100 Clásicos de la Literatura. Луиза Мэй Олкотт
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-¡Qué tiempo admirable para el almirante y mi hermana! Tenían la intención de ir lejos en el coche esta mañana; quizá los veamos aparecer detrás de una de estas colinas. Algo dijeron de venir por este lado. Me pregunto por dónde andarán arruinando su día. Me refiero, claro está, al trajín del coche. Esto ocurre con mucha frecuencia y a mi hermana parece no importarle para nada el traqueteo.
-¡Oh! Ya sé que a ustedes les gusta correr -exclamó Luisa-, pero en el lugar de su hermana, haría absolutamente lo mismo. Si amara a un hombre de la misma manera que ella ama al almirante, estaría siempre con él; nada podría separarnos, y preferiría volcar con él en un coche que viajar sin peligro dirigida por otro.
Había hablado con entusiasmo.
-¿Es verdad eso? -repuso él, adoptando el mismo tono-. ¡Es usted admirable!
Después guardaron silencio por un rato.
Ana no pudo volver a refugiarse en la evocación de algún verso. Las dulces escenas de otoño se alejaron, con excepción de algún suave soneto en el que se hacía referencia al año que termina, las imágenes de la juventud, de la esperanza y de la primavera declinantes, el que ocupó su memoria vagamente. Se apresuró a decir mientras marchaban por otro sendero:
-¿No es éste uno de los caminos que conducen a Winthrop?
Pero nadie la escuchó, o al menos, nadie respondió.
Winthrop, o sus alrededores, donde los jóvenes solían vagabundear, era el lugar al que se dirigían. Una larga marcha entre caminos donde trabajaban los arados, y en los que los surcos recién abiertos hablaban de las tareas del labrador, iban en contra de la dulzura de la poesía y sugerían una nueva primavera. Llegaron entonces a lo alto de una colina que separaba a Uppercross de Winthrop y desde donde se podía contemplar una vista completa del lugar, al pie de la elevación.
Winthrop, nada bello y carente de dignidad, se extendía ante ellos; una casa baja, insignificante, rodeada de las construcciones y edificios típicos de una granja.
María exclamó:
-¡Válgame Dios! Ya estamos en Winthrop. No tenía idea de haber caminado tanto. Creo que deberíamos volver ahora; estoy demasiado cansada.
Enriqueta, consciente y avergonzada, no viendo aparecer al primo Carlos por ninguno de los senderos ni surgiendo de ningún portal, se disponía a cumplir con el deseo de María.
-¡Oh, no! -dijo Carlos Musgrove.
-No, no -dijo Luisa con mayor energía y, llevando a su hermana a un pequeño rincón, pareció argumentar con ella airadamente sobre el asunto.
Carlos, por otra parte, deseaba ver a su tía, ya que el destino los había llevado tan cerca. Era asimismo evidente que, temeroso, trataba de inducir a su esposa a que los acompañara. Pero éste era uno de los puntos en los que la dama mostraba su tenacidad, y así, pues, cuando se le recomendó la idea de descansar un cuarto de hora en Winthrop, ya que estaba agotada, respondió:
-¡Oh, no, desde luego que no! -segura de que el descenso de aquella colina le ocasionaría una molestia que no recompensaría ningún descanso en aquel lugar. En una palabra, sus ademanes y sus modos afirmaban que no tenía la más remota intención de ir.
Después de una serie de debates y consultas, convinieron con Carlos y sus dos hermanas que él y Enriqueta bajarían por unos pocos minutos a ver a su tía, mientras el resto de la partida los esperaría en lo alto de la colina. Luisa parecía la principal organizadora del plan; y como bajó algunos pasos por la colina hablando con Enriqueta, María aprovechó la oportunidad para mirarla, desdeñosa y burlona, y decir al capitán Wentworth:
-No es muy grato tener tal parentela. Pero le aseguro a usted que no he estado en esa casa más de dos veces en mi vida.
No recibió más respuesta que una artificial sonrisa de asentimiento, seguida de una desabrida mirada, al tiempo que le volvía la espalda; y Ana conocía demasiado bien el significado de esos gestos. El borde de la colina donde permanecieron era un alegre rincón; Luisa volvió, y María, habiendo encontrado un lugar confortable para sentarse, en los umbrales de un pórtico, se sentía por demás satisfecha de verse rodeada de los demás. Pero Luisa llevó consigo al capitán Wentworth con el objeto de buscar unas nueces que crecían junto a un cerco, y cuando desaparecieron de su vista, María dejó de ser dichosa. Comenzó a enfadarse hasta con el asiento que ocupaba...; seguramente Luisa había encontrado uno mejor en alguna otra parte. Se aproximó hasta la misma entrada del sendero, pero no logró verlos por ninguna parte. Ana había encontrado un buen asiento para ella, en un banco soleado, detrás de la cerca en donde estaba segura se encontraban los otros dos. María volvió a sentarse, pero su tranquilidad fue breve; tenía la certeza de que Luisa había encontrado un buen asiento en alguna otra parte, y ella debía compartirlo.
Ana, realmente cansada, se alegraba de sentarse; y bien pronto oyó al capitán Wentworth y a Luisa marchando detrás del cerco, en busca del camino de vuelta entre el rudo y salvaje sendero central. Venían hablando. La voz de Luisa era la más distinguible. Parecía estar en medio de un acalorado discurso. Lo primero que Ana escuchó fue:
-Y por esto la hice ir. No podía soportar la idea de que se asustara de la visita por semejante tontería. Qué, ¿habría acaso yo dejado de hacer algo que he deseado hacer y que creo justo por los aires y las intervenciones de una persona semejante, o de cualquier otra persona? No, por cierto que no es tan fácil hacerme cambiar de idea. Cuando deseo hacer algo, lo hago. Y Enriqueta tenía toda la determinación de ir a Winthrop hoy, pero lo hubiera abandonado todo por una complacencia sin sentido.
-¿Entonces se hubiera vuelto, de no haber sido por usted?
-Así es. Casi me avergüenza decirlo.
-¡Suerte para ella tener un criterio como el de usted a mano! Después de lo que me ha dicho, y de lo que yo mismo he observado la última vez que los vi juntos, no me cabe la menor duda de lo que está ocurriendo. Me doy cuenta de que no es sólo una visita de cortesía a su tía. Gran dolor espera a ambos, cuando se trate de asuntos importantes para ellos cuando se requieran en realidad certeza y fuerza de carácter, si ya ella no tiene determinación para imponerse en una niñería como ésta. Su hermana es una criatura encantadora, pero bien veo que es usted quien posee un carácter decidido y firme. Si aprecia la felicidad de ella, procure infundirle su espíritu. Esto, sin duda, es lo que usted ya está haciendo. El peor mal de un carácter indeciso y débil es que jamás se puede contar con él enteramente. Jamás podemos tener la certeza de que una buena impresión sea duradera. Cualquiera puede cambiarla; dejemos que sean felices aquellos que son firmes. ¡Aquí hay una nuez! -exclamó, cogiendo una de una rama alta-. Tomemos este ejemplo; una hermosa nuez, que, dotada