100 Clásicos de la Literatura. Луиза Мэй Олкотт
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-Está arriba con mi hermana; creo que vendrán en seguida -fue la respuesta de Ana, en medio de la natural confusión. Si el niño no la hubiese llamado en aquel momento, hubiera huido de la habitación, aliviando así la tensión establecida entre ambos.
El continuó en la ventana, y después de decir cortésmente: “Espero que el niño esté mejor”, guardó silencio.
Ella se vio obligada a arrodillarse al lado del sofá y permanecer allí para dar gusto al pequeño paciente. Esto se prolongó algunos minutos hasta que, con gran satisfacción, oyó los pasos de alguien cruzando el vestíbulo. Esperó ver entrar al dueño de la casa, pero se trataba de una persona que no habría de facilitar las cosas: Carlos Hayter, quien no pareció alegrarse más de ver al capitán Wentworth que éste de ver a Ana.
Ana atinó a decir:
-¿Cómo está usted? ¿Desea sentarse? Los demás vendrán en seguida.
El capitán Wentworth dejó la ventana y se aproximó, con aparentes deseos de entablar conversación. Pero Carlos Hayter se encaminó a la mesa y se sumió en la lectura de un periódico. El capitán Wentworth retornó a la ventana.
Al minuto siguiente, un nuevo personaje entró en acción. El niño más pequeño, una fuerte y desarrollada criatura de dos años, de seguro introducido por alguien que desde afuera le abrió la puerta, apareció entre ellos y se dirigió directamente al sofá para enterarse de lo que pasaba e iniciar cualquier travesura.
Como no había nada que comer, lo único que podía hacer era jugar, y como su tía no le permitía molestar a su hermano enfermo, se prendió de ella en tal forma, que, estando ocupada en atender al enfermito, no podía librarse de él. Ana le habló, lo reprendió, insistió, pero todo fue en vano. En un momento consiguió rechazarlo, pero sólo para que volviera a prenderse de su espalda.
-Walter -dijo Ana-, déjame en paz. Eres muy molesto. Me enfadas.
-¡Walter! -gritó Carlos Hayter-, ¿por qué no haces lo que te mandan? ¿No oyes lo que te dice tu tía? Ven acá, Walter, ven con el primo Carlos.
Pero Walter no se movió.
De pronto, Ana se sintió libre de Walter. Alguien, inclinándose sobre ella, había separado de su cuello las manos del niño. Ana se encontró libre antes de comprender que era el capitán Wentworth quien había cogido a la criatura.
Las sensaciones que tuvo al descubrirlo fueron intraducibles. Ni siquiera pudo dar las gracias: hasta tal punto había quedado sin habla. Lo único que pudo hacer fue inclinarse sobre el pequeño Carlos presa de una confusión de sentimientos. La bondad demostrada al correr en su auxilio, la manera, el silencio en que lo había hecho, todos los pequeños detalles, junto con la convicción (dado el ruido que comenzó a hacer con el niño) de que lo que menos deseaba era su agradecimiento, y que lo que más deseaba era evitar su conversación, produjeron una confusión de múltiples y dolorosos sentimientos, de los que no lograba reponerse, hasta que la entrada de las hermanas Musgrove le permitió dejar el pequeño paciente a su cuidado y abandonar el cuarto. No podía seguir allí. Hubiera sido una oportunidad de atisbar las esperanzas y celos de los cuatro; era la oportunidad de verlos juntos, pero no podía soportarlo. Era evidente que Carlos Hayter no estaba bien dispuesto hacia el capitán Wentworth. Tenía idea de haber oído decir entre dientes, después de la intervención del capitán Wentworth: “Debiste haberme hecho caso, Walter. Te dije que no molestaras a tu tía”, en un tono de voz resentida; y comprendió el enojo del joven porque el capitán Wentworth había hecho lo que él debió hacer. Pero por el momento, ni los sentimientos de Carlos Hayter ni los de nadie contaban hasta que hubiera tranquilizado los suyos propios. Estaba avergonzada de sí misma, de estar nerviosa, de prestar tanta atención a una niñería; pero así era, y requirió largas horas de soledad y reflexión para recobrar la compostura.
CAPITULO X
Ocasiones no faltaron para que Ana pudiera observar. Llegó un momento en que estando en compañía de los cuatro, pudo formar su propia opinión sobre aquel estado de cosas; pero era demasiado lista para darla a conocer al resto, sabiendo que no agradaría ni a la esposa ni al marido. A pesar de creer que Luisa era la preferida, no lograba imaginar (por lo que recordaba del carácter del capitán Wentworth) que pudiera estar enamorado de ninguna de las dos. Ellas parecían estarlo de él; pero, a decir verdad, no era el caso hablar de amor. Se trataba más bien de una apasionada admiración, que sin duda terminaría en enamoramiento. Carlos Hayter comprendía que casi no contaba, no obstante Enriqueta por momentos parecía dividir sus atenciones entre ambos. Ana hubiera deseado hacerles ver la verdad y prevenir a todos en contra de los males a los que se exponían, sin embargo no atribuía malas intenciones a ninguno. Y se sintió satisfecha al descubrir que el capitán Wentworth no parecía consciente del daño que ocasionaba. No había engreimiento ni compasión en sus modales. Es posible que nunca hubiera oído hablar o hubiera pensado en Carlos Hayter. Su único error consistía en aceptar (que no es otra la expresión que puede emplearse) las atenciones de las dos muchachas.
Tras breve lucha, Carlos Hayter pareció abandonar el campo. Pasó tres días sin dejarse ver por Uppercross, lo que significaba un verdadero cambio. Hasta rehusó una formal invitación a cenar. Mr. Musgrove, en una ocasión, lo encontró muy ocupado con unos voluminosos libros, y consiguió que el señor y la señora Musgrove comentaran que algo le ocurría, y que si estudiaba de tal manera acabaría por morir. María creyó, aliviada, que había sido rechazado por Enriqueta, mientras su marido vivía pendiente de verlo aparecer al día siguiente. A Ana, por su parte, le parecía bastante sensata la actitud de Carlos Hayter.
Una mañana, mientras Carlos Musgrove y el capitán Wentworth andaban juntos de cacería, y mientras las mujeres de la quinta estaban sentadas trabajando sosegadamente, recibieron la visita de las hermanas de la Casa Grande.
Era una hermosa mañana de noviembre, y las señoritas Musgrove venían andando en medio de los terrenos sin otro propósito, según afirmaron, que dar un “largo' paseo. Suponían que, poniéndolo así, María no tendría deseos de acompañarlas. Pero ésta, ofendida de que no se la supusiera buena para las caminatas, respondió al instante:
-¡Oh!, me gustaría ir con ustedes; me gusta muchísimo caminar.
Ana se convenció, por las miradas de las dos hermanas, que aquello era, ni más ni menos, lo que deseaban evitar, y se asombró una vez más de la creencia que surge de los hábitos familiares de que todo paso que damos debe ser comunicado y realizado en conjunto, a pesar de que no nos agrade o nos cree dificultades. Trató de disuadir a María de compartir el paseo de las hermanas, pero todo fue inútil. Y siendo así, pensó que lo mejor sería aceptar la invitación que las Musgrove le hacían también a ella, ya que por cierto era mucho más cordial. Con ella podría volverse su hermana y dejar a las Musgrove libres para cualquier plan que hubiesen trazado.
-¡No sé por qué suponen que no me gusta caminar! -exclamó María mientras subían la escalera-. Todos piensan que no soy buena para ello. Sin embargo no les hubiera agradado que rechazara su invitación. Cuando la gente viene expresamente a invitarnos, ¿cómo podemos rehusar?
Justo al momento de partir, volvieron los caballeros. Habían llevado consigo un cachorro que les había arruinado la diversión y a causa del cual regresaban a casa temprano. Su tiempo disponible y sus ánimos parecían convidarlos a este paseo, que aceptaron sin vacilar. Si Ana lo hubiese previsto, ciertamente se hubiera quedado en casa; la curiosidad y el interés eran lo único que la llevaba con gusto al paseo. Pero era demasiado tarde para echar pie atrás, y los seis se pusieron en marcha en la dirección que llevaban las señoritas Musgrove, quienes al parecer se consideraban encargadas