Por sus frutos los conoceréis. Juan María Laboa

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Por sus frutos los conoceréis - Juan María Laboa страница 8

Por sus frutos los conoceréis - Juan María Laboa Frontera

Скачать книгу

el solo y el abandonado, el no recibido representan para el cristiano un problema de fe: ¿cómo somos capaces de ver a Cristo en ellos?; un problema moral: ¿en cuántos cristianos a nivel mundial encontramos un atroz egoísmo?; un problema apostólico: ¿cómo y en qué medida interpelan a los clérigos y resulta acuciante para los laicos?, y un problema personal, ¿qué gestos estamos dispuestos a realizar para comprometernos en la lucha contra la injusticia del mundo?

      Leyendo el Evangelio y recorriendo la historia de los cristianos, no podemos menos de convencernos de que el espíritu de diaconía debería acompañar a todo creyente seguidor de Jesús. De hecho, aunque la historia nos enseña que siempre han existido en las comunidades numerosos testigos mudos que no ejercen, al mismo tiempo, podemos definir con propiedad a nuestra Iglesia como Iglesia samaritana.

      6. El martirio, señal de amor a Dios y a los hombres

      El que no teme a la muerte es inmortal. Creer en la resurrección de Cristo es creer en la vida eterna, es estar convencidos de que Dios es Dios de vivos, que Dios es la vida y el camino. El ejemplo de los mártires se convirtió en semilla de cristianos para cuantos creyeron que Cristo era el Dios cercano y que creyendo en Él conquistaban la vida eterna. Una vez más, nos encontramos con la paradoja cristiana de que quien es capaz de dar su vida la consigue para siempre.

      Los mártires se convirtieron en puntos de referencia fundamentales de las nuevas comunidades: Pedro y Pablo en Roma, Ignacio en Antioquía, Ireneo de Lyon; Policarpo de Esmirna; Perpetua y Felicidad, y, más tarde, Cipriano, en Cartago; Fructuoso en Tarragona; Eulalia de Mérida, Dionisio de Alejandría. Miles de cristianos fueron martirizados por su fe a lo largo de los tres primeros siglos. El martirio forjaba la verdadera unión con Cristo. La sangre constituía un verdadero bautismo que comportaba el perdón de los pecados; en la eucaristía estaba presente Cristo sufriente y por ello el martirio era eucaristía, en la que se bebe el cáliz de los sufrimientos de Cristo. La presencia de Cristo en el mártir ha constituido la experiencia carismática más importante de la Iglesia de los primeros siglos.

      Cristo era la piedra angular de la Iglesia y los mártires se convirtieron en los testigos eminentes del seguimiento y de la fidelidad a Cristo. Marcaron fuertemente la vida de la Iglesia. Los cristianos consideraron el martirio como la confirmación de su incondicional entrega al Señor. Este ejemplo de coraje, de coherencia y de amor, se transformó en admiración e inspiración para el mundo pagano, tan necesitado de convicciones y de fidelidades fuertes.

      A partir de la Revolución francesa se han repetido incesantemente las persecuciones a la Iglesia y los casos de martirio. Recordemos los sangrientos procesos de descristianización durante la Convención (1792-1795), la comuna de París (1870), la revolución de México (1926-1938), los regímenes comunistas en los países del Este europeo y en China, causa de durísima y sangrienta persecución, los sucesos de la guerra civil española. En Rusia, entre 1917 y 1941 fueron suprimidos 600 obispos, 40.000 sacerdotes, 120.000 monjes y monjas. Al menos 75.000 lugares de culto fueron destruidos hasta la decada de 1960, bajo Nikita Jrushchov. Se ha tratado de la mayor persecución religiosa de la historia.

      Amar hasta dar la propia vida, ser coherentes y fieles hasta el último suspiro, sacrificarse y sufrir todas las penas por quienes no tienen voz ni derechos. El martirio fue una realidad contemporánea a los cristianos de los primeros siglos y lo está siendo en nuestro tiempo, la época de la defensa de los derechos humanos y de las libertades. Hoy tenemos una idea más compleja y real de las causas del martirio, más allá de la tradicional de la muerte causada por la fidelidad a una fe. «Mártir es también aquel que sucumbe a la lucha activa para que se afiancen las exigencias de sus convicciones cristianas», escribió Karl Rahner. «El destino de la grandeza es el sufrimiento», recordó Pavel Florenskij, fusilado en 1937 en el gran lager soviético de las islas Solovk, y nosotros podríamos añadir que el ejercicio de la caridad lleva en muchos casos a dar la vida por sus hermanos, por contagio, por agotamiento o por la violencia sufrida al mantener con coraje el compromiso personal con los débiles, los marginados y los oprimidos. La causa de estas muertes no ha sido siempre la fuerza hostil a la fe cristiana sino la propia entrega personal y la coherencia con las exigencias de una doctrina y de una identidad forjada por la generosidad evangélica en situaciones de riesgo y de injusticia social o económica.

      Este fue el caso de dos monjas misioneras franciscanas, Guilhermine y Marie Xavier, que se ofrecieron voluntarias para trabajar en el hospital de Totoras durante la epidemia de peste bubónica que hubo en Argentina en 1919. Eran conscientes del riesgo de su opción por el acompañamiento y la ayuda a los enfermos, pero no dudaron en su entrega. Todo el siglo XX está surcado por estas historias. Muchos religiosos y religiosas han muerto por amor a los enfermos, demostrando que, para ellos, su propia vida no constituía un valor absoluto, si para protegerla tenían que abandonar a quienes necesitaban su ayuda. Demostraron que acercarse a los pobres era más importante que protegerse a sí mismos. En muchos casos, el compromiso con los enfermos supone un riesgo inmediato de perder la vida y muchos de los religiosos han emprendido vocacionalmente ese camino. Esta situación se dio, a menudo, durante los siglos pasados, sobre todo con motivo de las pestes y de las enfermedades contagiosas.

      En nuestros días, en muchos países, por motivos políticos y sociales, el servicio a los pobres comporta exponerse a conflictos muy difíciles en ambientes peligrosos. En algunas situaciones, los cristianos son conscientes de que practicar la caridad, defender a los débiles, significa exponer la propia vida. La historia del cristianismo cuenta con millares de historias de este género, pero, probablemente, nunca como en el siglo XX esta entrega a los pobres ha resultado intolerable para algunos poderes económicos o políticos. Una vez más, nos encontramos con el principio evangélico de que no existe verdadero reconocimiento y adoración a Dios allí donde la justicia es pisoteada y escarnecida.

      Maximiliano Kolbe es uno de los ejemplos más emocionantes de martirio de caridad en un campo de exterminio nazi. Para Juan Pablo II se trató de un «mártir del amor»: «Siendo prisionero del campo de concentración, reivindicó, en el lugar de la muerte, el derecho a la vida de un hombre inocente, entre tantos millones…». El P. Kolbe declaró «su intención de ir hacia la muerte en su lugar, porque era un padre de familia y su vida era necesaria para sus seres queridos». Arrestado y deportado a Auschwitz en 1941 como superior de la comunidad franciscana de Niepokalanow, salvó la vida de uno de sus compañeros de detención al morir en su lugar en un «búnker del hambre» el 14 de agosto de 1941, después de dos semanas de sufrimientos. Otro testimonio de coherencia y de amor a la verdad y a los hermanos lo dio el pastor protestante alemán Dietrich Bonhoeffer, fundador de la Iglesia confesante («solo quien canta junto a los judíos puede cantar gregoriano»), ahorcado por los nazis en el campo de concentración de Flosblindé, en 1945. La vida de amor, aunque sea oculto, se muestra irrefrenablemente y permite, incluso en las situaciones más terribles, que brille la fe no solo en Dios sino también en los hombres, como fe en la solidaridad y en la dignidad de la persona humana[9].

      Sor Felisa Urrutia Langarica, carmelita de la caridad, vivía en el barrio pobre de Bella Vista, en la ciudad de Cagua, en Venezuela. Fue asesinada por defender a una niña de los abusos sexuales de su padre y de un cómplice, el 19 de marzo de 1991. La actuación generosa y desinteresada a favor de tantos desvalidos provoca el odio de quienes se aprovechan de cuantos se encuentran a merced de los más poderosos. Los niños son las primeras víctimas en una época en la que las familias están en crisis o cuando nacen sin referencias familiares, de amor y protección. Encontramos en América Latina y en África bastantes casos de sacerdotes asesinados por haber luchado por alejar a los adolescentes de los ambientes de mala vida local. Pero lo mismo sucede con mujeres y hombres que caen víctimas del tráfico sexual o con tantos otros convertidos en víctimas de los experimentos de las firmas farmacéuticas o del tráfico de órganos humanos. En estos u otros casos de explotación humana, quienes se erigen en defensores de los oprimidos de cualquier género están expuestos a la violencia extrema de quienes permanecen dispuestos a utilizar cualquier medio para vivir a costa de los demás. Esta fue la causa del asesinato de mons. Girardi, obispo en

Скачать книгу