con el periódico, para mostrarme que un rayo había abatido un árbol en un jardín de la calle Fabio Severo. Me señaló la información enojado, como si yo fuera el culpable. Recuerdo que esa fue la única vez que exteriorizó su agitación y en cierto modo se explica. En alguna de sus obras llama a Dios, “un ruido en la calle”. Esta expresión es una reminiscencia de aquellas conmociones. Sostenía que la idea de Dios es algo que, si uno está atareado, lo asusta hasta obligarle a mirar por la ventana. Sin duda es una interpretación más inquietante que la pacífica “algo, que no somos nosotros mismos, que...”. He olvidado ahora qué.
Mi hermano realizó su obra más importante al cerrarse una época de la historia de Irlanda, quizá podría decirse de Europa, dando de ella una imagen comprensible a través de la vida cotidiana de una gran ciudad. Siempre sostuvo que había tenido la suerte de haber nacido en una ciudad lo suficientemente antigua e histórica como para poder abarcarla en su conjunto, y creía que las circunstancias de nacimiento, talento y carácter lo habían destinado a ser su intérprete. A esta tarea se dedicó con tanta sinceridad que el cataclismo de la guerra mundial le pareció una perturbación insignificante.
La naturaleza, se ha dicho, no procede a saltos y, como afirma el proverbio del “Infierno”, crear la pequeña flor del genio es labor de siglos. Esa pequeña flor es, con alarmante frecuencia, una flor maligna que crece en medio de la decadencia, el vigoroso vástago de un tronco seco. El talento y la personalidad del individuo no es independiente de sus orígenes; por tanto, daremos aquí alguna información sobre el tronco que dio esta curiosa y robusta flor.
En la segunda mitad de su larga vida, mi padre fue de los que merecen ser pobres. Había nacido en el seno de una familia de clase media, para Irlanda bastante acomodada. Su padre había vivido como un caballero y esto, según el diccionario, significa “hombre de posición respetable que no tiene ocupación”. Los retratos y las fotografías de mi abuelo lo muestran como “el hombre más elegante de Cork”, como decía mi padre. Era hijo único de hijo único, y también lo era mi padre. La raíz de la forma singular en que mi hermano utilizó, con un fin artístico, su propia experiencia, esa sublimación del egoísmo, bien puede estar en esas tres generaciones de hijos únicos.
Mi abuelo, un brillante joven que prometía, vivía mejor de lo que se lo permitían sus recursos. Le gustaba cazar, y en un período de su corta vida parece que tuvo en propiedad un caballo de raza. Sospecho, por algunas insinuaciones de mi padre, que debió ser jugador. Al parecer, casado al mismo tiempo que un amigo, hizo una apuesta de diez guineas sobre quién tendría primero un hijo varón. Perdió la apuesta y, tras el nacimiento, perdió la capacidad de ganar dinero con facilidad. En sus momentos de nostalgia, mi padre contaba que, cuando mi abuelo salía de caza, la familia corría a verlo. Lo cierto es que “saltó por el aro” dos veces, una metáfora circense que en buen irlandés significa quebrar. Parece que la segunda vez fue con una propiedad de su esposa; en Irlanda no se había aprobado aún la Ley de Propiedad de la mujer casada. Después de la última quiebra, vivió con su mujer y su pequeño hijo en Sunday’s Well, un suburbio elegante de Cork, con una asignación de su padre, un próspero constructor y contratista, y quizá de lo que conseguía con alguna ocupación esporádica. Su mujer gozaba, además, de una renta que le había dejado su padre. Mi abuelo murió a los cuarenta años y su muerte fue sinceramente lamentada, incluso por su esposa. Se había casado con una mujer de cierta significación, una O’Connell, perteneciente a una familia de diecinueve miembros. Era hija del propietario de una tienda de grandes almacenes de Cork. Algunos de los diecinueve se convirtieron en curas y monjas; uno, el reverendo Charles O’Connell (repito informes de mi padre) fue deán de St. Finhar [11]con cierta reputación de predicador. La boda fue arreglada por los curas para apaciguar al joven, como puede imaginarse. En Irlanda el “casamiento arreglado por los curas” tiene un nombre feo, y la boda de mi abuelo se hizo acreedora de esa maligna denominación. El resultado fue que, de católico ferviente, se convirtió en ferviente anticlerical. Transmitió a su hijo la antipatía por los curas como un precepto, y cayó en buen terreno.
Su esposa era mucho mayor que él. Un retrato en la edad madura la muestra como una mujer fornida, con pocas pretensiones en materia de belleza. Había sido educada por las monjas ursulinas y en el desván de nuestra casa de Martello Terrace había varios devocionarios en francés, con encuadernación de cuero, de su paso por el convento, símbolo de la cultura en Cork. Tenía una lengua mordaz y buenas razones para utilizarla. Parece que muy pronto advirtió que el marido que había apresado no era de su exclusivo dominio. En una ocasión, recién casados, paseando por los alrededores de Cork, los sorprendió una fuerte lluvia. Se refugiaron en la casa de unos campesinos, pero como el tiempo no daba señales de mejorar, mi abuelo se dirigió al pueblo más cercano en busca de un coche que los llevara a su casa. La campesina que se hallaba en la puerta, siguiéndolo con la mirada, dijo, quizá no inocentemente:
–Sin duda es un joven agradable, Dios le bendiga. Supongo, señora, que es usted