Por sus frutos los conoceréis. Juan María Laboa

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Por sus frutos los conoceréis - Juan María Laboa Frontera

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cercanía, que la comunidad creyente, la Iglesia, se convierta en un espacio de comunión, de acogida, de misericordia y de fraternidad compartida, capaz de abrazar a cuantos en nuestros días siguen sufriendo en sus cuerpos y en sus espíritus.

      Resulta miserable rezar juntos el Padrenuestro y compartir la eucaristía, si, al tiempo, mantenemos cerrados nuestros corazones y despreciamos o descuidamos a cuantos nos rodean. Actuando así, solo conseguimos diluir la pertenencia a la Iglesia y el sentido auténtico de la identidad cristiana. Jesús nos llama a remodelar nuestro pensamiento, reconstruir nuestra vida, nuestras amistades, nuestra fe, a partir de su enseñanza sobre los pobres y los pequeños.

      Por el contrario, según Jesús, el reino de Dios se hace presente allí donde las personas actúan con misericordia. Para que su presencia sea visible hay que introducir en la vida compasión, un sentimiento siempre presente en las manifestaciones divinas. Hay que mirar con ojos compasivos a los hijos perdidos, a los excluidos del trabajo y del pan, a los delincuentes incapaces de rehacer su vida, a las víctimas caídas en las cunetas. Hay que implantar la misericordia en las familias y en la vida de las aldeas. Jesús llega ofreciendo el perdón y la misericordia de Dios, inaugurando una dinámica de perdón y compasión recíproca y actuando siempre en consecuencia, tal como había señalado Isaías: «Cesad de obrar el mal, aprended a obrar el bien; buscad el derecho, socorred al oprimido, defended al huérfano, proteged a la viuda» (Is 1,16-18).

      La manera de actuar de Jesús se desvincula de todos los estereotipos y modelos mundanos de autoridad y prepotencia, y descalifica cualquier manifestación de dominio de unos hermanos por otros: se inaugura un estilo nuevo en el que el fuerte no se impone sobre el débil, el rico sobre el pobre, el que posee información sobre el ignorante. Para Jesús, en el nuevo Reino la vinculación fundamental es la fraternidad en el servicio mutuo, compartiendo mesa con los que aparentemente eran «menos» y estaban «por debajo», invalidando cualquier pretensión de creerse «más» o de situarse «por encima» de otros. Jesús presenta otras prioridades, nos señala en qué consiste la sustancia de su propuesta, cómo podremos llegar a ser verdaderamente discípulos suyos. Él nos insistió en que para conseguir el necesario cambio de mentalidad, de apegos, de forma de actuar y de reaccionar, resulta imprescindible nacer de nuevo, tal como enseñó a Nicodemo.

      En nuestros días, tendríamos que ser capaces de encontrar otras maneras de encarnar a Cristo, ya que somos conscientes de la insuficiencia de muchas de nuestras estructuras, signos y presencias. Con demasiada frecuencia la Iglesia se ha mirado en los espejos mundanos y no tanto en el espejo del Evangelio. Tantos modos y fórmulas, tantos mantos y joyas, tantas estatuas y oropeles señalan una querencia ausente en los evangelios. Muchas de las dificultades presentes en la historia del cristianismo, tanto en la vida espiritual como en el modo de relacionarnos con los demás, provienen de la resistencia de los creyentes a ponerse en la postura básica de un servicio que no pide recompensas, ni reclama agradecimientos, ni títulos o tratamientos esperpénticos. Al que ha intentado vivir así le ha bastado el gozo de poder estar, como Jesús, con la toalla ceñida para lavar los pies de los hermanos.

      Fue con su vida antes que con su doctrina como Cristo nos enseñó cómo es Dios y cómo desea que seamos nosotros y así es como lo comprendieron sus discípulos desde el primer momento[7]. Teresa de Ávila inició su autobiografía con el deseo de «cantar las misericordias del Señor» y Teresa de Lisieux se decidió a escribir con la persuasión de «tener que hacer una sola cosa: comenzar a cantar lo que más tarde repetiré por toda la eternidad: “las misericordias del Señor”». La historia del cristianismo es en cierto sentido la historia de esta misericordia y el agradecimiento que sentimos por ser sus destinatarios.

      Agradecer es lo mismo que enamorarse, ser consciente de las gracias recibidas nos lleva a admirar y amar a Cristo, y el cristianismo consiste fundamentalmente en el encuentro con Cristo, camino, verdad y vida del ser humano y de toda la creación. Dice san Ireneo que si al hombre le faltara completamente Dios, el hombre dejaría de existir. De hecho, la historia humana y el mundo que la rodea hablan permanentemente de su acción y de su bondad. Recordemos las alabanzas al Dios altísimo escritas por san Francisco de Asís: «Tú eres el amor, la caridad; tú eres la sabiduría, tú eres la humildad, tú eres la paciencia, tú eres la hermosura, tú eres la mansedumbre; tú eres la seguridad, tú eres la quietud, tú eres el gozo, tú eres nuestra esperanza y alegría, tú eres la justicia, tú eres la templanza, tú eres toda nuestra riqueza a saciedad».

      5. El diaconado

      En el griego clásico diakonos significa «el que está al servicio de» o «el servidor». Cuando Jesús afirma que no ha venido a ser servido sino a servir, da una nueva dimensión a los rasgos definitorios de su persona y de su enseñanza. Esta idea de servicio ha impregnado en sus momentos mejores el ejercicio de los ministerios eclesiásticos, la vocación cristiana y las relaciones entre los creyentes. Por el contrario, cuando quienes dirigen la organización y la administración de la comunidad actúan con sentido de poder o dominación, acaban prostituyendo una de las enseñanzas más importantes de Cristo.

      Con frecuencia, los creyentes nos vemos envueltos en una esquizofrenia activa entre los conceptos que utilizamos y los métodos de gobierno con los que actuamos. San Gregorio Magno, para afear la conducta del patriarca de Constantinopla, que asumió el título de «ecuménico», adoptó el lema de «Siervo de los Siervos del Señor», pero la historia nos enseña que, a veces, a la sombra de esa definición se ha oprimido, maltratado y escandalizado a los siervos e hijos del Señor, convirtiéndose así en lobos prevaricadores de las ovejas de Cristo. El Señor fue muy claro al instruir a sus discípulos, cuando les dijo que no debían actuar al modo de quienes en el mundo detentan el poder: «Los últimos serán los primeros» constituyó su advertencia. Hay que estar dispuestos a compartir, a participar, a perdonar, a ayudar en todo momento, en la construcción activa de ese reino de los cielos que ya está, de alguna manera, en nuestros corazones: «Sabéis que los jefes de las naciones las tiranizan y que los grandes las oprimen. No será así entre vosotros; al contrario, el que quiera subir, sea servidor vuestro y el que quiera ser primero sea esclavo vuestro» (cf Mt 20,20-28). Durante un tiempo, cuando los cónsules eran enviados a su destino, se les aconsejaba: «Compórtate no como un juez sino como un obispo». A lo largo de los siglos, por el contrario, hemos pasado, a menudo, del servicio a la dominación y a la tiranía.

      Pero la experiencia nos indica que la diaconía ha permanecido siempre vigente en la memoria eclesial. No cabe duda de que una de las actividades más importantes desarrolladas por la Iglesia de Jerusalén en sus primeros años de vida fue, en el plano social, la diakonía kathemeriné, es decir, la ayuda a las viudas, los huérfanos y los pobres, a los enfermos y prisioneros, a los que tenían hambre o sed, o a quienes se hallaban desnudos o abandonados. La nueva doctrina se centraba en la persona de Jesús, la auténtica buena nueva proclamada, pero Jesús se mostraba ante sus discípulos como verdad y vida, de forma que resultaba imposible separar su doctrina de su cercanía y amor por los ciegos, los cojos, los pobres, y de su continua preocupación por quienes sufrían y eran mansos de espíritu a pesar de las calamidades sufridas.

      Al hablarnos de la vida de los primeros cristianos, los Hechos de los Apóstoles nos refieren que «los creyentes estaban todos unidos y poseían todo en común. Vendían bienes y los repartían según la necesidad de cada uno» (He 2,44-45). Esta división y distribución de bienes provocó, a menudo, conflictos y, tal vez, desigualdades entre ellos, de modo que los discípulos de lengua griega comenzaron a murmurar contra los de lengua hebrea porque pensaban que sus viudas quedaban desatendidas en el servicio cotidiano. Los apóstoles, muy conscientes de que su tarea más propia era de la de predicar y enseñar, decidieron elegir a siete hombres para que dedicaran su tiempo a servir las mesas y administrar la caridad. De entre ellos el más conocido fue san Lorenzo (He 6,1-6).

      La evolución de los primeros grupos de seguidores de Jesús hasta convertirse en comunidades estables bajo la autoridad de un obispo fue acompañada por la determinación de los lugares de culto y de los ritmos cultuales, de

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