Análisis del discurso político. Giohanny Olave
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Basta recordar, de hecho, uno de los pasajes cruciales de esta obra para destacar su actual pertinencia. En la conferencia de 1919, Weber les pregunta a los estudiantes muniqueses sobre lo que lleva a una persona a dedicarse a la profesión política. Frente a esto, inmediatamente, responde el sociólogo alemán: lo que motiva al líder político es un sentimiento de poder, «[l]a conciencia de tener una influencia sobre los hombres, de participar en el poder sobre ellos y, sobre todo, el sentimiento de manejar los hilos de acontecimientos históricos importantes» (p. 82). Lo anterior, entonces, eleva «al político profesional, incluso al que ocupa posiciones formalmente modestas, por encima de lo cotidiano» (p. 82). Sin embargo, esta influencia no puede ser ejercida a cualquier precio o de cualquier manera. Para Weber —no sin una imbricación fuerte de normativismo con realismo—, al político se le plantea una cuestión crucial, a saber, «cuáles son las cualidades que le permitirán estar a la altura de ese poder […] y de la responsabilidad que sobre él arroja. Con esto entramos ya en el terreno de la ética» (Weber, 1979, pp. 152-153).
Como lo explicita el mismo pensador alemán, sus reflexiones en “La política como vocación” remiten a uno de los tres tipos ideales de legitimidad; en contraste a la tradicional y la legal-racional, Weber se aboca a reflexionar sobre la “legitimidad carismática” como cualidad indeleble de todo “caudillaje político”. Ahora bien, es importante aclarar que estas referencias tanto al caudillo (Führer) como al lugar de la legitimidad carismática no son empleadas por Weber en un sentido peyorativo. Es más, para este autor, la imbricación de carisma y vocación es tal que la primera está presente en todo liderazgo propio de un sistema de competencia partidista por el poder del Estado; es, por ende, una cualidad ineludible de cualquier «jefe de partido» (Weber 1979, p. 87; Casullo, 2014, p. 296).
Así pues, para Weber son tres las cualidades más importantes y decisivas que debe tener un líder político: pasión, sentido de la responsabilidad y mesura. Si la primera es la entrega entusiasta a una “causa” (ética de la convicción) y la segunda es el norte moral de toda acción política (ética de la responsabilidad), la tercera remite necesariamente a la capacidad «para dejar que la realidad actúe sobre uno sin perder el recogimiento y la tranquilidad» (p. 153); es decir, la mesura le sirve al político para tomar prudente distancia frente a «los hombres y las cosas». No saber «guardar distancias», agrega Weber, es uno de los «pecados mortales» de todo político; es solo la capacidad de la augenmass7 la que le permite «la doma del alma que caracteriza al político apasionado» y lo distingue del simple «diletante político “estérilmente agitado”» (Weber, 1979, p. 153). En definitiva, para Weber, en la conjunción de estas tres cualidades reside la “fuerza” del político; y, en la imposibilidad de sostener en equilibrio estos tres rasgos fundamentales, los políticos profesionales tienden a caer en una trampa sumamente humana: «la muy común vanidad», que según el sociólogo alemán es la «enemiga mortal de toda entrega a una causa y de toda mesura, en este caso de la mesura frente a sí mismo» (Weber, 1979, p. 154).
Al tomar como excusa los planteamientos de Weber y relacionarlos con el actual contexto de pugna política, puntualmente en la Colombia contemporánea, un “político profesional” con claros rasgos carismáticos y de una convicción incontestable, abocado hoy por hoy a disputar el control del Estado, es Gustavo Petro. Como ya lo mencionábamos en la presentación de este libro, Petro no es una figura reciente ni tampoco un outsider de la política colombiana: además de su legado como miembro de una guerrilla urbana en la década de 1980 y su paso a la legalidad en distintas instancias legislativas, su gran entrada a la competencia electoral a nivel nacional se dio con su candidatura presidencial en 2010; posteriormente, la ruptura con su partido de procedencia —el Polo Democrático Alternativo (PDA)— y la creación de su propia fuerza partidista le permitieron llegar a la primera magistratura de la capital del país (la alcaldía de Bogotá), lo que finalmente lo catapultó de nuevo a las presidenciales de mayo y junio de 2018.
Por supuesto, estos hitos en la carrera política de Petro han estado acompañados de opiniones de todo tipo: muchas veces sus contrincantes le han indilgado tener rasgos personalistas, y han aseverado que es un líder poco dado a recibir consejos y que adolece de una autorreferencialidad insoportable. Petro, en efecto, ha sido —y es todavía— retratado como un político profesional vanidoso que carece de todo sentido de la proporción. Lo anterior, de hecho, se ha venido reafirmando en este largo periodo poselectoral de junio de 2018 en adelante, muchas veces respaldado por las intervenciones públicas de Petro —a través de redes sociales, puntualmente desde Twitter—, cuestión que nos lleva a formular la siguiente pregunta: ¿es realmente Petro, en términos weberianos, un político “estérilmente agitado”?
Las herramientas analíticas brindadas por Weber que se esbozan aquí para pensar el petrismo no pretenden repetir los epítetos que se le endosan al candidato de la Colombia Humana. Apelando a una supuesta vanidad, tanto sus enemigos como críticos más cercanos consideran a Petro como un dirigente político impredecible y egocéntrico, que no ha logrado construir una fuerza electoral con cuadros políticos profesionales, donde él es justamente el centro de todas las miradas afines (Tufano, 26 de octubre de 2020). Muchas veces, estos rasgos hacen que se le compare con líderes cuestionablemente democráticos en la región —con Nicolás Maduro, por lo general—, dándole cierre a una argumentación que hace equivalente al autoritarismo con el polo izquierdo del espectro político.
Nuestra perspectiva, por consiguiente, no pretende replicar desconfianza, aunque tampoco desea reproducir la apología hacia este dirigente colombiano: no se busca aquí reivindicar el rol de Petro como aquel que asume estoicamente la pura ética de la convicción, en tanto sinónimo de una actitud “parresiasta” (Foucault, 2017[1982-1983]), que arriesga su propia vida y triunfo político en nombre de “la verdad” de la comunidad; pese a que así se defina a sí mismo: «He practicado la parresía lo que me pone en riesgo de ostracismo o de gobernar. Más que el sofista que al final no deja nada, prefiero el coraje de la verdad» (Petro, 19 de mayo de 2018).
El curioso tuit podría hacernos preguntar por la conexión entre aquella ética de la convicción y este coraje requerido para decir verdades que incomodan, y, sobre todo, si es posible que el político por vocación pueda ser identificado como la deriva moderna del sujeto de la parresia en el mundo clásico de donde lo rescata Foucault. Además, ¿puede ser parresiasta quien dice serlo? ¿No estaría más cerca de la retórica autoelogiosa esa actitud de adulación (propia) del político en campaña, es decir, no sería justo lo contrario de la parresia?8 Sin embargo, no discutiremos ese problema, a medio camino entre la política y la retórica. Antes bien, este texto quiere retomar la perspectiva weberiana para reflexionar sobre el dificultoso equilibrio que existe entre la convicción y la mesura para la acción política, tomando como caso a Gustavo Petro, quien seguramente será el candidato presidencial de la izquierda colombiana en las elecciones de mayo del 2022.
En este sentido, contrastaremos dos coyunturas específicas, dos momentos de este líder político. Por una parte, analizaremos la lectura del propio Petro sobre su salida del PDA a fines de 2010 por establecer un diálogo con el presidente Juan Manuel Santos en el segundo semestre de aquel año; por otra parte, el momento de nuestro interés se enmarca en la segunda vuelta presidencial en junio de 2018, donde el candidato Gustavo Petro realizaría un particular diálogo electoral con adversarios de distinto signo político para interpelar al votante en blanco.
Consideraremos aquí que estos intermezzos de negociación y diálogo en la vida política de Petro, que llamaremos “avances aliancistas”, no siempre implicaron mesura o el cercenamiento de su convicción. Creemos que ambas ocasiones dieron muestra de que la ética de convicción en este líder de izquierda puede morigerarse sin dejar de tensionar el campo político en disputa; a su vez, ponen en evidencia que Petro puede generar un diálogo con sectores que a primera vista son antagónicos, generando coaliciones o respaldos electorales concretos.
Con todo lo anterior, queremos concluir algo simple: en el contexto actual de sectarización política en Colombia, Petro precisa